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Nancy captó en su voz una nota de astucia muy sospechosa. Danny detestaba rendirse a ella y quería ahondar la separación. Nancy se resistía a propocionarle aquella satisfacción, pero la curiosidad se sobrepuso a la cautela.

– ¿De qué coño hablas?

– Siempre dijo que los hijos de los ricos salían malos hombres de negocios, porque no habían pasado hambre. Estaba muy preocupado por ese motivo… Pensaba que echarías por tierra todo cuanto él había conseguido.

– Nunca me dijo nada parecido -replicó ella, suspicaz.

– Por eso arregló las cosas para que os pelearais. Te preparó para que tomaras el control después de su muerte, pero nunca te puso en el puesto, y le dijo a Peter que su trabajo consistiría en dirigir la empresa. De esta forma tendrías que enfrentarte con él, y el más fuerte vencería.

– No me lo creo -dijo Nancy, sin tanta seguridad como aparentaba. Danny estaba irritado porque había dado al traste con sus planes, y reaccionaba de manera desagradable para desahogarse. Sin embargo, eso no demostraba que estuviera mintiendo. Nancy sintió un escalofrío.

– Puedes creer lo que te dé la gana -continuó Danny-. Te estoy diciendo lo que tu padre me contó.

– ¿Papá le dijo a Peter que le quería en el puesto de presidente?

– Por supuesto. Si no me crees, pregúntaselo a Peter.

– Si no te creo a ti, tampoco voy a creer a Peter.

– Nancy, te conocí cuando tenías dos días -dijo Danny, con voz cansada-. Te he conocido durante toda tu vida y la mayor parte de la mía. Eres una buena persona, de carácter fuerte, como tu padre. No quiero discutir contigo de negocios o de lo que sea. Lamento haber sacado el tema a colación.

Ahora sí que le creyó. Su voz delataba auténtico pesar, lo cual parecía demostrar que era sincero. Esta revelación la conmocionó. Se sintió débil y algo aturdida. Calló unos momentos, intentando recobrar la serenidad.

– Supongo que nos veremos en la junta de accionistas -dijo Dany.

– Muy bien.

– Adiós, Nancy.

– Adiós, Danny.

Nancy colgó.

– ¡Por Dios que has estado brillante! -dijo Mervyn. Ella esbozó una sonrisa.

– Gracias.

Mervyn lanzó una carcajada.

– Me refiero a la forma en que le manejaste…, sin darle la menor oportunidad. El pobre diablo ni siquiera sabía de dónde venían los tiros…

– Cierra el pico -dijo Nancy.

Mervyn la miró como si le hubiera abofeteado.

– Como quieras -respondió, tirante.

Nancy se arrepintió al instante.

– Perdóname -dijo, acariciándole el brazo-. Al final, Danny ha dicho algo que me ha dejado de una pieza.

– ¿Quieres contármelo? -preguntó Mervyn con cautela.

– Ha dicho que mi padre preparó de antemano este enfrentamiento entre Peter y yo para que el más fuerte se hiciera con el control de la empresa.

– ¿Y le has creído?

– Sí, y eso es lo peor. Tal vez sea cierto. Nunca lo había pensado, pero explica muchas cosas sobre mi hermano y yo.

Mervyn cogió su mano.

– Estás apenada.

– Sí. -Nancy le acarició los escasos pelos negros que crecían sobre sus dedos-. Me siento como un personaje de película, interpretando un papel que ha sido escrito por otra persona. He sido manipulada durante años, y me duele ni siquiera estoy segura de querer ganar esta batalla contra Peter, sabiendo que fue arreglada de antemano hace mucho tiempo.

Él asintió con la cabeza, comprendiendo sus sentimientos -¿Qué te gustaría hacer?

Nancy supo la respuesta en cuanto Mervyn terminó de formular la pregunta.

– Me gustaría escribir yo misma el guión; eso es lo que me gustaría hacer.

20

Harry Marks era tan feliz que apenas podía moverse.

Yacía en la cama recordando cada momento de la noche: el súbito estremecimiento de placer cuando Margaret le había besado; la angustia cuando había reunido el coraje para dar el paso decisivo; la decepción cuando ella le rechazó; y el asombro y placer que experimentó cuando Margaret se introdujo en su litera como un conejito zambulléndose en su madriguera.

Se encogió al recordar su reacción cuando ella le tocó. Siempre le ocurría la primera vez que estaba con una chica; no había logrado remediarlo. Era humillante. Una chica se había burlado de él. Por suerte, Margaret no se sintió disgustada o frustrada. Al contrario, aún se excitó más. En cualquier caso, Margaret fue feliz al final. Y él también.

Apenas daba crédito a su suerte. No era inteligente, no tenía dinero y no procedía de la clase social adecuada. Era un completo fracaso, y lo sabía. ¿Qué veía la joven en él? No era un misterio qué le atraía a él de ella: era bonita, adorable, tierna y vulnerable; y, por si no era suficiente, poseía el cuerpo de una diosa. Cualquiera se enamoraría de ella. Pero ¿él? No era mal parecido, desde luego, y sabía vestir, pero presentía que estas cosas no influían para nada en Margaret. Sin embargo, él la intrigaba. Consideraba su estilo de vida fascinante, y él sabía muchas cosas que ella desconocía, sobre la vida de la clase obrera en general y de los bajos fondos en particular. Harry suponía que le veía como una figura romántica, como Pimpinela Escarlata, o algún tipo de proscrito, como Robin de los Bosques o Billy el Niño, o un pirata. Le había agradecido extraordinariamente que le apartara la silla en el comedor, algo trivial que Harry había hecho sin pesar, pero que significaba muchísimo para ella. De hecho, estaba seguro de que en ese momento se había enamorado él. Las chicas son raras, pensó, encogiéndose mentalmente de hombros. En cualquier caso, ya no importaba el origen la atracción; en cuanto se desnudaron, lo demás fue pura química. Nunca olvidaría la visión de sus pechos a la escasa luz que se filtraba por la cortina, de pezones tan pequeños y pálidos que apenas se distinguían, la mata de vello castaño entre sus piernas, las pecas de su garganta…

Y ahora iba a correr el riesgo de perderlo todo. Iba a robar las joyas de su madre.

No era algo despreciable para una chica. Sus padres estaban enfadados con ella, ella debía creer que sería parte la herencia. En cualquier caso, sufriría una conmoción terrible. Robar a alguien era como una bofetada en plena cara, no hacía mucho daño, pero encolerizaba sobremanera. Podía significar el fin de su relación con Margaret.

Pero el conjunto Delhi estaba aquí, en el avión, en la bodega de equipajes, a pocos pasos de donde él se encontraba las joyas más hermosas del mundo, que valían una fortuna suficientes para que viviera sin problemas por el resto de vida.

Anhelaba sostener aquel collar en sus manos, regalar los ojos con el rojo inmaculado de los rubíes birmanos y acariciar los diamantes faceteados.

Habría que destruir las monturas, por supuesto, y romper el juego, en cuanto lo vendiera. Era una tragedia, aunque inevitable. Las piedras sobrevivirían, y terminarían convertidas en otro juego de joyas sobre la piel de la esposa de algún millonario. Y Harry Marks compraría una casa.

Sí, eso era lo que iba a hacer con el dinero. Comprar una casa de campo, en Estados Unidos, tal vez en la zona que llamaban Nueva Inglaterra, fuera cual fuera su ubicación. Ya la veía, con sus jardines y árboles, los invitados del fin de semana vestidos con pantalones blancos y sombreros de paja, y su mujer bajando por la escalera de roble con pantalones y botas de montar…

Pero su mujer tenía la cara de Margaret.

Ella se había marchado al amanecer, deslizándose por las cortinas cuando nadie podía verla. Harry había mirado por la ventana, pensando en ella, mientras el avión sobrevolaba los bosques de abetos de Terranova y aterrizaba en Botwood. Margaret dijo que se quedaría a bordo durante la escala y dormiría una hora; Harry dijo que haría lo mismo, aunque no albergaba la menor intención de dormir.

Vio una multitud de personas que abordaban la lancha, protegidas con abrigos: la mitad de los pasajeros y casi toda la tripulación. Ahora, mientras la mayoría del pasaje dormía, tendría la oportunidad de acceder a la bodega. Las cerraduras de las maletas no le supondrían grandes dificultades. El conjunto Delhi no tardaría en pasar a sus manos.

Sin embargo, no cesaba de preguntarse si los pechos de Margaret eran las joyas más preciosas de las que jamás se había apoderado.

Se conminó a ser realista. Ella había pasado una noche con él, pero ¿volvería a verla después de bajar del avión? Había oído rumores acerca de que los «romances de barco» eran muy efímeros; a bordo de un avión aún lo serían más. Margaret anhelaba con desesperación dejar a sus padres y llevar una vida independiente, pero ¿lo conseguiría algún día? Muchas chicas ricas acariciaban la idea de la independencia, pero, en la práctica, muy pocas renunciaban a una vida de lujos. Aunque Margaret era sincera al cien por ciento, no tenía ni idea de cómo vivía la gente normal, y cuando la probara no le gustaría.

No, era imposible predecir qué haría. Las joyas, por el contrario, eran muy fiables.

Todo sería más sencillo si se tratara de una elección radical. Si el diablo se le acercara y dijera «Puedes elegir entre quedarte con Margaret o robar las joyas», se decantaría por Margaret. Sin embargo, la realidad era mucho más compleja. Podía olvidar las joyas y perder a Margaret. O conseguir ambos trofeos.

Toda la vida se había arriesgado.

Decidió apostar por ambas cosas.

Se levantó.

Se puso las zapatillas y la bata y paseó la vista a su alrededor. Las cortinas seguían corridas sobre las literas de Margaret y su madre. Las otras tres, la de Percy, la de lord Oxenford y la del señor Membury, estaban vacías. No había nadie en el salón, a excepción de una mujer de la limpieza, que se cubría la cabeza con un pañuelo. Habría subido en Botwood y vaciaba los ceniceros con movimientos perezosos. La puerta que daba al exterior estaba abierta, y el frío aire marino remolineó alrededor de los tobillos desnudos de Harry. En el compartimento número 3, Clive Membury conversaba con el barón Gabon. Harry se preguntó de qué estarían hablando, ¿quizá de chalecos? Más atrás, los mozos estaban transformando las literas en otomanas. En todo el avión reinaba una atmósfera de languidez.

Harry siguió adelante y subió la escalera. Como de costumbre, no había preparado ningún plan, ni excusas, ni tenía idea de qué iba a hacer si le sorprendían. Consideraba que trazar proyectos de antemano y anticipar errores le ponía demasiado nervioso. Incluso cuando improvisaba, como ahora, la tensión le dejaba sin aliento. Cálmate, se dijo, lo ha hecho cientos de veces. Si sale mal, ya te inventarás algo, como de costumbre.

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