Miró por la ventana y vio que volaban sobre las aguas. Debía ser el mar de Irlanda. La gente decía que un hidroavión no podía aterrizar en mar abierto, por culpa de las olas; de todos modos, Diana pensaba que tenía más posibilidades de aterrizar que un avión normal.
Se adentraron en las nubes y ya no vio nada. Al cabo de un rato, el avión empezó a sacudirse. Los pasajeros intercambiaron miradas y sonrisas nerviosas, y el mozo apareció para indicar a todo el mundo que se abrochara el cinturón de seguridad. El hecho de que no se viera tierra aumentó la angustia de Diana. La princesa Lavinia se aferró con fuerza al brazo de su asiento, pero Mark y Lulu siguieron hablando como si no pasara nada. Frank Gordon y Ollis Field aparentaban calma, pero los dos encendieron cigarrillos y los fumaron con avidez.
Justo cuando Mark estaba diciendo «¿Qué demonios fue de Muriel Fairfield?», se escuchó un ruido sordo y dio la impresión de que el avión caía. Diana experimentó la sensación de que el estómago se le subía a la garganta. Una pasajera chilló en otro compartimento. El aparato se estabilizó casi al instante, como si hubiera aterrizado.
– ¡Muriel se casó con un millonario! -contestó Lulu.
– ¡No me digas! ¡Pero si era muy fea!
– ¡Mark, estoy asustada! -dijo Diana.
– Era una bolsa de aire, cariño -explicó Mark-. Es normal.
– ¡Pero parecía que nos íbamos a estrellar!
– Eso no ocurrirá. Siempre hay turbulencias.
Continuó hablando con Lulu. Ésta miró a Diana durante un momento, esperando que dijera algo. Diana apartó la vista, furiosa con Mark.
– ¿Cómo logró Muriel pescar a un millonario? -preguntó Mark.
– No lo sé -contestó Lulu al cabo de un instante-, pero ahora viven en Hollywood y el produce películas.
– ¡Increíble!
Increíble era la palabra precisa, pensó Diana. En cuanto cogiera a Mark a solas, le iba a explicar unas cuantas cosas.
Su falta de comprensión contribuía a aumentar su miedo. Al anochecer ya habrían dejado atrás el mar de Irlanda, y volarían sobre el océano Atlántico. ¿Cómo se sentiría entonces? Imaginaba el Atlántico como una inmensa nada monótona, fría y mortífera, que se extendía a lo largo de miles de kilómetros. Según el Manchester Guardian , lo único que se veía eran icebergs. Si algunas islas hubieran atenuado la desolación del paisaje, Diana se habría sentido menos nerviosa. Lo más aterrador era el vacío absoluto: sólo el avión, la luna y el inmenso mar. En cierta manera, era como su angustia acerca de Estados Unidos: su mente le decía que no era peligroso, pero el panorama era extraño y carecía de rasgos familiares.
El nerviosismo la atormentaba. Intentó pensar en otras cosas, la cena de siete platos, por ejemplo, pues disfrutaba con las comidas largas y elegantes. Acostarse en la litera sería infantilmente excitante, como dormir en una tienda de campaña plantada en el jardín. Y las vertiginosas torres de Nueva York la esperaban al otro lado. Sin embargo, la excitación de viajar hacia lo desconocido se había convertido en temor. Vació su copa y pidió más champán, pero aún no logró tranquilizarse. Deseaba notar tierra firme bajo sus pies. Se estremeció al pensar en la frialdad del mar. No podía hacer nada para desalojar el miedo de su mente. De haber estado sola, habría ocultado el rostro entre las manos y cerrado los ojos. Miró con ira a Mark y Lulu, que charlaban alegremente, ajenos a su tortura. Estuvo tentada de hacer una escena, de estallar en lágrimas o entregarse a un ataque de histeria, pero tragó saliva y mantuvo la calma. El avión no tardaría en aterrizar en Foynes. Bajaría y pasearía sobre suelo seco.
Pero tendría que volver a subir para el largo vuelo transatlántico.
No podía soportar la idea.
Si una hora me ha puesto así, pensó, ¿cómo voy a aguantar toda una noche? Me moriré.
– ¿Qué otra cosa puedo hacer?
Nadie iba a obligarla a volver al avión en Foynes, por supuesto.
Y si nadie la obligaba, no podría hacerlo.
¿Qué voy a hacer?
Ya sé lo que haré.
Telefonearé a Mervyn.
No conseguía creer que su hermoso sueño terminara así; pero sabía que ocurriría.
Mark estaba siendo devorado ante sus propios ojos por una mujer mayor de cabello teñido, excesivamente maquillada, y Diana iba a telefonear a Mervyn para decirle lo siento, he cometido un error, quiero volver a casa.
Sabía que él la perdonaría. Estar tan segura de su reacción la avergonzó un poco. Le había herido, pero él la tomaría en sus brazos y se alegraría de su regreso.
Pero yo no deseo eso, pensó compungida; quiero ir a Estados Unidos, casarme con Mark y vivir en California. Le quiero.
No, era un sueño absurdo. Ella era la señora de Mervyn Lovesey de Manchester, hermana de Thea y tía de las gemelas, la rebelde inofensiva de la sociedad de Manchester. Nunca viviría en una casa con palmeras en el jardín y piscina. Estaba casada con un individuo fiel y gruñón que demostraba más interés hacia sus negocios que hacia ella, y la mayoría de las mujeres que conocía se encontraban en la misma situación, de modo que debía ser normal. Todas se sentían decepcionadas, pero estaban mejor que las pocas casadas con manirrotos y borrachos; se compadecían mutuamente y coincidían en que podría ser peor, y derrochaban el dinero ganado a base de grandes esfuerzos por sus maridos en grandes almacenes y peluquerías. Pero nunca se fugaban a California.
El avión se zambulló en la nada de nuevo y se estabilizó como antes. Diana tuvo que hacer un gran esfuerzo de concentración para no vomitar. Sin embargo, por alguna misteriosa razón, ya no estaba asustada. Sabía lo que el futuro le reservada. Se sintió a salvo.
Sólo deseaba llorar.
Eddie Deakin, el mecánico de vuelo, pensaba en el clipper como en una gigantesca burbuja de jabón, hermosa y frágil, que debía ser conducida con todo cuidado sobre el mar, mientras la gente acomodada en su interior se olvidaba alegremente de cuán delgada era la película que les separaba de la rugiente noche.
El viaje era más peligroso de lo que imaginaban, pues la tecnología del aparato era reciente, y el cielo nocturno que cubría el Atlántico era un territorio inexplorado, plagado de peligros inesperados. No obstante, Eddie siempre pensaba con orgullo que la habilidad del capitán, la dedicación de la tripulación y la fiabilidad de la ingeniería norteamericana les conduciría a casa sanos y salvos.
En este viaje, sin embargo, se sentía enfermo de miedo.
Había un Tom Luther en la lista de pasajeros. Eddie observó el embarque de los pasajeros por la ventana del compartimento de pilotaje, preguntándose cuál de ellos era el responsable del secuestro de Carol-Ann, aunque no pudo adivinarlo, por supuesto: formaban el grupo habitual de magnates, estrellas de cine y aristócratas bien vestidos y alimentados.
Durante un rato, mientras se preparaba el despegue, consiguió apartar su mente de Carol-Ann y concentrarse en su trabajo: verificar los instrumentos, poner a punto los cuatro enormes motores radiales, calentarlos, ajustar la mezcla de combustible y los alerones, y controlar la velocidad de los motores durante el despegue. En cuanto el avión alcanzó la altitud de crucero, sus tareas se reducían. Tenía que sincronizar la velocidad de los motores, regular la temperatura de los mismos y regular la mezcla de combustible; después su trabajo consistía sobre todo en vigilar el funcionamiento de los motores. Y su mente comenzó a divagar de nuevo.
Le poseía una necesidad desesperada e irracional de saber cómo iba vestida Carol-Ann. Se sentiría más aliviado si pudiera imaginarla abrigada con su chaqueta de lana, bien abotonada y ceñida con cinturón, y botas de lluvia, no porque hiciera frío (era septiembre), sino porque disimularía mejor las formas de su cuerpo. Sin embargo, lo más probable es que llevara el vestido sin mangas de color espliego que a él tanto le gustaba, y que se amoldaba como un guante a su exuberante figura. Estaría encerrada durante las siguientes veinticuatro horas con una pandilla de brutos, y el pensamiento de lo que podía suceder si empezaban a beber le sumía en una agonía dolorosísima.
¿Qué demonios querían de él?
Confió en que el resto de la tripulación no se diera cuenta del estado en que se hallaba. Por fortuna, cada uno se concentraba en su tarea concreta, y no estaban apretujados como en la mayoría de los aviones. La cabina de pilotaje del Boeing 314 era muy grande. La carlinga, muy espaciosa, tan sólo ocupaba una parte. El capitán Baker y el copiloto Johnny Dott estaban sentados en asientos elevados, codo con codo, ante sus controles; entre ellos había un hueco con una trampilla, que daba acceso al compartimento de proa, situado en el morro del avión. Por la noche, contaban con unas gruesas cortinas que podían correr para que las luces del resto de la cabina no disminuyeran su visión nocturna.
Esa sección por sí sola más grande que la mayoría de compartimentos de pilotaje, pero el resto de la cabina de vuelo del clipper era más que generosa. Casi todo el lado de babor estaba ocupado por una mesa de dos metros de largo, ante la cual se encontraba el piloto Jack Ashford, inclinado sobre sus cartas de navegación. Además, contaban con una pequeña mesa de conferencias, donde se sentaba el capitán cuando no pilotaba el avión. Junto a la mesa del capitán había una compuerta oval que conducía al interior del ala por un angosto pasadizo; era una característica especial del clipper poder acceder a los motores en pleno vuelo mediante este pasadizo, y Eddie podía realizar tareas de mantenimiento o reparaciones sencillas, como arreglar una fuga de combustible, sin necesidad de que el avión aterrizara.
A estribor, justo detrás del asiento del copiloto, estaba la escalera que conducía a la cubierta de pasajeros. A continuación, se hallaba el cubículo del operador de la radio, donde Ben Thompson se sentaba, inclinado hacia adelante. Detrás de Ben se sentaba Eddie, de costado, ante una pared compuesta de cuadrantes y una batería de palancas. Un poco a su derecha se encontraba la compuerta oval que daba paso al pasadizo del ala de estribor. En la parte posterior del compartimento de pilotaje, una puerta se abría al compartimento de carga.
El conjunto medía en total seis metros de largo y tres de anchura, y permitía caminar erguido en toda su extensión. Alfombrado, a prueba de ruidos y decorado con tela verde pálido en las paredes y asientos de piel marrón, era el compartimento de pilotaje más lujoso jamás construido. Cuando Eddie lo vio por primera vez, pensó que se trataba de una broma.