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– William, ¿está usted casado… hijos, y demás?

– No, señora, vivo con mi anciana madre.

– ¿Anciana, qué edad tiene?

– Sesenta y tres años, señora.

– ¿En Filadelfia?

– Ahora sí, señora. Solíamos vivir en Nueva Jersey. Mi madre era ama de llaves de una de las grandes mansiones. Por eso sé adónde ir, señora; me crié por allí.

– Oh, ¿conoció usted a los Medhurst?

– Si, señora. Allí era donde trabajaba mi madre.

– ¡Qué curioso! Yo he comprado parte de la tierra de los Medhurst.

– Así he oído, señora.

Sorprendida, guardó silencio. Nada en su vida podía ser privado, suponía, pues Arnold había sido bien conocido en los círculos financieros. Pero ¿qué podía importarle? Ella misma era hija de un hombre famoso, viuda de otro hombre próspero. No necesitaba secretos y no tendría ninguno, decidió con firmeza. No tener secretos era ser verdaderamente libre. Y así, con deseos de libertad, llegó a su destino, donde encontró al señor Wilton que la esperaba en su vehículo. Al punto acudió donde ella.

– He traído todos los papeles necesarios para la firma, señora Chardman. Creo que todo está en orden, siempre y cuando usted se sienta satisfecha.

– Déjeme contemplar la vista para ver si es como la recordaba.

Por el momento había cesado de nevar, así que se dirigió al borde del acantilado a mirar el gris oleaje. No había viento que rizara las olas en blanca espuma, pero abajo la rompiente resonaba en las rocas que rodeaban la playita. También el chofer acudió a su lado.

– Yo solía correr escalera abajo de crío, señora, por la mañana muy temprano, antes de que la familia se levantara…, todos menos el señorito Robert, Bob, como le llamaban. No era mucho mayor que yo. Cuando baja la marea se pueden coger muchos cangrejos.

– Los escalones no parecen muy seguros ahora -observó ella.

– No, señora. Pero yo podría fijarlos muy fácil. Tengo buena mano para cosas así.

– Quizá le pida que lo haga.

– Sí, señora.

Cuando ella no dijo una palabra más, el hombre se apartó y Edith siguió mirando al mar. Tanto si construía la casa como si no, el terreno ya era suyo. La casa podría o no existir, pero sus pies se apoyaban firmes en su propia tierra. Volvía a nevar. Sintió los fríos copos en su cara, como el roce de las yemas de unos dedos helados y se volvió al señor Wilton.

– Estoy dispuesta a firmar los papeles.

¿Qué pasó con la casa que ibas a levantar? -le preguntaba Amelia durante la cena.

Había estado absorta en la langosta y hasta aquel momento no había hecho preguntas. La verdad es que no había habido tiempo, pues Edith había llegado tarde. La nieve se había convertido en una pequeña tormenta, así que cuando Weston le abrió la puerta le anunció al punto que la señorita Darwent ya había llegado y que la esperaba en la biblioteca, pues la salita estaba demasiado fría, ya que el viento del Norte soplaba en aquel lado de la casa.

– Dígale que bajaré dentro de cinco minutos… Voy a cambiarme y en seguida pueden servir la mesa.

– Muy bien, señora.

A los pocos minutos Amelia y ella se sentaban a la mesa del comedor, donde el fuego ardía en la chimenea de mármol. Amelia había despachado el consomé con rapidez y ahora estaba ocupada con la langosta hervida y mantequilla fundida. Tenía la servilleta metida al cuello.

– Todavía sigue sólo en mi mente -repuso Edith.

– Jamás vas a encontrar una casa más cómoda que ésta -replicó Amelia cascando una enorme pinza que saltó de pronto con gran estrépito.

– Será una comodidad diferente -sonrió Edith a su amiga, y prosiguió-: Si tuviera algo que contarte te lo diría, Amelia. La verdad es que me encuentro en un curioso estado de ánimo, no precisamente confusa, sino como buscando. Todavía no me he encontrado a mí misma, no sé bien lo que deseo ni dónde puedo hallarlo. Me limito a… disfrutar de la vida de forma extraña, tal vez sin enfrentarme a nada en realidad… no sé.

– Estás ociosa, eso es lo que te pasa -dijo Amelia dejando los cubiertos-. Necesitas hacer algo. ¿Por qué no te buscas alguna caridad o cosa por el estilo?

– No quiero ni necesito un trabajo que me ocupe. Ya tengo la música, libros que aún no he leído y…

– ¿Y qué?

– Y amistades. Por eso te he pedido que vinieras esta noche. No te había visto…

– ¿Quién es ese tipo de piernas largas que ha estado aquí un par de veces? -le interrumpió Amelia.

– Alguien a quien conocí el invierno pasado en Vermont. Un admirador de mi padre…

– ¿Tuyo no?

– ¡Oh, por Dios, Amelia!

– Bien, pues estás a punto para ello. Lo sé… he observado a mis amigas que han enviudado después de tener fieles esposos como Arnold, ¡sobre todo viudas bonitas!

– ¡Por favor, Amelia!

– ¡Oh, muy bien, Edith! No me lo digas si no quieres.

– Amelia, nada hay que contar.

– Entonces ¿por qué me has invitado de pronto a cenar?

– Porque me sentía sola. Me atemorizaba volver a este caserón oscuro y viejo. Y… y…

– Ten cuidado. Estás poniéndote en un estado de ánimo propicio a cualquier cosa. Tomaré más espárragos, Weston.

– …Entonces, ¿por qué no vienes conmigo? -le preguntó Jared.

Su voz sonaba clara y fuerte en el teléfono. Era una mañana hermosa y fría, víspera de Navidad, y Edith se había estado preguntando cómo pasaría la fiesta. Millicent y su familia se habían trasladado a San Francisco la semana anterior y se habían despedido por teléfono. Los niños, según posteriores conversaciones, estaban encantados de los alrededores para jugar, las playas, los parques.

– ¿Y tú? -preguntó Edith a su hija.

– Yo voy a tener una sirvienta -exclamó Millicent-, y te puedes imaginar cómo estoy de encantada. Tom ha tenido un buen aumento.

– Entonces va para delante y todo marcha como es debido.

Después de aquello, no es que se hubiera olvidado de su hija exactamente, pero ya se sentía tranquila a su respecto y podía olvidarla si así quería, igual que muchas veces se olvidaba de Tony, porque lo cierto era que ya no la necesitaban. Así, aquella mañana tenía libertad para prolongar el desayuno, contestar el teléfono cuando sonó y escuchar la clara voz de Jared en su oído. Mientras hablaban, miraba por el amplio ventanal. El cielo estaba desierto de nubes, las últimas hojas caían revoloteando del gran roble que había en la terraza de la derecha. Había terminado de desayunar y estaba pensando qué hacer del día, algo vigoroso, tal vez, pues se sentía mejor que nunca, despierta, impaciente por hacer algún ejercicio físico, quizá un paseo a caballo a la orilla del bosque.

– ¿Pero cuándo? -preguntó incierta.

– Te recogeré esta tarde e iremos en coche por la costa oriental. Ten compasión de mí. Mi viejo tío se halla en las Islas Vírgenes… detesta el frío. Y no se me ocurre nadie con quien preferiría pasar la Navidad mejor que contigo.

– ¿No quieres ir a Vermont?

– No, quiero llevarte a sitios desconocidos donde ninguno de los dos ha estado nunca. Vamos a vagar.

Lo pensó unos instantes. Pegada al cristal interior una tardía abeja zumbaba frenética, separada de sus compañeras, y aquello la distrajo.

– En la ventana hay una abeja zumbando. Si la dejo salir ¿se helará?

– No, encontrará el camino de su casa.

– Entonces espera un instante.

Abrió el ventanal y con el pañuelo empujó fuera a la abeja que salió volando al punto. Pero el aire frío irrumpió en la habitación y Edith permitió que le diera en la cara. El agudo frío le picó la piel e hizo que la sangre le circulara más de prisa. No se había dado cuenta antes de lo densa que era la atmósfera de la vieja casa; tenía un aroma más bien agradable, de libros encuadernados en piel, alfombras orientales y flores de invernadero. Le invadió una oleada de deseo impetuoso de aire fresco, sintió que la inundaba un nuevo vigor y cerró la ventana.

– Estaré lista -dijo por teléfono.

– Bien… a las dos y media.

…La carretera serpenteaba a lo largo de la costa. El mar permanecía oculto durante millas, cuando la ruta se adentraba en el bosque y luego volvía a emerger súbitamente en la curva de una bahía o una cala. El sol iba deslizándose despacio hacia el horizonte de poniente y a la puesta se detuvieron ante una hospedería, una antigua mansión con un pórtico de columnas que llegaban al tejado. Jared paró el coche a la puerta.

– Hemos venido muy callados.

– Si.

Era como si ninguno de los dos hubiera tenido deseos de hablar. El había conducido el pequeño descapotable concentrado en sus pensamientos y ella no le había interrumpido. Alguna vez él se había fijado en el paisaje.

– Esas rocas allá abajo…

– Como si un gigante las hubiera arrojado…

El aire había estado dorado por el sol durante la tarde y a la puesta se había convertido en rosado y carmesí. El lucero vespertino y la luna creciente colgaban en los árboles y Edith se sentía dominada por una calma benéfica… y le parecía que él también, ambos de un humor relajado que ya era como una comunicación. En presencia de él se sentía dichosa, se daba cuenta ahora, más dichosa de lo que se sintiera desde hacía tiempo, incluso más de lo que nunca lo fuera. Desde luego con nadie más había sentido aquella convicción de la vida y su excelencia ni se había sentido tan libre en presencia de otro ser humano. Impulsiva se volvió a él y se encontró con que la miraba, interrogantes los oscuros ojos.

– ¿Nos detenemos aquí? ¿A cenar y pasear luego por la playa?

– Sí. Este aire… ¿cuál es el aroma? Pinos, me parece. Ya es demasiado tarde para flores, aunque en este clima aún hace calor.

– Pinos calientes por el sol del día -dijo Jared-. ¿Nos quedaremos a pasar la noche aquí? Me atrevería a decir que en esta época la posada estará casi vacía… con eso de que la gente pasa la Navidad en su casa. Pero tú y yo haremos nuestra propia Navidad.

– Quedémonos.

El la miró larga, profunda y apasionadamente y por un instante Edith se preguntó qué querría decir con ello. No había duda, no era posible que hubiese la menor duda sobre los cuartos, cuartos separados. Se sorprendió al descubrir en sí misma la pregunta ya contestada pero oculto en su interior un anhelo mal disimulado de olvidar sus años y sus reservas. Ya no era esposa de nadie. Era libre de ser lo que quisiera, de hacer lo que le plugiera. No había razón para negarse (ni a él) nada que les agradara. Ya había cumplido con sus deberes para los demás.

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