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Ohdiosmio.

– Es lo mismo que me ha dicho Ronald DeChooch.

Morelli miró alrededor.

– No le he visto al llegar. No sabía que Ronald y Loretta Ricci se movieran en los mismos círculos.

– Puede que Ronald esté aquí por el mismo motivo por el que están Ziggy, Benny y Tom Bell.

La señora Dugan vino hacia nosotros, toda sonrisas.

– Enhorabuena -dijo-. Me he enterado de la boda. Estoy muy emocionada por vosotros. Y tenéis mucha suerte de haber conseguido el Salón de la PNA para el banquete. Tu abuela debe de haber tocado algunos palos para lograrlo.

¿El Salón de la PNA? Miré a Morelli y puse los ojos en blanco y él me dedicó una silenciosa sacudida de cabeza.

– Discúlpeme -le dije a la señora Dugan-. Tengo que encontrar a la abuela Mazur.

Bajé la cabeza y embestí a la multitud en busca de la abuela.

– La señora Dugan acaba de decirme que hemos alquilado el Salón de la PNA para el banquete -le susurré audiblemente-. ¿Es cierto?

– Lucille Stiller lo tenía alquilado para el cincuenta aniversario de boda de sus padres y su madre murió anoche. En cuanto nos enteramos nos lanzamos a pillarlo. ¡Estas cosas no pasan todos los días!

– No quiero dar un banquete en el Salón de la PNA.

– Todo el mundo quiere dar su banquete en el Salón de la PNA -dijo la abuela-. Es el mejor sitio del Burg.

– No quiero dar un gran banquete. Quiero una fiesta en el jardín de casa.

O nada en absoluto. ¡Si ni siquiera sé si va a haber boda !

– ¿Y si llueve? ¿Dónde vamos a meter a toda esa gente?

– No quiero que haya mucha gente.

– Deben de ser unos cien sólo de la familia de Joe -dijo la abuela.

Joe estaba detrás de mí.

– Me va a dar un ataque de pánico -le dije-. No puedo respirar. La lengua se me está inflamando. Me voy a asfixiar.

– Puede que asfixiarte sea lo mejor que te pueda pasar -dijoJoe.

Miré el reloj. Al velatorio todavía le quedaba hora y media.

Con mi suerte, en cuanto me fuera él entraría.

– Necesito aire -dije-. Me voy fuera un par de minutos.

– Todavía no he hablado con alguna gente -dijo la abuela-. Luego te veo.

Joe me siguió afuera y nos quedamos en el porche, respirando el aire del exterior, encantados de huir de los claveles y disfrutando del humo de los coches. Las farolas estaban encendidas y en la calle había un flujo constante de tráfico. Detrás de nosotros, la funeraria emitía un ruido festivo. No era música rock, pero sí muchas conversaciones y risas. Nos sentamos en un escalón y miramos el tráfico en silencio compartido. Allí estábamos, tan tranquilos, cuando el Cadillac blanco pasó por delante.

– ¿Era Eddie DeChooch? -le pregunté a Joe.

– A mí me lo ha parecido -dijo él.

Ninguno de los dos se movió. No podíamos hacer gran cosa al respecto. Nuestros coches estaban aparcados a dos manzanas.

– Deberíamos hacer algo para arrestarle -le dije a Joe.

– ¿Qué se te ocurre?

– Bueno, ahora ya es demasiado tarde, pero podías haberle pegado un tiro en una rueda.

– Lo recordaré la próxima vez.

Cinco minutos más tarde seguíamos allí y DeChooch volvió a pasar.

– ¡Jesús! -dijo Joe-. ¿Qué le pasa a ese tío?

– A lo mejor está buscando un sitio para aparcar.

Morelli se levantó.

– Voy a por la camioneta. Tú entra y díselo a Tom Bell.

Morelli se fue y yo fui a buscar a Bell. En las escaleras me crucé con Myron Birnbaum. Un momento. Myron Birnbaum se iba. Dejaba libre la plaza de su coche y DeChooch estaba buscando donde aparcar. Y conociendo a Myron Birnbaum, podía asegurar que había aparcado cerca. No tenía más que vigilar el sitio de Birnbaum hasta que apareciese DeChooch. Él aparcaría y yo le atraparía. Caramba, qué lista era.

Seguí a Birnbaum y, tal y como yo esperaba, había aparcado en la esquina, a tres coches de la funeraria, limpiamente encajado entre un Toyota y un Ford SUV. Esperé a que saliera, me coloqué en el espacio vacío y empecé a echar a la gente que intentaba aparcar. Eddie DeChooch apenas veía más allá del parachoques de su coche, así que no tenía que preocuparme porque me reconociera de lejos. Mi plan era guardarle el sitio y, en cuanto viera el Cadillac, esconderme detrás del SUV.

Oí unos tacones repiqueteando en el pavimento y, al volverme, vi a Valerie trotando hacia mí.

– ¿Qué está pasando? -dijo Valerie-. ¿Le estás guardando el sitio a alguien? ¿Quieres que te ayude?

Una anciana conduciendo un Oldsmobile de diez años se paró cerca del sitio reservado y puso la luz de giro a la derecha.

– Lo siento -dije con un gesto para que se fuera-, este sitio está ocupado.

La anciana respondió con un gesto para que yo me quitara de su camino.

Negué con la cabeza.

– Inténtelo en el aparcamiento.

Valerie estaba a mi lado, agitando los brazos, igual que uno de esos tíos que guían los aviones en las pistas. Iba vestida casi exactamente igual que yo, con la única diferencia de una ligera variación cromática. Sus zapatos eran de color lila.

La anciana me tocó la bocina y empezó a avanzar hacia la plaza de aparcamiento. Valerie retrocedió de un salto, pero yo me puse las manos en las caderas, le lancé a la mujer una mirada feroz y me negué a moverme.

Había otra anciana en el asiento del pasajero. Ésta bajó su ventanilla y sacó la cabeza.

– Éste es nuestro sitio.

– Es una operación policial -dije-. Tendrán que aparcan en otro sitio.

– ¿Es usted agente de policía?

– Soy de fianzas.

– Exacto -dijo Valerie-. Es mi hermana y es agente de libertad bajo fianza.

– Ser de Fianzas no es lo mismo que ser de la Policía -dijo la mujer.

– La policía está en camino -le dije.

– A mí me parece que eres una fresca. Yo creo que le estás reservando el sitio a tu novio. Ningún policía se vestiría como tú.

El Oldsmobile ya tenía una tercera parte dentro del aparcamiento y la parte de atrás bloqueaba la mitad de la calle Hamilton. Con el rabillo del ojo vi un destello blanco y antes de que pudiera reaccionar DeChooch había chocado con el Oldsmobile. El Oldsmobile dio un salto adelante y se estrelló contra la trasera del SUV, pasando a un centímetro de mí. El Cadillac maniobró a toda prisa para separarse de la parte trasera izquierda del Oldsmobile y vi a DeChooch intentando recuperar el control. Se volvió y me miró directamente. Durante un instante todos parecimos estar suspendidos en el tiempo, y luego salió corriendo.

¡Puñetas!

Las dos ancianas abrieron con esfuerzo las puertas del Oldsmobile y salieron como pudieron.

– ¡Mira mi coche! -dijo la conductora revoloteando a mi alrededor-. ¡Está hecho una ruina! Ha sido por tu culpa. Lo has hecho tú. ¡Te odio!

Y me pegó con el bolso en el hombro.

– !Ay! -dije-. Eso duele.

Era unos centímetros más baja que yo, pero me ganaba en algunos kilos. Tenía el pelo corto y con la permanente recién hecha. Parecía tener unos sesenta años. Llevaba los labios pintados de rojo brillante, se había dibujado las cejas con lápiz negro y las mejillas iban decoradas con manchones de colorete rosado. Definitivamente, no era del Burg. Probablemente del barrio de Hamilton.

– He debido atropellarte cuando tenía la oportunidad -dijo.

Me volvió a pegar con el bolso y esta vez se lo agarré por el asa y se lo arranqué de la mano.

Oí a Valerie dar un gritito de sorpresa detrás de mí.

– ¡Mi bolso! -chilló la mujer-. ¡Ladrona! ¡Socorro! ¡Me ha robado el bolso!

Alrededor de nosotras se había empezado a formar una multitud. Conductores y asistentes al funeral. La anciana asió a uno de los hombres que estaba en la primera fila.

– Me ha robado el bolso. Ha provocado el accidente y ahora me roba el bolso. Llame a la policía.

La abuela se abrió paso entre la gente.

– ¿Qué ha pasado? Acabo de llegar. ¿Por qué todo este escándalo?

– Me ha robado el bolso -dijo la anciana.

– Mentira -contesté yo.

– Verdad.

– ¡Mentira!

– ¡Verdad! -dijo la mujer, y me dio un empujón en el hombro.

– No le ponga la mano encima a mi nieta -dijo la abuela.

– Eso. Y además es mi hermana -contribuyó Valerie.

– Métanse en sus asuntos -gritó la anciana a la abuela y a Valerie.

La mujer empujó a la abuela y la abuela le devolvió el empujón y, de repente, se estaban dando de bofetadas la una a la otra, con Valerie chillando a su lado.

Me adelanté para separarlas y, en medio de aquella confusión de brazos volando y gritos amenazadores, alguien me dio un golpe en la nariz. Mi campo de visión se llenó de lucecitas parpadeantes y caí sobre una rodilla. La abuela y la otra mujer dejaron de pegarse y me ofrecieron pañuelos de papel y consejos para cortar la sangre que manaba de mi nariz.

– Que alguien pida una ambulancia -gritó Valerie-. Llamad al uno uno dos. Traed un médico. Llamad al enterrador.

Llegó Morelli y me ayudó a levantarme.

– Creo que podemos tachar el boxeo de la lista de posibles profesiones alternativas.

– Empezó esa anciana.

– Por cómo te sangra la nariz yo diría que también lo ha terminado.

– Un golpe de suerte.

– Me he cruzado con DeChooch en dirección contraria a cien por hora -dijo Morelli-. No he podido girar a tiempo para seguirle.

– Es la historia de mi vida.

Cuando me dejó de sangrar la nariz Morelli nos metió a la abuela, a Valerie y a mí en mi CR-V y nos siguió hasta casa de mis padres. Allí se despidió de nosotras agitando las manos, para no estar presente cuando mi madre nos viera. Yo tenía manchas de sangre en la blusa y la falda de Valerie. La falda tenía, además, un pequeño desgarrón. La rodilla estaba desollada y sangrando. Y uno de mis ojos empezaba a ponerse morado. La abuela estaba más o menos en la misma condición, sin el ojo morado y la falda rasgada. Y algo le había pasado en el pelo, que se le había puesto de punta, lo que hacía que se pareciera a Don King.

Como las noticias vuelan en el Burg, cuando llegamos a casa mi madre ya había recibido seis llamadas de teléfono sobre el asunto y conocía hasta el menor detalle de la escaramuza. Cuando entramos en casa apretó la boca con fuerza y fue a por hielo para mi ojo.

– No ha sido para tanto -le dijo Valerie a mi madre-. Los de urgencias dijeron que no creían que Stephanie se hubiera roto la nariz. De todas maneras, tampoco pueden hacer gran cosa cuando te rompes la nariz, ¿verdad, Stephanie? Tal vez ponerte una tirita -le quitó la bolsa de hielo de las manos a mi madre y se la puso ella en la cabeza-. ¿Hay alguna bebida alcohólica en casa?

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