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Cuando regresó al compartimento, papá y mamá estaban en la cama, tras las cortinas cerradas, y un ronquido apagado surgía de la litera de papá. La de Margaret aún no estaba hecha, y decidió esperar en el salón.

Sabía muy bien que sólo existía una solución a su problema. Tenía que dejar a sus padres y vivir sola. Estaba más decidida que nunca a hacerlo, pero aún no había resuelto los problemas prácticos de dinero, trabajo y alojamiento.

La señora Lenehan, la atractiva mujer que había subido en Foynes, se sentó a su lado, luciendo una bata azul vivo que cubría un salto de cama negro.

– He venido a tomar un coñac, pero el camarero parece muy ocupado -dijo. No aparentaba una gran decepción. Agitó la mano en dirección a los demás pasajeros-. Parece una fiesta en que el pijama sea la prenda obligatoria, o una orgía de medianoche en el dormitorio… Todo el mundo en deshabillé . ¿No te parece?

Margaret nunca había asistido a una fiesta en pijama ni dormido en un dormitorio universitario.

– Me parece muy extraño. Hace que parezcamos una gran familia.

La señora Lenehan se abrochó el cinturón de seguridad. Tenía ganas de charlar.

– Supongo que es imposible comportarse con formalidad vestido para ir a dormir. Hasta Frankie Gordino estaba guapo con su pijama rojo, ¿verdad?

Al principio, Margaret no supo muy bien a quién se refería. Después, recordó que Percy había escuchado una agria discusión entre el capitán y el agente del fbi.

– ¿Es el prisionero?

– Sí.

– ¿No le tienes miedo?

– Creo que no. No va a hacerme ningún daño.

– Pero la gente dice que es un asesino, y cosas todavía peores.

– Siempre habrá crímenes en los bajos fondos. Quita de en medio a Gordino y otro se encargará de los asesinatos. Yo le dejaría allí. El juego y la prostitución han existido desde que Dios era un crío, y si tiene que haber crimen, mejor que esté organizado.

Estas afirmaciones resultaban bastante chocantes. Tal vez la atmósfera reinante en el avión invitaba a la sinceridad. Margaret imaginó que la señora Lenehan no hablaría así si hubiera hombres presentes: las mujeres eran más realistas cuando no había hombres delante. Fuera cual fuera el motivo, Margaret estaba fascinada.

– ¿No sería mejor que el crimen estuviera desorganizado? -preguntó.

– Por supuesto que no. Si está organizado, está contenido. Cada banda posee su propio territorio, y no lo abandona. No roban a la gente de la Quinta Avenida y no exigen al club Harvard que les pague protección. No hay de qué preocuparse.

Margaret consideró excesivo esto último.

– ¿Y la gente que se arruina en el juego? ¿Y esas chicas desgraciadas que arruinan su salud?

– No he querido decir que no me preocupe por esa gente -dijo la señora Lenehan. Margaret la miró con fijeza a la cara, preguntándose si era sincera-. Escucha, yo fabrico zapatos.- Margaret pareció sorprenderse-. Así me gano la vida. Soy propietaria de una fábrica de zapatos. Mis zapatos de hombre son baratos, y duran cinco o diez años. Es posible comprar zapatos aún más baratos, pero no son buenos; tienen suelas de cartón que se estropean al cabo de unas diez semanas. Y, lo creas o no, algunas personas compran las de cartón. Bien, creo que yo he cumplido mi deber fabricando zapatos buenos. Si la gente es lo bastante imbécil como para comprar zapatos malos, yo no puedo hacer nada. Y si la gente es lo bastante imbécil como para dilapidar su dinero en el juego, cuando ni siquiera puede comprar un filete para comer, tampoco es mi problema.

– ¿Has sido pobre alguna vez? -preguntó Margaret. La señora Lenehan rió.

– Una pregunta muy aguda. No, nunca, de modo que tal vez debería callarme. Mi abuelo hacía botas a mano y mi padre abrió la fábrica que yo dirijo ahora. No sé nada sobre la vida en los barrios bajos. ¿Y tú?

– No mucho, pero creo que existen motivos por los que la gente juega, roba y vende su cuerpo. No sólo son imbéciles. Son las víctimas de un sistema cruel.

– Supongo que debes ser comunista -dijo la señora Lenehan, sin hostilidad.

– Socialista -corrigió Margaret.

– Me parece bien -fue la sorprendente respuesta de la señora Lenehan-. Es posible que cambies de ideas más adelante, a todo el mundo le pasa a medida que se hace mayor, pero si se carece de ideales, ¿qué se puede mejorar? No soy cínica. Creo que se aprende de la experiencia, pero hay que aferrarse a los ideales. Me pregunto por qué te estaré predicando de esta manera. Tal vez porque hoy cumplo cuarenta años.

– Felicidades.

Margaret solía rebelarse cuando la gente decía que sus ideas cambiarían cuando se hiciera mayor. Implicaba un tono de superioridad, y esas personas lo decían por lo general, cuando habían perdido en una discusión y no querían admitirlo. Sin embargo, la señora Lenehan era diferente.

– ¿Cuáles son tus ideales? -preguntó Margaret.

– Me conformo con fabricar buenos zapatos -sonrió con humildad-. No es un gran ideal, pero para mí es importante. Mi vida ha sido agradable. Vivo en una casa bonita, mis hijos van a colegios caros, gasto una fortuna en ropa. ¿Y por qué me lo puedo permitir? Porque fabrico zapatos buenos. Si fabricara zapatos de cartón, pensaría que soy una ladrona. Sería tan mala como Frankie.

– Un punto de vista bastante socialista -indicó Margaret, sonriendo.

– En realidad, adopté los ideales de mi padre -dijo la señora Lenehan, en tono reflexivo-. ¿De dónde has sacado tus ideales? De tu padre no, desde luego.

Margaret enrojeció.

– Te han hablado de la escena ocurrida durante la cena.

– Estaba presente.

– He de alejarme de mis padres.

– ¿Qué te lo impide?

– Sólo tengo diecinueve años.

– ¿Y qué? -dijo la señora Lenehan, con cierta sorna-. ¡Hay gente que se va de casa a los diez!

– Lo intenté. Me metí en un lío y la policía me cogió.

– Te rindes con mucha facilidad.

Margaret quería demostrar a la señora Lenehan que no se trataba de falta de valentía.

– No tengo dinero, no sé hacer nada. Nunca recibí una educación adecuada. No sé qué hacer para ganarme la vida.

– Cariño, te diriges a los Estados Unidos. La mayoría de la gente ha llegado a ese país con mucho menos que tú, y alguna ya es millonaria. Sabes leer y escribir en inglés, eres agradable, inteligente, bonita… No te costará mucho encontrar trabajo. Yo te contrataré.

El corazón le dio un vuelco. Un momento antes, detestaba la actitud poco comprensiva de la señora Lenehan. Ahora, le estaba dando una oportunidad.

– ¿De veras? ¿De veras vas a contratarme?

– Claro.

– ¿Y qué haré?

La señora Lenehan reflexionó unos instantes.

– Te pondré en la oficina de ventas; pegarás sellos, irás a por café, contestarás al teléfono, tratarás con amabilidad a los clientes. Si demuestras tu utilidad, pronto serás ascendida a subdirectora de ventas.

– ¿En qué consiste eso?

– En hacer lo mismo por más dinero.

A Margaret le parecía un sueño imposible.

– Dios mío, un trabajo de verdad en una oficina de verdad -dijo, en tono soñador.

La señora Lenehan rió.

– ¡Casi todo el mundo piensa que es una lata!

– Para mí, representa una aventura.

– Al principio, quizá.

– ¿Lo dices en serio? -preguntó Margaret con solemnidad-. Si me presento en tu oficina dentro de una semana, ¿me darás un empleo?

La señora Lenehan aparentó sorpresa.

– Santo Dios, hablas muy en serio, ¿verdad? Pensaba que estábamos hablando en teoría.

Margaret notó una opresión en el corazón.

– Entonces, ¿no vas a darme el empleo? -dijo, en tono quejumbroso-. ¿Hablabas por hablar?

– Me gustaría contratarte, pero hay un problema. Es posible que dentro de una semana me haya quedado sin trabajo. Margaret deseaba llorar.

– ¿A qué te refieres?

– Mi hermano está intentando arrebatarme la empresa.

– ¿Cómo va a hacerlo?

– Es complicado, y tal vez no lo consiga. Estoy oponiendo resistencia, pero no estoy segura de cómo acabará todo.

Margaret no podía creer que su oportunidad se hubiera desvanecido en cuestión de segundos.

– ¡Has de ganar! -exclamó enérgicamente.

Antes de que la señora Lenehan pudiera contestar, Harry apareció, con el aspecto de un amanecer gracias al pijama rojo y la bata azul cielo. Verle calmó a Margaret. Se sentó. Margaret le presentó.

– La señora Lenehan ha venido a tomar un coñac, pero los camareros están ocupados.

Harry fingió sorpresa.

– Es posible que estén ocupados, pero aún pueden servir bebidas-. Se levantó y se asomó al compartimento siguiente-. Dávy, ¿quieres hacer el favor de traer un coñac a la señora Lenehan?

– ¡Eso está hecho, señor Vandenpost! -fue la respuesta del mozo. Harry tenía la habilidad de lograr que la gente se plegara a sus deseos.

Volvió a sentarse.

– No he podido por menos que fijarme en sus pendientes, señora Lenehan. Son absolutamente maravillosos.

– Gracias -sonrió la mujer, muy complacida en apariencia por el cumplido.

Margaret los observó con más atención. Cada pendiente consistía en una única perla introducida en un enrejado hecho de alambres de oro y diminutos diamantes. Eran de una elegancia exquisita. Deseó llevar ella también alguna joya que despertara el interés de Harry.

– ¿Los compró en Estados Unidos? -preguntó el joven.

– Sí, son de Paul Flato.

Harry asintió con la cabeza.

– Pero yo diría que fueron diseñados por Fulco di Verdura.

– No lo sé -repuso la señora Lenehan-. No es frecuente encontrar a un hombre joven interesado en las joyas. Margaret tuvo ganas de decir «Sólo le interesa robarlas, así que vaya con cuidado», pero estaba impresionada por su conocimiento de la materia. Siempre se fijaba en las mejores piezas, y solía saber quién las había diseñado.

Davy trajo el coñac de la señora Lenehan. Conseguía caminar sin tambalearse, pese a las bruscas sacudidas del avión.

Nancy cogió la copa y se levantó.

– Creo que voy a dormir.

– Buena suerte -dijo Margaret, pensando en el contencioso de la señora Lenehan con su hermano. Si lo ganaba, contrataría a Margaret, tal como había prometido.

– Gracias. Buenas noches.

– ¿De qué estabais hablando? -preguntó Harry, un poco celoso.

Margaret no sabía si contarle la oferta de Nancy. La perspectiva era emocionante, pero existía un problema, y no podía pedirle a Harry que compartiera su alborozo. Decidió ocultarlo por el momento.

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