Mesas cuadradas: la seguridad en nosotros mismos que nos infunden; como si, aliados en grupos de cuatro, estuviéramos solos.
Qué significa que estás hecha de barro, dijo Adán a Eva; y la apartó. Soy tu costilla, dijo ella, mi barro procede del tuyo. El no la creyó y mordió la manzana. Entonces supo que ella decía la verdad; la tomó en brazos y la regaló a la serpiente.
Nombres desnudos sujetos con una correa; los llevan mujeres fastuosamente vestidas: hombres falderos, corno pequineses.
Todos los consejos que él ha dado y todos los aconsejados en persona salen a escena. Actúan como él les había aconsejado, pero unos con otros, una comunidad viviente. Al final, al verlos a todos juntos, se da cuenta de lo que él quería.
El hombre que sólo mira a mujeres que le resultan especialmente desagradables, pero que las mira como si le gustaran. Su destino.
El gesto del verdadero idiota que no puede ser de otra manera me conmueve tanto como el del Todopoderoso.
Su sueño: saber todo lo que sabe y, sin embargo, no saberlo todavía.
Contando todos los amigos que tiene se encuentra a sí mismo ; después de sumar, restar, multiplicar y dividir… el resultado, la suma, es, de un modo inesperado, él. ¿Los ha escogido de tal manera que el resultado no ha podido ser otro? ¿Tantos y este viejo resultado?
El mar no está nunca solo.
Cómo le gustaría estar en un mundo en el que él no existiera.
Algunas expresiones del inglés me resultan profundamente odiosas; por ejemplo, cuando de un hombre se dice: He is a failure», porque no ha llegado a ser nada especial. Y luego ¡a quién se aplica esta frase! P., que tiene muchos de estos rasgos ingleses, dijo una vez hablando de Benjamín Constant: «He was a failure». Sí, ¿quién no lo fue? ¿No ha vivido todo el mundo en vano? ¿Y no han muerto todos?
La camarera larguirucho que, moviendo los dedos, se exhorta a misma sobre unos encargos que podría olvidar. «Ahora voy», mueve la cabeza en un gesto de asentimiento y mira furtivamente hacia unos dedos que tiene estirados. Luego otros dedos corroboran aquello que le han recordado los primeros; y es completamente feliz de haber llegado a este convenio consigo misma. No son los otros los que la mandan de un lado para otro y le dan órdenes; oye una cosa y consulta tranquilamente consigo misma; es la que decide cuando un dedo replica a otro y cuida de que no peleen unos con otros. Cuando la gente se impacienta abre toda la mano y entonces uno sabe que no hay nada que hacer: los dedos, sin más, se niegan a consultar unos con otros.
Las mujeres más tontas: las que vienen a contarlo todo inmediatamente, al primero que las escucha; sin embargo, esto que cuentan todavía no ha ocurrido del todo.
El hombre que, para que lo alaben, está dispuesto a todo; lo único que hay que hacer es decirle con suficiente frecuencia lo bueno que él es. Está dispuesto a cometer un crimen para que le digan que es bueno.
Sólo lo inesperado hace feliz; pero tiene que chocar con muchas cosas esperadas y dispersarlas.
De Hobbes sigue atrayéndome todo: el coraje de su espíritu, que es el coraje de un hombre lleno de miedo; su erudición, segura y autoritaria, que con un instinto sin par, intuye qué es lo que tiene que confrontar dentro de sí mismo y qué es lo que debe abandonar como vacío y esquilmado; su contención que le permite guardar para sí, a lo largo de decenios, ideas maduras y vigorosas, y determinar por su cuenta, sin dejarse influir por nada y de un modo despiadado, el momento propicio para tales ideas; el gusto por sentirse rodeado por este anillo de enemigos – él, que es su propio partido, que, si bien hace creer a algunos que van a poder utilizarle, no obstante sabe defenderse de todo abuso y, sin buscar jamás un poder mezquino, hace exactamente aquello que sus ideas aprueban -; su firmeza al lado de un espíritu tan lleno de vitalidad y frescor; su desconfianza frente a los conceptos – ¿qué otra cosa es su «materialismo? – y también su avanzada edad. A veces me pregunto si en mi debilidad por él no jugarán un papel excesivo estos noventa y un años de vida que Hobbes alcanzó. Porque con los resultados de su pensamiento, como tal, casi nunca estoy de acuerdo; su superstición matemática no me dice nada, y justo su visión personal del poder es lo que yo quiero destruir.
Pero me fío de él; los procesos de su vida y de su pensamiento me parecen auténticos. Es el contrincante que estoy oyendo; jamás me aburre, y admiro la penetración y la fuerza de su lenguaje. La superstición conceptual de algunos filósofos posteriores a él me resulta mil veces más desagradable que su superstición matemática. Me fío de él y me fío de sus años. Deseo para mí, es cierto, tantos años como él tuvo, porque de otro modo, ¿cómo voy a conseguir la misma firmeza en mis vivencias fundamentales, el mismo examen, el mismo afianzamiento y la misma ratificación?; estas vivencias son hoy las mismas para todo el mundo; lo único que hay que hacer es darles tiempo para que le penetren a uno del todo.
Un hombre que jamás ha recibido una carta.
El infierno del ladrón es el miedo a los ladrones.
Durante toda la cena, la ancianísima señora estuvo hablando de espíritus. La cena fue larga. Intenté envidiarla por sus experiencias. ¿Por qué ningún espíritu se ha preocupado de mí todavía? Quise desviar la conversación, simplemente por llevar la contraria. Ella no cejaba. Una guía de teléfonos había sido cambiada de sitio. Encontraron una serie de zapatos sobre una cama. Todo esto me pareció pobre. Me hubiera gustado más que el espíritu hubiera revuelto nombres y direcciones en la guía telefónica, porque darle a una cosa un puntapié, nada más, es algo que yo también puedo hacer. Pero lo que literalmente me avergonzó fueron los zapatos encima de la cama. ¿Por qué no habían preferido salir de paseo todos ellos, cada uno en una dirección distinta? Escuchaba a regañadientes. El espíritu no había tenido ninguna ocurrencia especial. La ancianísima señora, que notó mi desengaño, pasó a hablar de otra cosa. Al fin la dejé; estaba cansado. Pasaron horas hasta que no caí en la cuenta de que ella misma era el espíritu. Se preparaba para su futura carrera. Explicaba sus planes.
Un nochario en el cual no hay ni una línea que haya sido escrita de día. Paralelamente, un verdadero diario en el que todo ha sido escrito de día. Mantener separados los dos durante unos cuantos, no compararlos nunca ni mezclarlos.
Su confrontación final.