Me prepararé para ser amiga suya, se decía, y al recordar la admiración del joven hacia su padre, se puso a recordar los tiempos en que fuera hija de su padre, la única de la casa que comprendía de lo que hablaba cuando mencionaba su trabajo con rayos cósmicos, la única que quería comprender. Y había querido comprenderle porque le quería y sabía que, pese a ser un científico de éxito y famoso en todo el mundo, se sentía solo en su propia casa.
– Tu madre es una mujer encantadora -solía decirle-, y yo no he sido muy buen marido, pensando siempre en otras cosas cuando me habla. No es de extrañar que se impaciente conmigo. No se lo reprocho lo más mínimo.
Ella sólo le había respondido con silencio, luego le había rodeado con sus brazos; y con Arnold había demostrado una paciencia infinita cuando deseaba hablarle, aunque su trabajo de abogado era aburridamente monótono, le parecía; pero si se impacientaba, cosa que le sucedía a menudo, no tenía sino acordarse de su solitario padre y también de su madre, impaciente y solitaria asimismo, que llenaba sus días con detalles domésticos. Así su impaciencia desaparecía. Si, su padre se había sentido solitario como sólo los científicos pueden sentirse, trabajando como lo hacen en las vastas empresas del Universo.
De pronto se le ocurrió que también Jared tenía que sentirse solo, aunque era joven, pero tanto más brillante que sus compañeros y viviendo solo con un viejo tío. Ella bien podía rellenar aquella soledad, sin hacerlo con una relación amorosa, que era lo último que deseaba. Una vez durante su matrimonio se había sentido fuertemente atraída por un atractivo hombre de su edad. Habían sido unos días muy amargos y odiaba hasta el recuerdo de aquello, pues la atracción había sido meramente física, cosa de la que se alegraba, pues de haber sido capaz de respetar al hombre no habría podido resistirle. Le había resistido, pero recordaba, y siempre lo haría, el aterrador poder de sus propios impulsos que la empujaban a someterse, hasta que el impulso, resistido, se había convertido en un dolor real y tan intolerable que le había suplicado a Arnold que se la llevara a Europa aquel verano. Nunca supo si él había sabido la razón de que tanto le importunara y no quería saberlo ni aun ahora. Su marido había escuchado sus ruegos y nunca le había preguntado por qué lloraba mientras hablaba, ni ella había podido explicárselo.
– Pues claro, querida -le había dicho-. También a mí me gustaría tomarme unas vacaciones. Vamos… estás muy nerviosa… ya me he dado cuenta últimamente. Trabajas demasiado… demasiadas caridades y los niños, que están en mala edad. No me gusta nada la forma en que Millicent te contesta cuando le hablas.
¡Millicent! Su hija, ahora una reposada esposa y madre, ¿se habría dado cuenta de por qué su madre se había mostrado tan impaciente y abstraída aquellos días? Quizá les hubiera visto juntos a su madre y al hombre, bello hasta la extravagancia, con ojos azules y pelo oscuro plateado en las sienes… Millicent, que era por entonces una adolescente delgada, agresiva, muy bonita, celosa de su madre y criticona del afecto de su padre…
Alejó sus recuerdos y pensó en Jared de otra forma. Aprendería a conocerle por dentro, sus pensamientos, para así poder aliviar en cierto modo su soledad y también la propia.
– …Pero si tienes un aspecto estupendo -exclamó su hija.
– ¿Acaso no deberla?
Se dijo que era Millicent la que no tenía buena facha. La joven se había dejado engordar y el pelo, oscuro como el de Arnold, parecía sin cepillar, incluso sucio. Iba vestida con un traje azul apagado que necesitaba un planchazo.
– Pero es que estás rejuvenecida -insistió Millicent en tono tan acusador que su madre se echó a reír.
– ¿Acaso es un pecado?
Estaban en la sala de arriba, donde Millicent le había encontrado quince minutos antes. Pero su hija tenía por costumbre dejar pasar meses sin mandar noticias y un buen día aparecer sin aviso.
– No -concedió de mala gana-. No es eso. Miró los papeles que había en la mesa ante la que se sentaba su madre, inclinándose y estirando el cuello.
– ¿Qué dibujas?
– Planos para una casa imaginaria.
– Casa… para eso he venido. El verte tan radiante me había hecho olvidar. Tom quiere pasar una semana en Vermont para cazar venado y yo pensaba que si nos prestaras la casa podría acompañarle con los niños.
– Pues claro. -De pronto, movida por un inexplicable impulso, le dijo-: Mira, si quieres te la regalo.
– ¿Por qué?
– No lo sé con exactitud… -titubeó- sólo que allí me siento más sola.
– Te comprendo. Nadie puede ocupar el puesto de papá en este mundo.
– No. Ni yo tampoco lo querría.
– Pues claro que no.
Se cruzaron sus miradas, la de ella sonriente, un tanto triste; la de Millicent casi de curiosidad. Luego su hija se le acercó para besarle en la mejilla.
– No puedo quedarme más, mamá.
– Necesitas un traje nuevo -le dijo su madre con dulzura.
– ¿Tú crees? ¡Bueno, pues tendré que esperar! Tom está pensando en buscar un nuevo empleo. Pero tendríamos que irnos a San Francisco.
– Oh… ¿tan lejos?
– Está lejos, pero ¿qué puedo hacer?
– Ir con él, por supuesto, ¿qué otra cosa? Pero ¿cuándo?
– Esa es la cuestión. Tom me había dicho que no te lo dijera hasta estar seguro. Pero se me ha escapado.
– Me lo callaré. Además, hoy en día ¿qué son las distancias? ¿Ni el tiempo?
– ¡Cierto! Bueno, mamá, adiós. Ya puedes estar segura de que te veré antes de que nos vayamos, ¡si es que vamos!
Se asieron de las manos y ella se aferró un momento a las de su hija.
– Y de ser, ¿cuándo sería?
– Pensamos que a fin de mes, a tiempo para pasar la Navidad en el nuevo sitio.
Su hija se había ido y de nuevo estaba sola. ¿Navidad? Significaba que la casa estaría vacía. La esposa de Tony quería que los niños tuvieran una Navidad en su propio hogar. La muerte de Arnold suponía un cambio tras otro en su vida. La casa seguía como si todo fuera igual. Pero en ella todo había cambiado. Así que después de todo había sido la casa de él. Por lo menos, sin él, todas las costumbres y hábitos perdían significado. Si seguía viviendo en aquella casa viviría en una melancolía creciente que al final le ahogaría. Descolgó el teléfono.
– ¿Inmobiliaria Wilton? ¿Si? ¿Puedo hablar con el señor Robert Wilton hijo? ¿Unos minutos? De acuerdo. Esperaré…
Esperó hasta que oyó una animada voz.
– ¡Sí, señora Chardman! ¿Qué puedo hacer por usted? ¿Desea vender su casa? Le conseguiría una buena venta…
– ¡Todavía no, gracias! Al contrario, quiero comprar.
– ¡Vaya! ¿Piensa cambiar de sitio?
– Quiero ser propietaria de un terreno. Quizá levante algún tipo de vivienda sólo para mí. Está junto al mar…
– Se comprende, se comprende muy bien… junto al mar. Ya me parece recordar que siempre lo había querido… pero no creo que al señor Chardman la idea… de todas formas, ahora no hay razón por la que no pueda usted tener lo que quiere.
– Ninguna.
– ¿Dónde está el terreno?
– En Nueva Jersey, cerca de una ciudad, pero no en ella. Forma parte de una gran propiedad, creo, en un acantilado con un bosquecillo. Se pasa junto a varias de esas grandes y antiguas mansiones…
Le dio la dirección exacta, mientras le oía respirar fuerte al tiempo que tomaba notas.
– ¿Qué precio había pensado, señora Chardman?
– Sólo… lo quiero, eso es todo.
– ¡Entonces supongo que tiene que conseguirlo! -rió el hombre-.¿Por qué no?
– ¿Por qué no? -concedió de nuevo.
Los leves copos de la nevada matinal volaban en el aire. El cielo era gris, un gris de noviembre, cuando aquella mañana abrió la pesada puerta delantera. Incluso la puerta le pareció más pesada que de costumbre y más de una vez se había quejado a Arnold por aquella puerta que se sujetaba con enormes goznes de latón. Weston se la sujetó un momento.
– Me alegro, señora, que haya decidido dejarse conducir. Parece como si fuera a caer una auténtica nevada… con este silencio y demás.
– Por favor, diga a Agnes que cuando limpie mi despacho no toque los papeles que hay sobre el escritorio.
– Sí, señora.
– Me pararé a comer en algún sitio, pero vendré para la cena.
– ¿Sola, señora?
Vaciló.
– Creo que esta noche invitaré a cenar a la señorita Darwent.
Acudió al teléfono del vestíbulo y marcó el número.
– ¿Amelia? Si, Edith. Tengo algo que hacer en Jersey, pero volveré para cenar. ¿Quieres cenar conmigo?
A las ocho… así tendré mucho tiempo. Oh, muy bien… Colgó y se volvió a Weston, que esperaba paciente.
– Vendrá y le gusta la langosta fresca, ¡recuérdelo!
– Si, señora.
Salió y la pesada puerta se cerró a su espalda. La avenida que llevaba a la casa formaba un círculo y desde la ventanilla del auto, a través de la nieve que flotaba, vio por un instante la impresionante casa de piedra gris parecida a un castillo alemán de algún barón en medio de oscuras y altas coníferas. Tenía que conseguir escapar del castillo como fuera, pero no sabía de qué lado quedaba la salida. ¿Y por qué depositaba su fe en una casa? El terreno estaba sin embargo a punto de convertirse en suyo, el emplazamiento, el lugar, la vista sobre el océano, el acantilado, los pequeños peldaños semicirculares que llevaban a la playa. El señor Wilton lo había conseguido. La propiedad completa estaba en manos de unos herederos deseosos de vender por lo que, al enterarse, ella había ofrecido comprarles el triple de terreno de lo que al principio pensara. Y ahora se veía dueña de sesenta acres, mucho más de lo que necesitaba, pero así tenía espacio y vistas más amplias. Lo dejaría en estado silvestre. No habría jardines formales, recortes ni podas.
La mañana transcurría en silencio. El conductor manejaba el coche de prisa y con suavidad. Arnold le había hecho ir siempre a una velocidad moderada, pero ella había aumentado el límite en los últimos meses y, sin dar muestras de protesta o sorpresa, él había aceptado el cambio como si comprendiera por qué deseaba ella ir ahora más de prisa. Edith no sabía cuáles eran los pensamientos de su chofer, un hombre silencioso, todavía joven, quizá de unos cuarenta años. Nada sabía de él y jamás se le había ocurrido preguntarle. Pero ahora, encerrada por la nieve, sintió que el silencio se volvía opresivo y lo quebró.