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Ahora, sin embargo, sólo veía las espaldas encorvadas los rostros concentrados de sus compañeros, y pensó aliviado en que no se habían dado cuenta del pánico que le embargaba.

Desesperado por entender por qué estaba viviendo aquella pesadilla, quería concederle al ignoto señor Luther la oportunidad de darse a conocer. Después del despegue, se ausentó para poder pasar por la cabina de los pasajeros.

No se le ocurrió ningún motivo de peso, y adujo la primera tontería que se le ocurrió.

– Voy a echar un vistazo a los cables que controlan la compensación del timón -masculló en dirección al navegante, bajando a toda prisa por la escalera.

Si alguien le preguntaba por qué se le había ocurrido llevar a cabo dicha comprobación en aquel preciso momento respondería: «Una intuición».

Recorrió sin prisa la cabina de los pasajeros. Nicky y Davy servían cócteles y aperitivos. Los pasajeros, muy tranquilos, conversaban en diversos idiomas. Ya se había iniciado una partida de cartas en el salón principal. Eddie vio algunos rostros conocidos, pero estaba demasiado distraído para pensar en los nombres de los famosos. Miró a varios pasajeros, confiando en que alguno se presentaría como Tom Luther, pero nadie le dirigió la palabra.

Llegó a la parte posterior del avión y subió la escalerilla fija a la pared, situada junto a la puerta que daba acceso al «Tocador de señoras». Conducía a una trampilla practicada en el techo que se abría a un espacio vacío de la cola. Podría haber llegado al mismo sitio a través de los compartimentos del equipaje habilitados en la cubierta superior.

Verificó los cables de control del timón a toda prisa, cerró la escotilla y descendió por la escalerilla. Un chico de catorce o quince observó su aparición con sumo interés. Eddie se obligó a sonreír.

– ¿Puedo ver el compartimento de pilotaje? -preguntó el muchacho, esperanzado.

– Claro que sí -respondió Eddie como un autómata.

No quería que nadie le molestara en este preciso instante, pero la tripulación de este avión debía ser amable con los pasajeros, y la distracción apartaría a Carol-Ann de su mente, siquiera por unos instantes.

– ¡Fantástico, gracias!

– Apaláncate en tu asiento un minuto y enseguida voy a buscarte.

Una expresión de sorpresa cruzó un instante por el rostro del muchacho; después, asintió y se marchó corriendo.

«Un modismo de Nueva Inglaterra o del mecánico», pensó.

Eddie caminó con mucha mayor lentitud por el pasillo, esperando que alguien se le acercara, pero no fue así, y supuso que el hombre aprovecharía una ocasión más discreta. Hubiera preguntado a los mozos quién era el señor Luther, pero se habrían preguntado por qué quería saberlo, y no deseaba despertar su curiosidad.

El muchacho ocupaba el compartimento número 2, cerca de la parte delantera, con su familia.

– De acuerdo, chaval, vamos a ello -dijo Eddie, sonriendo a sus padres, que le saludaron con marcada frialdad. Una chica de largo cabello rojizo (tal vez su hermana) le dedicó una cordial sonrisa, y su corazón se aceleró un poco: era bonita cuando sonreía.

– ¿Cómo te llamas? -preguntó al muchacho, mientras subían la escalera de caracol.

– Percy Oxenford.

– Soy Eddie Deakin, el mecánico de vuelo.

Llegaron al final de la escalera.

– La mayoría de los compartimentos de pilotaje no son tan bonitos como éste -dijo Eddie, obligándose a ser amable.

– ¿Cómo son?

– Desnudos, fríos y ruidosos, con salientes afilados que se te clavan cada vez que te das la vuelta.

– ¿Qué hace el mecánico de vuelo?

– Me ocupo de los motores, de que funcionen hasta llegar a Estados Unidos.

– ¿Para qué sirven todas esas palancas y cuadrantes?

– Veamos… Estas palancas controlan la velocidad de las hélices, la temperatura del motor y la mezcla de carburante. Hay un juego completo para cada uno de los cuatro motores. -Se dio cuenta de que sus explicaciones eran un poco vagas y de que el chico era muy inteligente. Hizo un esfuerzo por ser más específico-. Siéntate en mi silla -dijo. Percy obedeció con gran entusiasmo-. Fíjate en este cuadrante. Nos indica que la temperatura máxima del motor número 2 es de 205 grados centígrados. Se aproxima demasiado al máximo permitido, que son 232 grados en pleno vuelo. La bajaremos un poco.

– ¿Y cómo lo hace?

– Coge la palanca y bájala un poco… Vale ya. Acabas de abrir unos dos centímetros la cubierta del alerón para que penetre un poco más de aire frío, y dentro de unos momentos verás que la temperatura baja. ¿Has estudiado física?

– Voy a un colegio retrógrado -dijo Percy-. Estudiamos mucho latín y griego, pero no nos dedicamos mucho a las ciencias.

Eddie pensó que el latín y el griego no ayudarían mucho a Inglaterra a ganar la guerra, pero no lo expresó en voz alta.

– ¿Qué hacen los demás?

– Bueno, el miembro más importante es el navegante, Jack Ashford, sentado a la mesa de mapas. -Jack, un hombre de cabello oscuro, ojos azules y facciones regulares, levantó la vista y sonrió. Eddie prosiguió-. Ha de calcular donde estamos, cosa difícil en mitad del Atlántico. Tiene una cúpula de observación, entre los compartimentos de carga, y mide la posición de las estrellas con un sextante.

– Es un octante de burbuja, en realidad -puntualizó Jack.

– ¿Qué es eso?

Jack le enseñó el instrumento.

– La burbuja te dice cuando el octante está ajustado. Identificas una estrella, miras por la lente y ajustas el ángulo de la lente hasta que la estrella aparenta alinearse con el horizonte. Lees el ángulo de la lente aquí, miras en el libro de tablas y averiguas tu posición.

– Parece fácil -dijo Percy.

– Sólo en teoría -rió Jack-. Uno de los problemas de esta ruta es que podemos volar entre nubes durante todo el viaje, sin ver nunca una estrella.

– De todos modos, conociendo el punto de partida y continuando en la misma dirección, es difícil equivocarse.

– A eso se le llama navegar a ojo. Sin embargo, es posible equivocarse, porque el viento de costado te desvía.

– ¿Y puede calcular cuánto?

– Podemos hacer algo mejor. Hay una pequeña trampilla en el ala, por la cual lanzo una bengala al agua y observo su trayectoria. Si se mantiene en línea con la cola del avión, significa que no nos desviamos, pero si parece moverse a un lado o a otro, es que sí.

– Parece un poco rudimentario.

Jack volvió a reír.

– Y lo es. Si tengo mala suerte, no veo ni una estrella en toda la travesía y calculo mal nuestra posición, podemos desviarnos cientos de kilómetros o más de nuestra ruta.

– ¿Y qué sucede entonces?

– Nos enteramos en cuanto penetramos en el radio de un faro o una emisora de radio, y corregimos nuestra trayectoria.

Eddie observó la curiosidad y comprensión que se reflejaban en el inteligente rostro juvenil. Un día, pensó, le explicaré estas cosas a mi hijo. Eso le llevó a pensar en Carol-Ann, y el recuerdo hinchó de dolor su corazón. Si el invisible señor Luther hiciera acto de aparición, Eddie se sentiría mejor. Cuando averiguara las intenciones de aquellos hombres comprendería al menos por qué le estaba ocurriendo algo tan espantoso.

– ¿Puedo ver el interior del ala? -preguntó Percy.

– Claro -contestó Eddie.

Abrió la escotilla que daba al ala de estribor. El rugido de los enormes motores se oyó al instante con mucha mayor potencia; olía a aceite caliente. En el interior del ala había un pequeño y angosto pasadizo. Detrás de cada uno de los dos motores había un cubículo para el mecánico, lo bastante alto para que un hombre se mantuviera de pie. Los interioristas de la Pan American no se habían adentrado en este espacio, que consistía en un mundo utilitario de puntales y remaches, cables y tubos.

– La mayoría de las cubiertas de vuelo son así -gritó Eddie.

– ¿Puedo entrar?

Eddie meneó lá cabeza y cerró la puerta.

– Los pasajeros no pueden pasar de este punto. Lo siento.

– Te enseñaré mi cúpula de observación -dijo Jack.

Condujo a Percy a la parte posterior de la cubierta de vuelo. Eddie examinó los cuadrantes, de los que habían hecho caso omiso durante los últimos minutos. Todo iba bien.

El encargado de la radio, Ben Thompson, recitó las condiciones de Foynes.

– Viento del oeste, veintidós nudos, mar picada.

Un momento después, en el tablero de Eddie se apagó la luz situada sobre la palabra «Vuelo» y se encendió la de «Amaraje».

– Motores preparados para el aterrizaje -anunció, después de echar un vistazo a los cuadrantes de temperatura. La comprobación era necesaria, porque los motores de alta compresión podían resultar dañados por una desaceleración demasiado brusca.

Eddie abrió la puerta que conducía a la parte trasera del avión. Había un estrecho pasillo, con bodegas de carga a cada lado, y una cúpula sobre el pasillo, a la que se accedía por una escalerilla. Percy estaba de pie en la escalerilla, mirando por el octante. Detrás de las bodegas de carga había un espacio que, en teoría, albergaba las camas de la tripulación, pero no se había amueblado; cuando la tripulación descansaba, lo hacía en el compartimento número 1. Al final de esta sección, una compuerta conducía al espacio de cola donde corrían los cables de control.

– Vamos a amarar, Jack -gritó Eddie.

– Es hora de que vuelvas a tu asiento jovencito -dijo Jack.

Eddie intuyó que Percy no era demasiado bueno. Aunque obedecía todas sus indicaciones, en sus ojos aleteaba un brillo travieso. De momento, sin embargo, se portaba a las mil maravillas, y bajó sin rechistar a la cubierta de pasajeros.

El tono del motor cambió y el avión empezó a perder altura. La tripulación procedió en forma automática a efectuar la rutina perfectamente coordinada del amaraje. Eddie tenía ganas de contar a los demás lo que le estaba pasando. Se sentía solo y desesperado. Eran sus amigos y compañeros; existía una confianza mutua entre todos; habían cruzado el Atlántico juntos; quería explicarles su situación y pedirles consejo. Pero era demasiado peligroso.

Se irguió y miró por la ventana. Divisó una pequeña ciudad y supuso que se trataba de Limerick. En las afueras de la ciudad, en la orilla norte del estuario del Shanon, se estaba construyendo un gran aeropuerto, en el que aterrizarían aviones e hidroaviones. Hasta que estuviera terminado, los hidroaviones se posaban en el lado sur del estuario, al abrigo de una pequeña isla, cerca de un pueblo llamado Foynes.

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