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El avión seguía perdiendo altura, pero la costa de Irlanda se acercaba con rapidez. Pronto podría divisar los campos color esmeralda y las pardas ciénagas. Aquí es donde se originó la familia Black, pensó con un leve estremecimiento.

Justo delante de ella, la cabeza y los hombros de Mervyn Lovesey comenzaron a moverse, como si estuviera luchando con los controles; el ánimo de Nancy cambió de nuevo, y se puso a rezar. La habían educado en el catolicismo, pero no había ido a misa desde que Sean muriera; de hecho, la última vez que había pisado una iglesia fue en su funeral. No sabía muy bien si era creyente o no, pero rezaba con fervor, pensando que, al fin y al cabo, no tenía nada que perder. Musitó un padrenuestro, y le pidió a Dios que la salvara para poder cuidar de Hugh al menos hasta que contrajera matrimonio y se hubiera establecido; y a fin de poder ver a sus nietos; y porque quería remodelar el negocio y seguir dando empleo a aquellos hombres y mujeres y hacer buenos zapatos para la gente corriente; y porque anhelaba disfrutar de un poco de felicidad. De repente era consciente de que había vivido entregada al trabajo durante demasiado tiempo.

Ahora podía ver las blancas cimas de las olas. Los borrosos contornos de la costa que se aproximaba se definieron, mostrando las líneas del oleaje, la playa, el acantilado, el campo verde. Con un escalofrío, se preguntó si sería capaz de nadar hasta la orilla en caso de que el avión cayera al agua. Se consideraba una buena nadadora, pero dar brazadas alegremente de un extremo a otro de la piscina era muy distinto de sobrevivir en el mar agitado. El agua estaría tan fría como para helar los huesos. ¿Cuál era la palabra que se usaba cuando alguien moría de frío? Entumecimiento. El avión de la señora Lenehan se precipitó en el mar de Irlanda y ella murió de entumecimiento, diría el Globe de Boston . Se estremeció dentro de su abrigo de cachemira.

Si el aparato se estrellaba, probablemente no viviría lo suficiente como para comprobar la temperatura del agua. Se preguntó si volaban muy rápido. Lovesey le había dicho que la velocidad de crucero era de unos ciento cincuenta kilómetros, pero ahora era bastante inferior. Pongamos que iban a ochenta. Sean se había estrellado a ochenta kilómetros por hora y había muerto. No, no tenía sentido especular cuán lejos podría llegar nadando.

La costa estaba más cerca. Tal vez sus plegarias habían sido escuchadas, se dijo; quizá el avión lograría aterrizar después de todo. No había habido más alteraciones en el ruido del motor: seguía emitiendo su desigual y agudo carraspeo, con un toque de furia, como el vengativo zumbido de una avispa herida. Pensó con preocupación en dónde aterrizarían, caso de conseguirlo. ¿Podía posarse un avión en una playa arenosa? ¿Y en una playa rocosa? Un avión podía aterrizar en un campo, si no era demasiado irregular. ¿Y en una turbera?

No tardaría en averiguarlo.

La costa se encontraba ahora a medio kilómetro de distancia. Vio que la playa era rocosa y el oleaje bravío. La playa parecía muy escarpada, comprobó con terror: estaba sembrada de guijarros dentados. Un acantilado de poca altura descendía hasta un páramo, en el que pastaban algunas ovejas. Examinó el páramo. Parecía llano. No había setos, y crecían algunos árboles. Quizá fuera posible aterrizar allí. No sabía si confiar en ello o prepararse para la muerte.

El avión amarillo, que continuaba perdiendo altura, aguantó con firmeza. Nancy olió el aroma salado del mar. Lo mejor sería caer al agua, pensó con temor, que tratar de aterrizar en aquella playa. Aquellas piedras afiladas desgarrarían en pedazos el pequeño avión… y a ella también.

Confió en que su muerte fuera rápida.

Cuando la orilla se hallaba a unos cien metros de distancia, comprendió que el avión no se iba a estrellar en la playa: aún volaba a demasiada altura. Lovesey se dirigía hacia el prado que coronaba el acantilado. ¿Conseguiría llegar? Daba la impresión de que se encontraban al mismo nivel que la cumbre del acantilado, y seguían perdiendo altura. Iban a empotrarse en el acantilado. Quiso cerrar los ojos, pero no se atrevió, sino que contempló como hipnotizada el acantilado que se precipitaba hacia ella.

El motor aullaba como un animal enfermo. El viento arrojaba espuma de mar a la cara de Nancy. Las ovejas del acantilado se dispersaron en todas direcciones cuando el avión se lanzó hacia ellas. Nancy se aferró al borde de la carlinga con tanta fuerza que se hizo daño en las manos. Tenía la impresión de que el acantilado se acercaba a toda velocidad. Vamos a chocar, pensó; esto es el fin. Entonces, una ráfaga de viento elevó una pizca el avión, y Nancy creyó que estaban a salvo, pero volvió a caer. El borde del acantilado iba a arrancar las pequeñas ruedas amarillas. Cuando faltaba una fracción de segundo para el impacto, cerró los ojos y chilló.

Por un momento, no sucedió nada.

Después, se produjo una sacudida y Nancy salió despedida hacia adelante, aunque el cinturón de seguridad la retuvo. Por un instante, pensó que iba a morir. Entonces, notó que el avión volvía a subir. Dejó de gritar y abrió los ojos.

Seguían en el aire, a medio metro de la hierba. El avión tocó tierra, y esta vez no se elevó. Nancy sufrió terribles sacudidas mientras se deslizaban sobre el terreno desigual. Vio que se dirigían hacia unas zarzas, y comprendió que aún podían chocar. Luego, Lovesey hizo algo y el avión giró, evitando el peligro. Las sacudidas cesaron; estaban frenando. Nancy apenas podía creer que seguía con vida. El avión se detuvo.

El alivio la agitó como si sufriera un ataque. No paraba de temblar. Dio vía libre a los estremecimientos, notó que la histeria se iba a apoderar de ella y la reprimió. Se terminó, dijo en voz alta. Se terminó, se terminó, estoy a salvo.

Lovesey se levantó y saltó del asiento con una caja de herramientas en la mano. Sin mirarla, bajó a tierra y caminó hasta la parte delantera del avión. Abrió la capota y examinó el motor.

Ni siquiera me ha preguntado si estoy bien, pensó Nancy.

Por extraño que fuera, la rudeza de Lovesey la calmó. Miró a su alrededor. Las ovejas habían regresado a pastar, como si no hubiera ocurrido nada. Ahora que el motor estaba silencioso, oyó las olas romper en la playa. El sol brillaba, pero sentía el viento frío y húmedo lamiendo su mejilla.

Se quedó inmóvil unos instantes, y después, cuando estuvo segura de que sus piernas la sostendrían, se levantó y bajó del avión. Puso pie en suelo irlandés por primera vez en su vida, y la emoción casi le arrancó lágrimas. De aquí nos marchamos hace muchísimos años, pensó. Oprimidos por los ingleses, perseguidos por los protestantes, condenados a morir de hambre por la enfermedad de la patata, nos apretujamos en barcos de madera y zarpamos de nuestra tierra natal hacia un mundo nuevo.

Y es una manera muy irlandesa de volver, pensó con una sonrisa. Casi muero al aterrizar.

Basta de sentimentalismos. Estaba viva. ¿Llegaría a tiempo de alcanzar el clipper ? Consultó su reloj. Eran las dos y cuarto. El clipper acababa de despegar de Southampton. Podría llegar a Foynes a tiempo si este avión volvía a volar, y si tenía el valor de subir otra vez.

Se encaminó a la parte delantera del avión. Lovesey utilizaba una llave inglesa grande para soltar un tornillo.

– ¿Lo arreglará? -preguntó Nancy.

El hombre no levantó la vista.

– No lo sé.

– ¿Cuál es el problema?

– No lo sé.

Había recaído en su estado de ánimo taciturno.

– Pensaba que usted era ingeniero -dijo Nancy, exasperada.

Sus palabras le ofendieron.

– Estudié matemáticas y física -explicó, mirándola-. Mi especialidad es la resistencia al aire de curvas complejas. ¡No soy un jodido mecánico!

– Pues tal vez debería ir a buscar un mecánico.

– No hay ninguno en esta jodida Irlanda. Este país aún vive en la Edad de Piedra.

– ¡Gracias a la brutalidad de los ingleses, que sojuzga al pueblo desde hace muchos siglos!

El hombre sacó la cabeza del motor y se irguió.

– ¿Por qué cojones nos hemos metido en política?

– Ni siquiera me ha preguntado todavía si estoy bien. -Es obvio que está bien.

– ¡Casi me ha matado!

– Le he salvado la vida.

Aquel hombre era imposible.

Nancy escudriñó el horizonte. A medio kilómetro se distinguía la línea de un seto o un muro que tal vez bordearía una carretera, y algo más allá vio varios tejados de paja arracimados. Quizá podría conseguir un coche y llegar a Foynes.

– ¿Dónde estamos? -preguntó-. ¡Y no me diga que no lo sabe!

Él sonrió. Era la segunda o tercera vez que la sorprendía, al demostrar que no tenía tan mala leche como aparentaba.

– Creo que estamos a pocos kilómetros de Dublín. Nancy decidió que no se iba a quedar para verle manipular el motor.

– Voy a pedir ayuda.

– El le miró los pies.

– No llegará muy lejos con esos zapatos.

Voy a darle una lección, pensó Nancy, irritada. Se levantó la falda y se quitó las medias a toda prisa. Lovesey la miró, asombrado y sonrojado. Nancy se despojó también de los zapatos. Le gustó que perdiera la compostura.

– No tardaré mucho -dijo, guardando los zapatos en los bolsillos de la chaqueta y alejándose descalza.

Cuando estuvo a unos metros de distancia, Nancy se permitió una amplia sonrisa. Le había dejado sin habla. Le estaba bien por sentirse tan superior.

El placer de haberle vencido no tardó en disiparse. La humedad, el frío y la suciedad empezaron a torturar sus pies. Las casas estaban más lejos de lo que había pensado. Ni siquiera sabía qué iba a hacer cuando llegara. Supuso que intentaría trasladarse en coche a Dublín. Lovesey debía tener razón sobre la escasez de mecánicos en Irlanda.

Le costó veinte minutos llegar a las casas. Detrás de la primera encontró a una mujer menuda calzada con zuecos, que cavaba en un huerto.

– Hola -saludó Nancy.

La mujer levantó la vista y lanzó un grito de miedo.

– Mi avión ha sufrido un accidente -explicó Nancy.

La mujer la miró como si viniera de otro mundo.

Nancy imaginó que su aspecto era de lo más extravagante, descalza y con una chaqueta de cachemira. Lo cierto era que, para una campesina ocupada en su jardín, un extraterrestre resultaría mucho menos sorprendente que una mujer recién salida de un avión. La mujer extendió un brazo vacilante y tocó la chaqueta de Nancy. Ésta se sintió turbada: la mujer la trataba como a una diosa.

– Soy irlandesa dijo Nancy, esforzándose por parecer más humana.

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