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1954

Un mundo en el que nadie reconoce a nadie. La ocupación fundamental de estos hombres consistiría en convencerse los unos a los otros de que lo son .

Sólo el incrédulo tiene derecho al milagro.

¿Qué frases de las que encontramos en una colección de aforismos son las que anotamos?

En primer lugar, aquellas que nos ratifican: impresiones que las sentimos exactamente de la misma manera, que hemos pensado muchas veces, que están en contradicción con las opiniones tradicionales, que nos justifican. Hay mucho de autosuficiencia en este afán de ser ratificado por hombres importantes o por sabios. Pero puede haber más: el puro gusto de encontrarse con un espíritu realmente afín. Porque cuando muchas frases de un solo hombre coinciden con las de uno mismo, lo que es mera autosuficiencia se convierte en asombro: en una época completamente distinta, entre personas completamente distintas, alguien ha intentado comprenderse a sí mismo exactamente igual a como lo hemos hecho nosotros; ante su vista ha tenido este hombre la misma forma, el mismo perfil, el mismo destino. Seríamos felices si lo mejor que tenemos fuera equiparable a lo mejor que él tiene. Sólo un pequeño temor nos retiene de echarnos en sus brazos, en brazos del hermano mayor: el sentimiento de que en nosotros hay muchas cosas que le asustarían.

Luego hay dos tipos de frases que no se refieren a nosotros; las primeras son frases cómicas; nos divierten con una abreviatura o giro inesperados; como frases son nuevas y tienen el frescor de las palabras nuevas. Las otras despiertan a la luz una imagen que hacía tiempo que estaba preparada en nosotros y le permiten subir a la superficie.

Por su efecto, tal vez las más curiosas son las frases que nos avergüenzan . Tenemos muchas debilidades que jamás nos dan quebraderos de cabeza. Hasta tal punto son nuestras que las aceptamos como a nuestros ojos y a nuestras manos. Quizá tenemos incluso una secreta ternura por ellas; puede que nos hayan granjeado la confianza o la admiración de los demás. Y he aquí que, de repente, nos las encontramos delante de nosotros, con toda crudeza, arrancadas de los contextos de nuestra vida, como si pudieran existir en cualquier sitio. No las reconocemos inmediatamente, pero nos quedamos perplejos. Las leemos por segunda vez y nos asustamos. «¡Resulta que eres tú!», nos decimos de repente con energía, y seguimos empujando la frase como si fuera un cuchillo. Nos ruborizamos de nuestra imagen interior. llegamos a prometernos ser mejores y, aunque apenas mejoramos realmente, jamás olvidamos estas frases. Puede que nos lleguen a quitar una cierta inocencia que tal vez era atractiva. Con todo, en estos terribles cortes el hombre se inicia en su modo de ser propio. Sin ellos, éste no puede nunca ver del todo . Tienen que ser inesperadas y tienen que venir de fuera. El hombre, solo, se instala todas las cosas a su comodidad. Solo, es un mentiroso incorregible. Pues nunca se dice nada que sea realmente desagradable sin compensarlo inmediatamente con algo halagüeño. La frase que viene de fuera es eficaz porque llega de un modo inesperado: uno no tiene preparado ningún contrapeso para equilibrarla. La ayudamos con la misma fuerza con la que, en otras circunstancias, habríamos salido a su encuentro .

Hay también las frases intocables o sagradas, como las de Blake. Nos resulta penoso encontrarlas en medio de otras porque éstas pueden ser sabias, a la luz de las frases intocables aparecen como falsas e insípidas. Jamás nos atrevemos a apuntarla frase intocable. Necesitamos una hoja o un libro para ella, un lugar en el que no haya nada ni vaya a haber nunca nada. Existe un malestar inconfundible que es especialmente penoso; un estado en el que no es posible hacer nada porque uno no tiene ganas de nada; en el que abrimos un libro para volverlo a cerrar; en el que ni tan sólo podemos hablar porque cualquier otra persona nos resulta molesta, e incluso nosotros mismos nos vemos corno alguien ajeno. Es un estado en el que nos abandona todo aquello que antes acostumbraba a constituir nuestro ser: metas, costumbres, caminos, clasificaciones, confrontaciones, humores, certezas, vanidades, épocas. Dentro de nosotros hay algo que no conocemos en absoluto y que avanza tanteando de un modo oscuro y tenaz; no sospechamos en qué terminará este tantear; no lo podemos ayudar en su ciego movimiento. Siempre nos quedamos sorprendidos cuando, al final se manifiesta; no comprendemos cómo ha sido posible que hayamos ido con él, justamente con él, y exhalamos un suspiro de alivio no sin la consternación de no habernos manifestado sobre un mundo indomable que llevamos dentro y que, desde hace tiempo, preferimos.

La superstición de que en un día es posible recuperar lo que se descuidó en cien o en mil días. La podríamos llamar también la fe en el rayo o en el trueno.

En los diarios de Luis II de Baviera (que no se publicaron hasta 1952 en Liechtenstein) llama la atención la importancia que se da a algunas efemérides, especialmente a las fechas de la ejecución de Luis VI y de María Antonieta. Son los días de sus mártires; todos los santos se destacan con especial solemnidad y se utilizan como votos del ámbito más privado y particular del monarca. El futuro de Luis II está dominado por un número, el 41, el cumpleaños al que quiere llegar; todo lo que ocurre y no debe ocurrir está relacionado con él.

En la paranoia, las épocas, los períodos de tiempo fijados con exactitud, el retorno de determinados días tienen importancia capital y sirven para absorber el miedo. En el calendario, en sus efemérides inmutables, se busca una garantía para lo que tiene que venir. Cuando todo se venga abajo, como última seguridad quedará el calendario, con sus días señalados.

¡Qué sabio fue el padre de Buda! ¡Y qué vergonzosa la leyenda del primer encuentro de Buda con la vejez, la enfermedad y la muerte.

¿Hubieran ocurrido las cosas de otra manera si desde pequeño su padre hubiera tenido en casa, para él, a un viejo, a un enfermo y a un moribundo, a modo de compañeros de juegos y animalitos predilectos, como bailarinas, mujeres y músicos? Londres después de Marrakech. Está sentado en una habitación con diez mujeres, sentadas en distintas mesas, todas con la cara destapada. Ligera irritación.

Lo redondo de todo lo que ocurre en Marrakech igual que las cavidades oculares de los ciegos; nada ha terminado; nada se interrumpe del todo; lo más abrupto continúa por repetición.

El balbuceo de tu oído cuando ha oído mucho y no ha entendido nada.

Pensar que, desde que te has ido, ellos han seguido gritando todos los días; pensar que ahora, mientras tú estás sentado aquí, los ciegos están gritando: Alá, Alá, Alá.

El flotar de los ciegos, a quienes no se les interrumpe en ninguna de sus observaciones.

¿Qué es lo que ve un ciego dentro de sí?, ¿cuánto tiempo lo está viendo? ¿Cambian más raramente las cosas que ve?

¿Qué es lo que amamos tanto de las ciudades cerradas, de las ciudades que están íntegramente dentro de murallas, que no van terminando poco a poco de un modo desigual a lo largo de carreteras?

Es sobre todo la densidad; uno no puede salir por donde quiera; una y otra vez se encuentra con murallas que le vuelven a meter en la ciudad. En una ciudad con muchas callejas sin salida, como Marrakech, este fenómeno se produce repetidamente; uno se va adentrando cada vez más en ella y, de repente, se encuentra delante de la puerta de una casa y ya no puede seguir. La casa no le abre sus puertas; no hay ningún camino que lleve a su interior, ni ningún camino que pase por delante de ella; uno tiene que dar media vuelta. Los habitantes de esta casa-terminal, a pesar de que apenas hay ventanas, se conocen unos a otros justo lo suficiente como para que un forastero tenga que resultar chocante. Para los que van de paso no hay ninguna ocasión.

Aquí los forasteros son más forasteros, y los habitantes están más en su casa.

Hay personas que sienten tanto el dolor del otro que apenas sienten nada más. Sin embargo, siguen viviendo; evitan, cuando pueden el dolor propio y todavía les parece que esto que hacen está bien ¿A ver si va a resultar que son estos hombres los más listos ? ¿Es posible que esta fina sensibilidad para el dolor les sirva sólo para apartarlo, de sí mismos en los momentos precisos, por medio de un mejor instinto: antenas-del-dolor?

Las lenguas fallan; las palabras que estamos empleando continuamente no cuentan. En relación con los ingleses a quienes tuve que hablar en Marruecos, debo decir que me avergonzaba el simple hecho de estar hablándoles; allí me resultaban muy extranjeros. Todavía más extranjeros me resultaban los franceses, que allí son los señores – los señores momentos antes de que los echen -. Los otros, en cambio, los que siempre han vivido allí y a quienes yo no entendería, eran para mí como yo mismo.

Se imagina a Dios contestando cortésmente y como un políglota a cada orante en su lengua.

También aquí, desde que he vuelto, no se ha borrado nada. Llega incluso a aumentar la intensidad luminosa de todo. Creo que, presentando simplemente lo que he visto, sin cambiar, inventar ni exagerar nada, puedo construir en mí algo así como una ciudad nueva en la que vuelva a florecer el libro sobre la masa que avanza a trompicones. No se trata de poner sobre el papel lo inmediato, que es en lo que ahora estoy pensando, sino solamente de una nueva fundamentación: un espacio nuevo, no agotado, en el que yo pueda estar; una nueva respiración, una ley sin nombre.

Para el amante de la invención es maravilloso volverse de repente un ser sencillo y llano, fiel al recuerdo, y prohibirse cualquier invención.

La suciedad como lo carente de valor , aquello con lo que ya no se puede hacer nada. Pero no lo desechamos enseguida, tal vez – quién sabe – existe todavía alguna posibilidad de venderlo.

Desde que he hecho este viaje, algunas palabras están tan cargadas de un nuevo significado que no me es posible pronunciarlas sin provocar en mí los mayores trastornos. Le digo a alguien algo sobre «mendigos», y al día siguiente ya no puedo escribir ni una sílaba más sobre mendigos. Leo en un libro extranjero la palabra «Marrakech» y la ciudad se esconde entre velos y ya no quiere aparecer ante mis ojos. Me resulta desagradable hablar de «judíos» porque allí los judíos fueron gente muy peculiar. En todo lo que vi hay una energía que quiere ahorrarse para descargarse luego de una manera concreta que es la única posible.

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