– ¡Significa que no te lo diré!
Intercambiaron una mirada medio sonriente medio desafiante y luego ella se levantó.
– Gracias por contarme lo del niño. No lo olvidaré. Explica tantas cosas. ¿Te importa que te dé las buenas noches? Esta noche me siento algo cansada.
…Ya a salvo en su dormitorio y sola, se sentó ante el tocador y se miró en el espejo ovalado de dorado marco que colgaba sobre él. Lo que vio era distinto, o así se imaginaba, de la mujer a quien había mirado, sin ver, por la mañana cuando se cepillaba el pelo tras de ducharse. La mujer ahora reflejada parecía, decidió, resplandeciente… qué ridícula palabra. Como si fuera lo bastante ingenua para resplandecer, si había que emplear el término, sólo porque un joven parecía inclinado a enamorarse de una mujer mayor que daba la casualidad de que era ella. Desde luego era mayor, y tenía todo el mundo, le parecía, que una mujer debiera tener a su edad.
El número de sus conocidos, si no de sus amistades, era amplio y estaba bien acostumbrada a las relaciones que había estos días entre hombres y mujeres, viejos y jóvenes, jóvenes y viejos. Por ejemplo, ella y Edwin. Pero ¿hubiera podido explicar una relación así a Arnold? Quizá la vida se componía de una serie de experiencias que no podían explicarse ni a uno mismo. Y era cierto que ahora parecía años menos que su edad, cosa que no le había pasado antes de que Arnold muriera, ni siquiera antes de la muerte de Edwin. Sola, había revertido a su juventud natural, quizá debida a la libertad completa, pues no tenía necesidad de compartir nada de sí, ni su tiempo, ni sus pensamientos, con nadie más.
– Y ahora no renunciaré a mi preciada libertad por nadie -dijo a la mujer del espejo. Sonrió y la mujer le devolvió la sonrisa. Si, pensó quitándose las horquillas del pelo, había dado las buenas noches a Jared Barnow en el momento oportuno. El joven poseía un intenso magnetismo animal que ella era demasiado inteligente para no reconocer. Se daba cuenta asimismo de su propia posibilidad de responder a M. Bajo lo exquisito de sus gustos, los frenos de su educación, poseía gran instinto sexual, aunque no sabía bien cuánto, y ni siquiera quería saberlo. Tal conocimiento podía alterar mucho las cosas y las consecuencias resultarían demasiado serias para que la experiencia valiera la pena. No temía los juicios ajenos, pues en estos tiempos de indulgencia y relajación tales juicios eran tan ligeros que apenas si causaban algo más que diversión, pero le aterraban las posibles consecuencias dentro de sí. Conocedora de la intensidad de sus propios sentimientos, sabia también que si se permitía pensar siquiera en un… afecto, por así llamarlo, no sería capaz de controlarlo. Y de nuevo perdería su libertad.
Se puso a cepillarse el pelo vigorosamente y la masa brillante le cubrió el rostro como un leve velo.
– …Me causas un efecto extraño -le anunció Jared mientras desayunaban.
– ¿Si? -Alzó las cejas. Había dormido profundamente y con la mente relajada tras de su decisión, se sentía por completo dueña de sí.
– Un efecto creador. En lugar de distraerme, como sé que puedo distraerme con una mujer atractiva, tú… odio tener que usar la palabra inspiración, porque se ha empleado tan mal, pero eso es lo que eres para mí. Tú pones en fermento mis ideas. Jamás he conocido antes a otra mujer que me atraiga en todos los sentidos, mental, emocional… y ahora también físicamente.
Hablaba con sencillez, sin falsos apuros, como si estuviera explicando una nueva teoría. Ella le escuchaba clavados los ojos en él, contestando con idéntica simplicidad.
– Resulta maravilloso oírlo.
Jared esperó, siempre mirándole a los ojos.
– ¿Y bien? -dijo al cabo.
– ¿Bien, qué? -sonrió.
– ¿Eso es todo?
– Mucho más, todo lo que desees.
Silencio, un silencio portentoso que iba hinchándose de inmensas posibilidades. Él la miraba sin apartar la vista… ¿desafiándola tal vez? Una palabra, el menor gesto de sumisión y podrían caer en un momento imponderable en sus implicaciones. Ella se daba cuenta de la disposición de él, de su mano que esperaba al borde de la mesa, de todo su ser preparado, expectante. Involuntariamente se apartó del desafío.
– Hablemos de otra cosa.
Él nada dijo, sino que volvió a sus huevos con jamón hasta que ella quebró el silencio para decir con tono normal:
– ¿Tienes que trabajar hoy o tendrás tiempo para dar un paseo a caballo?
– ¿Tú montas?
– Todavía no he vuelto a hacerlo. Solía montar mucho de joven, pero a mi marido no le gustaba.
– No sabía apreciarte -dijo con voz acusadora y boca agria.
– A su modo sí… y mucho.
– Entonces es que no te comprendía.
– Oh, vamos -rió ella-, eso ya está muy gastado… ¡maridos que no comprenden a sus esposas, esposas que no comprenden a sus maridos! No me has hablado de la chica que quiere casarse contigo. ¿Le interesa tu trabajo?
– No sabría de qué le estoy hablando.
– Me recuerdas a mi hijo Tony. Se casó con una chica encantadora y tonta. ¡Y él es de lo más inteligente! Yo le insinúe que quizá fuera algo estúpida… (claro que sin usar tal palabra) cuando me comunicó que quería casarse con ella, pero me contestó que no necesitaba precisamente una mujer inteligente cuando volvía a casa por las noches.
Volvió a reír, pero él no la coreó. La miró con seriedad, con un poco de tortilla en el tenedor.
– ¡Pues yo diría que es un imbécil!
– Oh, no, Tony no es imbécil. ¡Pero ya tuvo bastante con su madre! Yo me sentí contenta. ¿Hijo único y no pegado a su madre? Hoy en día tal cosa es un éxito para las madres.
– Ojalá que no hablaras de maridos y esposas, hijos y madres -dijo él enfurruñado y comiendo el huevo, pensativo.
– Sólo de ti y de la chica…
– Ni siquiera de ella. Muy bien, vamos a montar. Tengo una cita esta tarde -mientras hablaba se levantó y apartó la silla.
…Después de todo, la idea de montar no había sido tan buena, reflexionaba ella con remordimiento. Él cabalgaba a la perfección, su esbelta figura era tiesa y elegante, con las riendas flojas en la mano, y sin embargo, controladas. El día era cálido y brillante, el sol se filtraba por los árboles a ambos lados del sendero, los montes ya teñidos de otoño se alejaban hacia el horizonte. Le constaba que la ropa de montar le sentaba bien y al pensarlo volvió a ser severa consigo misma. ¿Habría cedido a algún secreto impulso de coquetería que no había reconocido durante el desayuno? No, tan sólo se había sentido dichosa con una hermosa mañana, una casa cómoda, incluso bella, un compañero agradable. Y era seguro que no existía peligro alguno en el hecho de admirar a un compañero joven y guapo, ¡oh, tan joven y tan guapo!
– ¿Por qué me sonríes? -preguntó Jared.
– Pensamientos secretos. ¡Vamos, al galope!
Tocó con la fusta el flanco de su montura y se adelantó por el sendero hacia el valle. Volando bajo el cielo sin nubes pensó en la casa del acantilado, que aún no existía pero que en imaginación era tan real como si ya estuviera levantada. ¿Le hablaría de ella? ¿Cedería al impulso de revelarse a él? ¡No! La decisión cortó el impulso en seco. No se revelaría a sí misma… aún no. Frenó el caballo hasta ponerlo al paso y miró el reloj de pulsera.
– Es mediodía… y tienes una cita.
– ¿Por qué tratas de escaparte de mí?
– ¿Yo? -Evitó mirarle a los ojos, volvió a dar al caballo con la fusta y salió de nuevo a galope.
– …Sí que tratas de escaparte, sabes -le decía él una hora más tarde. No había querido quedarse a comer con el pretexto de que no tenía tiempo y se estaba despidiendo. Se hallaban a la puerta y él miraba el rostro que se alzaba hacia el suyo.
– No trato de escaparme -le miró con franqueza Edith- sólo es que…
Se interrumpió. Él aguardó.
– Se te hará tarde.
– Se me hará tarde -siguió esperando.
– No sé cómo contestarte -repuso al fin.
– Ah, eso está mejor. La próxima vez averiguaremos por qué no puedes contestarme.
Inclinándose, la besó en la boca, muy de prisa, muy levemente, de forma que ella no pudo apartarse ni volver la cabeza para evitarle. En un momento él se había ido.
…Detrás quedó su efecto. Su ausencia se hacia notar con tanta fuerza que se había convertido en presencia. El silencio de la casa, su voz firme que ya no se oía, su inquietud, siempre moviendo una silla, levantándose a mirar por la ventana, a tocar el piano durante cinco minutos, sacando un libro de la biblioteca para echarle un vistazo mientras hablaba y volverlo a meter sin comentarlo, mientras discutía de otra cosa… la infinita inquietud de la mente que invadía el cuerpo, toda su personalidad dominante, brillante, exigente que llenaba la casa, y de pronto ya no estaba allí y su ausencia era sólo una afirmación de sí mismo.
Cuando se hubo ido, Edith se sentó, temblándole aún los labios por el beso, y luego se levantó con brusquedad, negándose a reconocer la marea de anhelo físico en su cuerpo. ¡Reconocer su significado! En su vida con Arnold no había habido gran excitación personal, pero si satisfacción sexual. No le había resultado desagradable y él siempre se le había acercado con la comprensión de un hombre maduro por la necesidad de una esposa. Había sido considerado, apreciativo, y ella creía haber sido lo mismo hacia él. Desde luego no había pensado en buscarse una aventura extramatrimonial, como tantas otras, no sólo por reparo moral, sino porque no la necesitaba. Pero ahora tenía que hacer frente al hecho de que echaba de menos la regularidad de su vida un tanto plácida con Arnold que quizá la estimulación de las caricias de Edwin sus deseos naturales despiertos durante mucho tiempo y habitualmente satisfechos, le imponían sus exigencias.
No tenía por qué sentir vergüenza, ni siquiera reparo, pues la situación era de lo más común, se decía, cuando una mujer perdía a su marido o a un amante. Sencillamente, tenía que enfrentarse a la vida como era ahora y elegir. Y había elegido vivir sola y explorar su libertad. Por ello tenía que alejar la mente, la imaginación, de Jared en tanto que macho. Así de franca tenía que ser, para considerarle sólo como a un ser humano, un amigo, nada más. Así se reconvenía. Nada de pensar en lo guapo que era, se repetía con firmeza; tenía que pensar en cambio en su inteligencia, sus intereses, su carrera, todos los demás aspectos de su fuerte personalidad. No había razón por la que no pudiera disfrutar con ello, libre, en vez de permitir que una emoción se apoderara de ella.