Habían desmontado las literas, transformándolas otra vez en una otomana. Mervyn estaba sentado, afeitado y vestido con su traje gris y la camisa blanca.
– Mira por la ventana -dijo-. Casi hemos llegado.
Nancy miró y vio tierra. Volaban a escasa altura sobre un espeso bosque de pinos, atravesado por ríos plateados. Mientras miraba, los árboles dieron paso al agua, no a las aguas profundas y oscuras del Atlántico, sino a un sereno estuario gris. Al otro lado se veía un puerto y un puñado de edificios de madera, coronados por una iglesia.
El avión descendió con gran rapidez. Nancy y Mervyn se quedaron sentados con los cinturones abrochados, cogidos de la mano. Nancy casi no notó el impacto cuando el casco hendió la superficie del río, y no estuvo segura de que habían amarado hasta unos instantes después, cuando la espuma cubrió la ventana.
– Bueno -dijo ella-, ya he cruzado el Atlántico.
– Sí. Muy pocos pueden decir lo mismo.
Nancy no se sentía muy animada. Se había pasado la mitad del viaje preocupada por su negocio, la otra mitad cogiendo la mano del marido de otra. Sólo había pensado en el vuelo cuando el tiempo empeoró y se asustó. ¿Qué les diría a los chicos? Querrían saber todos los detalles. Ni siquiera sabía a qué velocidad volaba el avión. Resolvió averiguar ese tipo de cosas antes que llegaran a Nueva York.
Cuando el avión se detuvo, una lancha se acercó. Nancy se puso la chaquetilla, y Mervyn su chaqueta de cuero. La mitad de pasajeros habían decidido salir a estirar las piernas. Los demás seguían acostados, encerrados tras las cortinas azules de sus literas.
Atravesaron el salón principal, caminaron sobre el hidroestabilizador y abordaron la lancha. El aire olía a mar y a madera nueva; habría una serrería en las cercanías. Cerca del malecón del clipper se había parado una barcaza que llevaba escrito en un lado Servicio Aéreo Shell. Hombres cubiertos con monos blancos procedían a llenar los depósitos del avión. En el puerto también había dos enormes cargueros. Las aguas debían ser profundas.
La mujer de Mervyn y su amante se hallaban entre los que habían decidido ir a tierra. Diana miró a Nancy cuando la lancha se dirigió hacia la orilla. Nancy se sintió incómoda y evitó mirarla a la cara, aunque era mucho menos culpable que Diana; al fin y al cabo, Diana había cometido adulterio.
Llegaron a tierra gracias a un muelle flotante, una pasarela y un desembarcadero. A pesar de la hora temprana, se había congregado una pequeña multitud de curiosos. Al final del desembarcadero estaban los edificios de la Pan American, uno grande y dos pequeños, hechos de madera pintada de verde, con adornos de un tono pardo-rojizo. Junto a los edificios se extendía un campo, donde pastaban algunas vacas.
Los pasajeros entraron en el edificio grande y enseñaron su pasaporte a un dormido empleado. Nancy observó que los habitantes de Terranova hablaban de prisa, con un acento más canadiense que irlandés. Había una sala de espera, pero no sedujo a nadie, y todos los pasajeros decidieron explorar el pueblo.
Nancy estaba impaciente por hablar con Patrick MacBride. Iba a pedir un teléfono cuando la llamaron por los altavoces del edificio. Se identificó a un joven ataviado con el uniforme de la Pan American.
– La llaman por teléfono, señora.
El corazón le dio un vuelco.
– ¿Dónde está el teléfono? -preguntó, mirando a su alrededor.
– En la oficina de telégrafos de la calle Wireless. Está a un kilómetro de distancia.
¡Un kilómetro de distancia! Apenas podía contener su impaciencia.
– ¡Démonos prisa, antes de que la comunicación se corte! ¿Tiene un coche?
El empleado la miró tan sorprendido como si le hubiera pedido una nave espacial.
– No, señora.
– Pues iremos a pie. Enséñeme el camino.
Nancy y Mervyn salieron del edificio, precedidos por el mensajero. Subieron una colina y siguieron una carretera de tierra sin cunetas. Ovejas sueltas pastaban por los bordes. Nancy dio gracias por sus cómodos zapatos…, fabricados por «Black’s», evidentemente. ¿Seguiría siendo suya la empresa mañana por la noche? Patrick MacBride estaba a punto de decírselo. La espera era insoportable.
Al cabo de unos diez minutos llegaron a otro edificio de madera pequeño y entraron. Invitaron a Nancy a tomar asiento en una silla, frente al teléfono. Se sentó y descolgó el aparato con mano temblorosa.
– Nancy Lenehan al habla.
– Llamada desde Boston -dijo la operadora.
Se produjo una larga pausa.
– ¿Nancy? ¿Eres tú? -oyó por fin.
Al contrario de lo que esperaba, no era Mac, y tardó un momento en reconocer la voz.
– ¡Danny Riley! -exclamó.
– ¡Nancy, tengo problemas y has de ayudarme!
Nancy apretó el teléfono con más fuerza. Parecía que su plan había funcionado. Procuró que su voz sonara serena, casi aburrida, como si la llamada la molestara.
– ¿Qué clase de problemas, Danny?
– ¡Me han llamado por aquel viejo caso!
¡Estupenda noticia! Mac había asustado a Danny. El pánico se aparentaba en su voz. Eso era lo que ella quería, pero fingió no saber de qué hablaba.
– ¿Qué caso? ¿A qué te refieres?
– Ya lo sabes. No puedo hablar de eso por teléfono.
– Si no puedes hablar de eso por teléfono, ¿por qué me llamas?
– ¡Nancy! ¡Deja de tratarme como a una mierda! ¡Te necesito!
– De acuerdo, cálmate -estaba bastante asustado. Ahora, debía utilizar su miedo para manipularle-. Dime exactamente qué ha pasado. Olvídate de nombres y direcciones. Me parece saber de qué caso estás hablando.
– Guardas todos los viejos documentos de tu padre, ¿verdad?
– Claro, en la caja fuerte de mi casa.
– Es posible que alguien te pida permiso para examinarlos.
Danny estaba contando a Nancy la historia que ella había fraguado. De momento, la trampa funcionaba a la perfección.
– No sé por qué te preocupas… -dijo Nancy, en tono desenvuelto.
– ¿Cómo puedes estar segura? -la interrumpió Danny, frenético.
– No sé…
– ¿Los has examinado todos?
– No, hay muchos, pero…
– Nadie sabe lo que contienen. Tendrías que haberlos quemado hace años.
– Supongo que tienes razón, pero nunca pensé… ¿Quién quiere examinarlos?
– Se trata de una investigación impulsada por el Colegio de Abogados.
– ¿Les ampara la ley?
– No, pero negarme no me beneficiará.
– ¿Y a mí sí?
– Tú no eres abogado. No pueden presionarte.
Nancy hizo una pausa, fingiendo vacilar, manteniéndole en vilo un momento más.
– Entonces, no hay ningún problema -dijo por fin.
– ¿Te negarás al registro?
– Haré algo mejor. Lo quemaré todo mañana.
– Nancy… -Daba la impresión de que iba a llorar-. Nancy, eres una amiga de verdad.
– Ni se me hubiera ocurrido hacer otra cosa -dijo, sintiéndose hipócrita.
– Te lo agradezco muchísimo. No sé cómo darte las gracias.
– Bueno, ya que lo mencionas, sí hay algo que puedes hacer por mí-. Se mordió el labio. Era el momento crucial-. ¿Sabes por qué regreso con tantas prisas?
– No lo sé. He estado tan preocupado por lo otro… -Peter está intentando vender la empresa a mis espaldas. Se produjo un silencio al otro extremo de la línea.
– Danny, ¿sigues ahí?
– Claro que sí. ¿Tú no quieres vender la empresa?
– ¡No! El precio es ridículo y me quedaré sin empleo en la nueva empresa… Claro que no quiero vender. Peter sabe que es un trato espantoso, pero lo hace para perjudicarme.
– ¿Un trato espantoso? La empresa no funcionaba demasiado bien últimamente.
– Sabes por qué, ¿verdad?
– Supongo…
– Anda, dilo. Peter es un director espantoso.
– Bien…
– En lugar de permitirle que venda la empresa por cuatro chavos, ¿por qué no le despedimos? Dejadme tomar las riendas. Puedo invertir la situación, y tú lo sabes. Después, cuando ya ganemos dinero, podremos volver a pensar en vender… a un precio mucho más elevado.
– No lo sé.
– Danny, acaba de estallar una guerra en Europa y eso significa que los negocios subirán como la espuma. Venderemos zapatos con más rapidez que los fabricaremos. Si esperamos dos o tres años a vender la empresa, obtendremos el doble o el triple que ahora.
– Pero la asociación con Nat Ridgeway sería beneficiosa para mi bufete.
– Olvida lo que es beneficioso… Te estoy pidiendo que me ayudes.
– La verdad es que no sé si va en pro de tus intereses.
Maldito mentiroso, quiso decir Nancy, estás pensando en tus intereses, pero se mordió la lengua.
– Sé que es lo mejor para todos.
– Muy bien, lo pensaré.
Eso no bastaba. Tendría que enseñar sus cartas.
– Te acuerdas de los documentos de papá, ¿verdad? Contuvo el aliento.
Danny habló en voz más baja y con mayor lentitud.
– ¿Qué quieres decir?
– Te pido que me ayudes a cambio de mi ayuda. Sé que eres experto en este tipo de cosas.
– Creo que lo entiendo. Suele llamársele chantaje. Nancy vaciló, pero enseguida recordó con quién estaba hablando.
– Cosa que tú no has parado de hacer en toda la vida, bastardo hipócrita.
– Tocado, nena -rió Danny. Un pensamiento acudió a su mente-. No habrás impulsado esa investigación tú misma, con el fin de presionarme, ¿verdad?
Se había acercado peligrosamente a la verdad.
– Eso es lo que tú habrías hecho, lo sé, pero no responderé a más preguntas. Todo lo que necesitas saber es que si votas a mi favor mañana, te habrás salvado; de lo contrario, tendrás problemas.
Ahora le estaba amenazando, algo que él podía entender muy bien. ¿Se rendiría, o la desafiaría?
– No puedes hablarme así. Te conozco desde que llevabas pañales.
Nancy suavizó el tono.
– ¿No te basta eso para ayudarme?
Se produjo una larga pausa.
– No me queda otra elección, ¿verdad? -dijo Danny por fin.
– Creo que no.
– Muy bien -aceptó a regañadientes-. Te apoyaré mañana, si te ocupas del otro asunto.
Nancy casi lloró de alivio. Lo había logrado. Había conseguido que Danny cambiara de opinión. Iba a ganar. «Black’s Boot's» seguiría siendo suya.
– Me alegro, Danny -dijo una voz débil.
– Tu padre dijo que esto pasaría.
Nancy no comprendió el inesperado comentario.
– ¿A qué te refieres?
– Tu padre quería que Peter y tú os pelearais.