Estos filósofos de Oxford van quitando más y más capas hasta que ya no les queda nada. He aprendido mucho de ellos: ahora sé que es mejor no empezar nunca a roer.
Uno podría, naturalmente, en vez de reflexionar sobre mitos, reflexionar sobre palabras, y mientras evitara definirlas, sería posible extraer de ellas toda la sabiduría que los hombres han reunido. Pero los mitos son más divertidos porque están llenos de metamorfosis.
Su corazón es la lámpara en la noche.
Ella se ha instalado ahora en la vieja habitación de él, y ama esta habitación como si él hubiera muerto. Le pone de muy mal humor que él vaya.
«La riqueza de un hombre se medía por el número de sus libros y el de los caballos que tenía en la cuadra» (Timbuktu, hacia 1500).
Muchas veces me parece como sí todo lo que aprendo y leo fuera inventado. Lo que descubro, en cambio, es como si en realidad hubiera existido siempre.
No hay nada más enmarañado que los caminos del espíritu. El modo como un hombre aprende, si evita aplicar inmediatamente o que aprende, tiene más de aventura y de misterio que cualquier expedición científica. Porque en lo espiritual no puede uno proponerse ni calcular caminos. Sin duda que allí hay algo así como mapas aproximados, pero es infinitamente más sugestivo salir en todas direcciones, y qué sorpresa volver a encontrarse donde uno ya estaba siendo otro en aquel mismo lugar.
Cuanto más determinado es un espíritu tanto más necesita lo nuevo .
Hay una cierta homogeneidad en todas las narraciones, pero no sé en qué consiste.
Que sigas creyendo en una ley, aunque sepas que no la vas a encontrar nunca, aunque sepas que nadie la conoce.
Dudar siempre he dudado poco; cuánta fuerza y cuánta juventud tiene todavía para mí la duda.
Un hombre que, poco a poco, se va transformando en una mala conciencia. Pero se encuentra tan a gusto…
«Todavía ahora se observa estrictamente la costumbre de no sacrificar ningún animal hasta que, una vez rociado con la bebida votiva, no haya mostrado su conformidad moviendo la cabeza». Plutarco: Conversaciones en la mesa.
«En el siglo XIII, los egipcios fueron presa de un ansia de comer carne humana que se propagó a todos los estamentos, pero de un modo especial se tenía la vista puesta en los médicos. Si uno tenía hambre mandaba llamar a un médico, pero no para consultar con él sino para comérselo». (Humboldt).
«A la gente le gustaba tanto este espantoso manjar que era posible ver cómo personas ricas y dignas de todo respeto lo comían de un modo habitual, hacían de él un festín y llegaban incluso a hacer provisión de carne humana. Surgieron distintas maneras de preparar esta carne… Eran precisas toda clase de astucias para atacar a los hombres por sorpresa o para, con falsos pretextos, llevarlos a casa de uno. De los médicos que venían a mi casa, tres sucumbieron a esta suerte, y un librero que me vendía libros – un hombre viejo y muy gordo – cayó en las redes de esta gente y escapó por los pelos». (Abd-Ullatif, médico de Bagdad, en subscripción de Egipto).
Todo lo ocurrido tiene miedo a su palabra.
A él le da pena su horda de lamentación: se perdió en Inglaterra.
Si se trata de mártires, entonces todos. ¿Qué mártir vale más que otro?
Demasiados caminos en la lengua, todos trazados de antemano.
El leído . A B, no le queda tiempo para esfuerzos. No le gusta trabajar. No le gusta estudiar. Es curioso y por eso de vez en cuando lee un libro. Pero tiene que estar escrito de un modo muy sencillo, con frases sencillas, cortas, directas. No debe contener palabras rebuscadas, y por supuesto todo deben ser oraciones simples. No debe tropezar en nada, todo tiene que entrarle fácilmente, sin necesidad de reflexionar. Lo mejor sería que, con la vista, pudiera abarcar de golpe una página entera. En realidad B. está buscando páginas así. Abre un libro por alguna parte, hacia atrás, hacia delante o por la mitad, y mira una página. La página se defiende. No le gusta entregarse al primer envite. Quiere que uno esté con ella veinte o treinta segundos. Ella lo toma como modestia; él es de otra opinión. Su resistencia le molesta; da la vuelta a la página y, si todavía no está demasiado enfadado, hinca el diente en la página siguiente. Las más de las veces ocurre que se repite la misma experiencia. Esto para él es demasiado, y, con creciente indignación, deja esa parte del libro. La castiga, abriendo por otro pasaje, cien páginas más adelante o más atrás. No deja que se le imponga ninguna página y lee donde le parece. De esta manera va dando saltos por el libro de un lado para otro. Como tiene su manera de tratar los libros, no es de extrañar que se vea a sí mismo como un conocedor más experto que todos estos honrados plebeyos que leen los libros una página tras otra. Realmente, de esta manera llega a tener una idea propia de un libro. Si éste más o menos le dice algo, llega a conocer pasajes de diez o quince páginas, pasajes formados por páginas tomadas de las partes más diversas del libro y siempre en un orden insólito.
De vez en cuando tiene ánimos para salir con sus originales ideas y dejar pasmados a los que le conocen. Con un loco más de método podría llegar a conseguir reputación de espíritu voluntarioso y obstinado. Le bastaría con hacer esto con un poco más de asiduidad, coger un libro al mes, digamos. Para él, naturalmente, es demasiado, y la cosa se queda en dos o tres libros al año. Pero hay además otro obstáculo que no debe silenciarse. Carece totalmente de originalidad en el momento de seleccionar los libros. Sólo le interesan aquellos de los que todo el mundo habla. Primero tienen que haber dado su veredicto unánime todos los críticos reputados de todos los periódicos reputados; primero tiene que ocurrir que este veredicto sea tal que todo el mundo coja este libro y que todo bicho viviente sepa de él; que el nombre del autor se oiga con tanta frecuencia que en cierto modo sea de buen tono conocerlo; luego, y no antes se siente tentado a empezar a hojear.
Pero no empieza enseguida. Va a su librería, que está en la calle más elegante de Londres, donde las duquesas hacen sus compras. Conoce bien al dueño. El es uno de sus mejores clientes. De vez en cuando, el librero, por su cuenta, le manda un libro que podría, interesarle, y aunque ya lo tenga, jamás se lo devuelve. Sin embargo, y sobre todo desde que vive en el mundo del espíritu, prefiere informarse personalmente en la librería. Se hace enseñar este o aquel libro; rechaza éste o aquél con ademán aburrido, sin mirar, y luego, con gesto triunfante, pide el libro del que desde hace quince días habla todo el mundo. Dice el título de un modo aproximado, el nombre del autor no lo sabe bien; no hay que rendir excesivo culto a este tipo de celebridades de todos los días que no pueden gloriarse de generaciones de antepasados. Las más de las veces este libro estaba ya entre los que el librero le había enseñado y que él, de un modo arrogante, había rechazado. Hace falta tener tacto para que no se dé cuenta, porque sabe lo que quiere y quiere que la gente lo note.
Entonces, de un modo negligente y despreocupado, coge el libro bajo el brazo y lo echa en el asiento de su Bently. En casa, en una habitación suntuosa, enorme, en cuyas paredes cuelgan los cuadros de sus antepasados, coloca el libro sobre una gran mesa ovalada en la que, como en un escaparate, se encuentran los libros del mes anterior, los que merecieron especial favor a los ojos de los críticos. Allí está este libro, al lado de sus semejantes, y jamás hay otra cosa. Todo es nuevo y reluciente, y a alguien podría parecerle muy fuera de lugar la nueva edición de una obra antigua que, gracias a los buenos oficios de los suplementos dominicales, ha ido a parar allí. De esta forma ha conseguido poner los libros que están de moda en medio de sus antepasados. Ellos no pudieron saber lo que él tiene aquí; es lo único que en su presencia tiene él y es lo único en lo que les aventaja.
Ahora es cuando puede hacer su selección de entre las obras maestras de la vida moderna. Es capaz de entusiasmarse, pero no es amigo de alabar lo que no le gusta de verdad; porque en sus juicios pone también sinceridad y honradez. En un momento dado, coge el libro que ha adquirido. Lo hace con gran rapidez, como todo lo que hace, con el movimiento decidido de un ave de rapiña. Para empezar, los libros que tienen frases subordinadas quedan excluidos. Para esto tiene una vista de lince y no conoce compasión alguna. Pero depende también un poco del tema. Todo lo que no tenga que ver con él le parece falso. Quiere la verdad; a los autores embusteros los desenmascara rápidamente.
A veces se encuentra con autores que le penetran con la mirada. Si lo hacen de un modo ágil le impresiona. Pero al final acaba buscando una página que se le entregue al primer envite. Si el tema de esta página es él, y si la primera página que abre la capta a la primera ojeada, ya no necesita seguir leyendo. Ha descubierto una obra maestra, su obra maestra, y a partir de este momento lo dirá a todo el mundo.
Es siempre en los hombres falsos en quienes uno pone su esperanza, y si uno lo supiera, no podría seguir viviendo ni un momento más. Por fortuna van llegando continuamente otros distintos; en relación con ellos uno fue tan inocente que ni siquiera puso sus esperanzas. Así continúa la vida por caminos inesperados y sorprendentes.
No hay ningún testimonio más profundo de respeto por la humanidad que la sed de sus mitos, y cuando uno ha leído más de lo que el corazón puede soportar tiene derecho a esperar en la secreta fuerza de este alimento.
La invención del infierno es la más monstruosa de todas las invenciones, y de qué modo después de ella quepa esperar todavía algo bueno de los hombres es difícil de comprender. ¿No van a tener que estar inventando siempre infiernos?