Ningún hombre conoce toda la amargura que le espera, y si ésta apareciera de repente, como un sueño, la negaría y apartaría la vista de ella.
A esto se le llama esperanza.
No hay dolor que no pueda ser superado por otro dolor; lo único infinito es el dolor.
Los filósofos que quisieran darle a uno la muerte, para que la llevara consigo , como si desde el principio la muerte estuviera en uno.
No pueden soportar no verla hasta el final; prefieren prolongarla hacia atrás hasta hacerla llegar al origen; la caracterizan como el más íntimo compañero de toda la vida y, de esta manera, convirtiéndola en algo más tenue y más familiar, es como se les hace soportable.
No comprenden que con ello le han dado más poder del que le corresponde. «El hecho de que mueras – parecen decir – no es nada, de todas maneras estás siempre muerto ya». No se dan cuenta de que se han hecho culpables de un truco vil y cobarde, pues de esta manera paralizan la fuerza de aquellos que podrían resistirse a la muerte. Impiden la única lucha que sería digna de ser luchada. Declaran como sabiduría lo que es capitulación. Incitan a todo el mundo a la cobardía.
Entre ellos, los que se tienen por cristianos, envenenan con estos pensamientos el verdadero núcleo de su fe, que saca su fuerza de la superación de la muerte. Según ellos, todas las resurrecciones que consiguió Cristo en los Evangelios carecerían de sentido.
«Muerte, ¿dónde está tu aguijón.» No hay aguijón, dicen, por que existe desde siempre, metido en la vida, como un hermano siamés de ella.
Abandonan al hombre a la muerte como a una sangre invisible que circula incesantemente por sus venas; habría que llamarla la sangre de la sumisión, la secreta sombra de la verdadera sangre que se renueva de un modo incesante para vivir.
El instinto de muerte de Freud es un descendiente de antiguas y oscuras doctrinas filosóficas, pero es todavía más peligroso que éstas, porque se viste con términos biológicos que gozan de prestigio en el mundo moderno.
Esta Psicología que no es Filosofía vive de lo peor de la herencia de la Filosofía.
Los filósofos del lenguaje que no se ocupan de la muerte, como si fuera algo «metafísico». Pero que la muerte haya ido a parar a la Metafísica no modifica para nada una realidad: es el factum más antiguo de todos, más antiguo y más decisivo que todas las lenguas.
Los estoicos vencen a la muerte con la muerte. La muerte que uno mismo se da no le puede hacer nada, por esto no tiene por qué temerla.
El que se ha cortado la cabeza no siente dolor alguno.
No hay nada que acabemos de saber ahora mismo: lo que creemos acabar de saber ahora mismo lo sabemos desde hace tiempo.
Sólo cuenta el saber que ha estado descansando secretamente en nosotros.
El vanidoso no le quiere pedir ayuda a Dios antes de tiempo. Primero, como en un espejo, le gusta verse a sí mismo en la fuerza que no tiene; mira cómo desaparece lo que ha pretendido tener, se alegra de su debilidad y, de repente, con una increíble desvergüenza, dice: Dios; como si éste hubiera estado siempre secretamente a su favor.
Una lengua que llega hasta el infierno.
Todos se colocaron como si fueran monumentos y esperaron impávidos. Hasta la próxima moda; luego empezaron a moverse y agitarse.
Descanso, hasta que se vuelva a encontrar la eternidad.
Un mundo que no suscite la pasión de aquel en el cual este mundo penetra, no es ningún mundo. La simple infiltración no es nada. El hombre, que es como un terreno calcáreo, tiene que formar sus ríos subterráneos, y éstos deben salir a la luz de un modo intempestuoso e inesperado.
Una tormenta que dura una semana. Oscuridad por todas partes. Leer sólo cuando relampaguea. Acordarse de lo leído a la luz de los rayos y enlazarlo.
¿Cuántas palabras de halago necesita el hombre para ser mejor? Le dicen como es según ellos , y él se gusta así mismo. No hay ninguna cabeza que no sea interesante. Lo único que hay que hacer es meterse en ella.
Uno se pregunta si hacer intencionadamente una recapitulación de sí mismo en la vejez es algo punible. Porque se podría pensar que bajo el peso de lo rememorado se cerrara uno a lo externo, no quisiera asimilar nada más y no lo asimilara.
Tal vez el valor de lo que se ha asimilado tarde es cuestionable. No siempre penetra en el hombre; resbala en la superficie; uno lleva un abrigo impenetrable contra lo nuevo.
En cambio, la actitud de abertura hacia dentro crece de tal manera que uno tiene que ceder a ella con sólo que la cosecha de tal actitud esté mínimamente justificada. La dificultad está en que sobre todo lo pasado, por el mero hecho de ser pasado, se posa un brillo, que es fundamentalmente un brillo que proviene de los muertos. A uno no le es posible desconfiar de este brillo porque contiene la gratitud por lo vivido. No puede ser más que lo autovivido, lo propio, y la culpa que uno pueda sentir a veces porque esto que ha vivido no es lo que han vivido los demás, porque, por así decirlo, los excluye es una culpa llena de presunción, pues ¿cómo hubiera uno podido vivir la vida de todos?
El recuerdo es bueno porque aumenta la medida de lo conocible. Pero hay que tener especial cuidado en no excluir nunca lo terrible.
Puede que el recuerdo de lo terrible aprehenda la realidad de un modo distinto a como lo terrible se presenta ante el hombre, distinto pero no menos cruel, no más soportable, no menos absurdo, hiriente, amargo; este recuerdo no debe estar contento de que lo terrible haya pasado: jamás hay nada que haya pasado.
El verdadero valor del recuerdo consiste en ver que no hay nada que haya pasado.
Uno no puede verse a sí mismo con suficiente rigor. Y tiene que ser un rigor exhaustivo ; así que simplifica, se convierte en una pose condenatoria carente de valor, una actitud que proporciona un placer engañoso.
Un suspiro de alivio entre animales: ellos no saben lo que les espera.
Mucho antes de la creación del mundo hubo filósofos. Estaban espiando para poder decir que todo estaba bien. Pues ¿no lo habían pensado ellos? ¿Cómo podía haber algo pensado por ellos que no estuviera bien?
De sus pensamientos sacaron este producto mental ambivalente y se rieron por lo bajo al ver cómo habían acertado en sus predicciones.
La culpa como karma… inaudita presunción del ser humano: el alma humana, dicen, purga sus bajezas en los animales en los que mora.
¿Cómo se atreve el hombre a castigar a los animales con su alma? ¿Acaso éstos le han invitado? ¿Pueden desear ser degradados por ella? Los animales no quieren el alma del hombre, la detestan; para ellos es demasiado gorda, demasiado fea. Prefieren su propia pobreza, su atractiva pobreza, y mucho antes que por hombres se dejan devorar por animales.