Литмир - Электронная Библиотека

Nancy sonrió. Esto era más típico de Mervyn.

– ¿Por qué no? -preguntó-. Parece la clase de mujer por la que un hombre cruzaría todo el Atlántico.

– El problema es que depende de ti -dijo Marvyn tuteándola-. El avión está completo.

– Por supuesto. ¿Cómo vas a ir? ¿Y por qué depende de mí?

– Has comprado la única plaza disponible, la suite nupcial. Hay sitio para dos personas. Te ruego que me vendas la plaza disponible.

– Mervyn -rió ella-, no puedo compartir una suite nupcial con un hombre. ¡No soy una corista, sino una viuda respetable!

– Me debes un favor -insistió él.

– ¡Te debo un favor, pero no mi reputación!

El atractivo rostro de Mervyn adoptó una expresión obstinada.

– No pensaste en tu reputación cuando quisiste cruzar el mar de Irlanda conmigo.

– ¡Pero aquel vuelo no implicaba que pasaríamos la noche juntos!

Tenía ganas de ayudarle; su decisión de lograr que su bella esposa regresara a su lado era conmovedora.

– Lo siento muchísimo, pero a mi edad no puedo protagonizar un escándalo público.

– Escucha. He hecho averiguaciones sobre esta suite nupcial, y no difiere mucho de las demás que hay en el avión. Hay dos camas separadas. Si dejamos la puerta abierta por la noche, estaremos en la misma situación de dos completos extraños a los que se adjudican literas contiguas.

– ¡Piensa en lo que dirá la gente!

– ¿Por quién vas a preocuparte? No tienes marido que pueda ofenderse, y tus padres han muerto. ¿A quién le importa lo que hagas?

Nancy pensó que era muy directo cuando quería algo.

– Tengo dos hijos de veintitantos años -protestó.

– Pensarán que has echado una cana al aire.

Muy probable, pensó Nancy con tristeza.

– También me preocupa toda la sociedad de Boston. No cabe duda de que el rumor se propagará por todas partes.

– Escucha. Estabas desesperada cuando me pediste ayuda en el aeródromo. Tenías problemas y yo te salvé el culo. Ahora soy yo el que está desesperado… Lo entiendes, ¿verdad? -dijo Mervyn,

– Sí, claro.

– Tengo problemas y te pido ayuda. Es mi última oportunidad de salvar mi matrimonio. Tú puedes echarme una mano. Yo te salvé, y tú puedes salvarme. Sólo te costará un minúsculo escándalo. Nadie se ha muerto por eso. Nancy, por favor.

Nancy pensó en el «minúsculo escándalo». ¿Realmente importaba que una viuda se comportara con cierta indiscreción el día que cumplía cuarenta años? No iba a morirse: como él había dicho, y era probable que ni siquiera empañara su reputación. Las matronas de Beacon Hill opinarían que era «disoluta», pero la gente de su edad admiraría su temple. Nadie se imagina que sea virgen, pensó.

Nancy contempló la expresión terca y herida de Mervyn y su corazón votó por él. A la mierda la sociedad de Boston pensó: este hombre está sufriendo. Me ayudó cuando lo necesitaba. Sin él no estaría aquí. Tiene razón. Estoy en deuda con él,

– ¿Me ayudarás, Nancy? -suplicó Mervyn-Te lo ruego. Nancy contuvo el aliento.

– ¡Sí, maldita sea! -exclamó.

13

Lo ultimo que vio Harry Marks de Europa fue un faro blanco, que se erguía con orgullo en la orilla norte de la desembocadura del Shannon, mientras el océano Atlántico azotaba con furia la base del acantilado. La tierra desapareció de vista a los pocos minutos, lo único que se veía en todas direcciones era el mar infinito.

Cuando llegue a Estados Unidos seré rico, penso.

Estar tan cerca del famoso conjunto Delhi le creaba una excitación casi sexual. En algún lugar del avión, a pocos metros de donde estaba sentado, había una fortuna en joyas. Sus dedos ardían en deseos de tocarlas.

Un perista le daría cien mil dólares, como mínimo, por unas piedras preciosas valoradas en un millón. Se compraría un bonito piso y un coche, pensó, o quizá una casa en el campo con pista de tenis. Aunque tal vez debería invertir las ganancias y vivir de los intereses. ¡Seria un pisaverde y viviría de rentas!

Claro que antes debía apoderarse del botín.

Como lady Oxenford no llevaba ninguna joya, sólo podían estar guardadas en dos sitios: en el equipaje de la cabina, en el mismo compartimento, o en las maletas consignadas en la bodega. Si fueran mías, no me separaría mucho de ellas, pensó Harry: las guardaría en el bolso de mano. Me daría miedo perderlas de vista. De todos modos, era imposible saber lo que opinaba al respeto la dama.

Primero, registraría la bolsa. Estaba bajo el asiento de lady Oxenford, una cara maleta de piel color vino tinto con remates metálicos. Se preguntó cómo lograría abrirla. Tal vez tendría una oportunidad durante la noche, mientras todo el mundo dormía.

Ya encontraría una forma. Seria arriesgado: robar era juego peligroso, pero siempre se salía con la suya, hasta cuando las circunstancias se torcían. Fijaos en mí, pensó; ayer me pillaron con las manos en la masa, con unos gemelos robados en el bolsillo de los pantalones; pasé la noche en la cárcel y ahora estoy a bordo del clipper , rumbo a Nueva York, ¿Suerte? ¡Aún es poco!

Una vez le habían contado un chiste sobre un hombre que se tiraba desde un décimo piso, y al pasar frente al quinto gritaba «De momento, todo va bien». Ese no era él.

Nicky, el mozo, trajo el menú de la cena y le ofreció una copa. No necesitaba beber, pero pidió una copa de champan porque parecía lo más adecuado. Esto es vida, Harry, se dijo. Su excitación por hallarse en el avión más lujoso del mundo corría pareja con su nerviosismo por volar sobre el océano pero, a medida que el champán obraba efecto, la excitación ganó la partida.

Le sorprendió ver que el menú estaba en inglés. ¿Acaso sabían los norteamericanos que los menús sofisticados se escribían en francés? Quizá eran demasiado sensatos para escribir menús en un idioma extranjero. Tuvo la sensación de que Estados Unidos iba a gustarle.

El comedor sólo tenía capacidad para catorce personas, de forma que la cena se serviría en tres turnos, explicó mozo.

– ¿A qué hora le apetece cenar, señor Vandenpost.? ¿A las seis, a las siete y media o a las nueve?

Esta puede ser mi oportunidad, pensó Harry. Si los Oxeford cenaran antes o después que él, se quedaría solo en compartimento, pero ¿que turno elegirían? Harry maldijo mentalmente al mozo por escogerle a él en primer lugar. Un mozo inglés se habría dirigido primero a los nobles, pero ese democrático norteamericano debía guiarse por los número: de los asientos. Tendría que adivinar el turno de los Oxenford.

– Déjeme ver -dijo, para ganar tiempo.

Por su experiencia, sabía que los ricos solían comer tarde. Un trabajador desayunaba a las siete, almorzaba a mediodía y cenaba a las cinco, pero un noble desayunaba a las nueve, almorzaba a las dos y cenaba a las ocho y media. Los Oxenford cenarían tarde. Harry se inclinó por el primer turno.

– Estoy hambriento -dijo-. Cenaré a las seis.

El mozo se volvió hacia los Oxenford, y Harry contuvo el aliento.

– Me parece que a las nueve -dijo lord Oxenford. Harry reprimió una sonrisa de satisfacción.

– Percy no querrá esperar tanto -intervinó lady Oxenford-. Cenemos antes.

Muy bien, pensó inquieto Harry, pero no demasiado temprano, por el amor de Dios.

– A las siete y media, pues -concedió lord Oxenford. Harry se sintió invadido de placer. Se había acercado un paso más al conjunto Delhi.

El mozo se volvió hacia el pasajero sentado frente a Harry, el tipo del chaleco rojo vino que tenía pinta de policía.

Les había dicho que se llamaba Clive Membury. Di a las siete y media, pensó Harry, y déjame solo en el compartimento. Sin embargo, Membury no tenía hambre y eligió el turno de las nueve.

Qué pena, pensó Harry. Membury se quedaría en el compartimento mientras los Oxenford cenaban, Quizá se ausentaría unos minutos. Era un tipo nervioso, que no paraba quieto. Si no se marchaba de buen grado, Harry tendría que imaginar una manera de deshacerse de él. Habría sido fácil de no encontrarse a bordo de un avión. Harry le habría dicho que se requería su presencia en otra habitación, que le llamaban por teléfono, o que había una mujer desnuda en la calle. Aquí, sería más difícil.

– Señor Vandenpost -dijo el mozo-, el mecánico y el navegante compartirán su mesa, si le parece bien.

– Desde luego -asintió Harry. Le gustaría hablar con algún miembro de la tripulación.

Lord Oxenford pidió otro whisky. Era un hombre sediento, como decían los irlandeses. Su esposa estaba pálida y silenciosa. Tenía un libro sobre el regazo, pero no pasaba las páginas. Parecía deprimida.

El joven Percy se marchó a charlar con los tripulantes que estaban de descanso y Margaret se sentó al lado de Harry.

Este captó su perfume y lo identificó como «Tosca». Margaret se había quitado la chaqueta, y Harry observó que había heredado la figura de su madre: era muy alta, de hombros cuadrados, busto abundante y largas piernas. Su ropa, de buena calidad pero sencilla, no le hacía justicia. Harry la imaginó ataviada con un vestido de noche largo muy escotado, cabello rojo recogido y el largo cuello blanco enmarcado pendientes de esmeraldas talladas por Louis Cartier en período indio… Estaría deslumbrante. Resultaba obvio ella no se veía así. Ser una aristócrata acaudalada la molestaba; por eso vestía como la mujer de un vicario.

Era una chica formidable, y Harry estaba un poco intimidado, pero adivinaba su punto vulnerable, que le parecía encantador. Por más encantadora que sea, Harry, recuerda que es un peligro para ti y que necesitas cultivar su amistad. Le preguntó si ya había volado en alguna ocasión anterior

– Sólo a París, con mamá -respondió ella.

Sólo a París, con mamá, meditó Harry, admirado. Su madre jamás iría a París o volaría en avión.

– ¿Cómo se siente uno al disfrutar de un privilegio tan grande? -preguntó Harry.

– Odiaba aquellos viajes a París. Tenía que tomar el té con aburridos ingleses, cuando lo que me apetecía en realidadera ir a restaurantes llenos de humo donde tocaban orquestas de jazz.

– Mi madre solía llevarme a Margate. Yo chapoteaba en el mar, y comíamos helados y pescado con patatas fritas.

Recordó de repente que no debía hablar de estas cosas y una oleada de pánico le invadió. Debería farfullar vaguedades sobre un internado y una lejana casa de campo, como siempre que se veía forzado a hablar de su infancia con chicas de la alta sociedad, pero Margaret conocía su secreto: el zumbido de los motores impedía que nadie más escuchara sus palabras. En cualquier caso, cuando se sorprendió diciendo la verdad, se sintió como si, tras haberse lanzado desde el avión, estuviera aguardando a que el paracaídas se abriera.

45
{"b":"93763","o":1}