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Mi aversión por los romanos, como observo con pasmo, tiene que ver con su indumentaria. Me imagino siempre a los romanos como los veíamos de niños, en los grabados. El carácter estatuario de su túnica – sobre todo que uno se los imagina sólo de pie, tumbados o luchando – es molesto. El mármol y las coronas que se ven en las pinturas que representan solemnidades tienen su parte en esto. A estos romanos les gusta perdurar y se preocupan de que su nombre sobreviva en piedra, pero ¡qué vida es ésta que quiere perdurar! Nuestro alegre ir y venir les parecería cosa de esclavos, y si, de repente, se encontraran entre nosotros, se considerarían nuestros señores naturales. Su vestimenta tiene la seguridad del mando. Expresa una dignidad absoluta, pero ninguna humanidad. Tiene mucho de la piedra; y no hay indumentaria que esté más lejos de la piel viviente del animal; es esto precisamente lo que en aquélla me parece inhumano. Los muertos pliegues son siempre como una ceremonia puntual, y cada uno de ellos es como los demás, y a todos los llevan con ligereza a dondequiera que van. ¡Cómo se alegra mi corazón cada vez que veo a un grupo de esquimales bajar de sus botes! ¡Cómo los quiero así que los veo y cómo me avergüenza ver que me separan tantas cosas de ellos y que entre ellos jamás me sentiré realmente como uno más! El romano, en cambio, se le acerca a uno frío y extraño y enseguida quiere darle alguna orden. Tiene infinidad de esclavos que se lo hacen todo, pero no para que él pueda hacer algo mejor o más complicado, sino para poder dar órdenes siempre que le venga en gana ¡Y qué órdenes! jamás se ha tramado bajo el sol una ridiculez que un romano u otro, sediento de mando, no se la haya apropiado y que por el hecho de haberla mandado llevar a cabo no la haya convertido en una ridiculez todavía mayor. ¡Pero la indumentaria! ¡La indumentaria! La indumentaria tiene parte de culpa. La orla de púrpura que indica el rango. El modo como la túnica cae hasta los pies sin que con algunas arrugas especiales, pida excusas por esta brusquedad. Todo cubierto de pliegues y de órdenes y todo se hace tan intocable. ¡El espacio que un romano necesita para tropezar! ¡Esta segura superioridad! ¡Estos derechos, este poder! ¿Para qué?

La historia de los romanos es la razón particular más importante para eternizar las guerras. Sus guerras se han convertido en el auténtico modelo del éxito. Para las culturas son el ejemplo de los imperios; para los bárbaros, el ejemplo del botín. Pero como en cada uno de nosotros se encuentran las dos cosas, cultura y barbarie, es posible que la Tierra sucumba por culpa de la herencia de los romanos.

¡Qué desgracia que la ciudad de Roma haya seguido viviendo después de que su imperio se hiciera añicos! ¡Que el Papa la haya continuado! ¡Que emperadores vanidosos pudieran llevarse el botín de sus ruinas vacías y en ellas el nombre de Roma! Roma venció al Cristianismo al convertirse ella en la Cristiandad. Cada caída de Roma, no fue más que una nueva guerra de grandes proporciones. Cada conversión a Roma, en los confines más alejados del mundo, la continuación de los pillajes de la época clásica. ¡América, descubierta para dar vida a la esclavitud! España, como provincia de Roma, la nueva señora del mundo. Luego la renovación de las razzias germánicas del siglo xx. Sólo que los módulos aumentaron hasta adquirir proporciones gigantescas; en lugar del Mediterráneo, la Tierra entera tomó parte en esta renovación, y el número de personas a las que alcanzó esta aniquilación se multiplicó por cien. De ahí que fueran precisos veinte siglos de Cristianismo para darle a la vieja y desnuda idea de Roma una túnica con que cubrir sus vergüenzas y una conciencia moral para sus momentos bajos. Hela aquí ya completa y pertrechada con todas las fuerzas del alma. ¿Quién va a destruirla? ¿Es indestructible? ¿Es exactamente su ruina lo que la Humanidad se ha conquistado con mil esfuerzos y fatigas?

Estamos agradecidos a nuestros antepasados porque no los conocemos.

En cada pensamiento lo importante es lo que éste no dice, hasta qué punto ama esto que no dice y hasta qué punto se acerca a ello sin tocarlo.

Ocurre también que algunas cosas se dicen para que no se puedan volver a decir nunca más. De esta especie son los pensamientos atrevidos; al repetirlos muere su atrevimiento. El rayo no debe caer dos veces en el mismo sitio. Su tensión es su bendición; su luz, en cambio, es sólo algo fugaz y huidizo. Allí donde surge un fuego, este fuego ya no es el rayo.

Los pensamientos que se ensamblan formando un sistema son despiadados. Van excluyendo poco a poco aquello que no dicen y luego lo dejan detrás de sí hasta que se muere de sed.

Uno desea que de todo el mundo los que menos se ocupen de la antigua Roma sean los italianos. Ellos la han sobrevivido.

El viento, lo único libre de la civilización.

Desde que tienen que saber más, los poetas se han vuelto mala gente.

Únicamente en el exilio se da uno cuenta de hasta qué punto el mundo ha sido siempre un mundo de proscritos.

Qué astucias, qué subterfugios, qué pretextos y falacias no emplearíamos sólo para que un muerto volviera a vivir.

El inglés quiere llegar a un juicio exigido por las circunstancias y no quiere hacer una lista de juicios abstractos. Para él, el pensar es una manera inmediata de ejercer el poder. El pensar por el pensar le resulta sospechoso y le repugna; para él el pensador es siempre un extraño, y sobre todo en su propia lengua. Le gusta buscarse un círculo reducido en el que sus propios pensamientos sean superiores, y en él, realmente, no tenga que someterse a nadie. El que ha puesto sus miras en muchos de estos círculos le resulta desagradable al inglés; husmea en él a un conquistador sediento de tierras y no le falta razón. Le resultan enigmáticos los hombres que no persiguen nada con su saber. Estos, si no quieren resultar ridículos en este país, prefieren mantener escondida su luz.

La esencia de la vida inglesa es la autoridad repartida y la inevitable repetición. Precisamente porque la autoridad es tan importante tiene que ocultar su omnipotencia con disfraces y tiene que meterse en frases modestas. El más mínimo abuso lo notan enseguida los demás y lo rechazan de un modo frío y decidido, aunque cortés. Las fronteras, como expresión de lo permitido, en ningún sitio son tan seguras como aquí, y en definitiva, ¿qué es una isla sino un país claramente delimitado? La repetición, sin embargo, le da a la vida de este país su infinita seguridad; los años se han ramificado hasta llegar a los más mínimos detalles de la existencia, y no es sólo en el tiempo donde volverá a ser todo como fue ya mil veces.

La tristeza ya no le inspira palabras cálidas, se ha vuelto fría y dura como la guerra. ¿Quién hay que pueda quejarse todavía? En tanques y bombarderos hay un número fijo y calculado de criaturas que aprietan botones y que saben perfectamente por qué. Lo hacen todo bien. Cada uno de ellos sabe más que el senado romano entero. Ninguno de ellos sabe nada. Algunos no sucumbirán a esto y en un tiempo inimaginablemente lejano que se llama paz les programarán de nuevo para otros trabajos.

Un sentimiento angustioso de extrañeza al leer a Aristóteles. En el primer libro de la Política, que defiende de todas las maneras posibles la esclavitud, a uno le parece estar leyendo el Matens maleficarum . Otro aire, otro clima y un orden completamente distinto. El modo como hasta nuestros días la ciencia depende de las clasificaciones de Aristóteles se le convierte a uno en una pesadilla cuando entra en contacto con la parte «anticuada» de aquellas opiniones que comportan las otras, las que todavía son válidas. Podría ser muy bien que el mismo Aristóteles – cuya autoridad tuvo la culpa del estancamiento que la ciencia natural experimentó durante la Edad Media -, así que se produjo la quiebra de su autoridad, siguiera ejerciendo su nefasta influencia de una forma nueva. Llama la atención hasta qué punto la yuxtaposición de los modernos quehaceres científicos, la frialdad que encierra esta yuxtaposición, la especialización de las distintas ramas del saber tienen mucho de aristotélico. El carácter especial de su ambición ha determinado la estructura de nuestras universidades. La investigación como fin en sí misma, tal como él la practica, no es algo realmente objetivo: para el investigador supone sólo no dejarse arrastrar por ninguna de sus empresas. Excluye el entusiasmo y la transformación del hombre. Quiere que el cuerpo no se dé cuenta de lo que hacen las puntas de los dedos. Todo lo que uno es lo es independientemente del modo como hace ciencia. Lo único que en realidad es legítimo es la curiosidad y una forma especial de disponibilidad que hace sitio a todo lo que la curiosidad almacena. El ingenioso sistema de casilleros que uno ha montado en sí mismo se llena con todo aquello que la curiosidad señala. Basta que se haya encontrado algo para que tenga que entrar allí, y en su casillero tiene que estar en silencio, como si estuviera muerto. Aristóteles es un omnívoro; le demuestra al hombre que no hay nada que no se pueda comer, basta con que sepamos meterlo en su sitio. Las cosas que se encuentran en sus colecciones, tanto si están vivas como si no lo están, son única y exclusivamente objetos y sirven para algo, aunque se pueda demostrar que son altamente dañinas.

En él, pensar es antes que nada compartimentar. Tiene un gran sentido para las clases, lugares, relaciones de parentesco, y algo así como un sistema de clases es lo que él introduce en todo lo que investiga. En sus compartimentaciones lo que le importa es la uniformidad y la pulcritud, mucho más que el hecho de que tales compartimentaciones, estén bien. Es un pensador carente de capacidad para el sueño (todo lo contrario de Platón); el desprecio que le merecen los mitos lo exhibe de un modo claro y manifiesto; incluso los poetas son para él algo útil; si no es así no los valora. Hoy en día sigue habiendo hombres que no son capaces de acercarse a un objeto sin aplicarle sus compartimentaciones, y más de uno cree que en los casilleros y en los cajones de Aristóteles las cosas aparecen con mayor claridad cuando, realmente, lo único que ocurre es que allí están más muertas.

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