El matrimonio Lovesey despertaba su curiosidad. «Persigo a mi esposa», había dicho, una admisión sorprendentemente sincera. No le extrañaba que una mujer quisiera huir de él. Era muy apuesto, pero también egocéntrico e insensible. Por eso resultaba muy extraño que corriera detrás de su mujer. Aparentaba excesivo orgullo. En opinión de Nancy, era de los que se habrían limitado a decir: «Que se vaya a la mierda». Quizá le había juzgado mal.
Se preguntó cómo sería su mujer. ¿Sería bonita, sensual, egoísta, mimada? ¿Una ratita asustada? Pronto lo averiguaría…, si llegaban a tiempo de alcanzar el clipper .
El mecánico le trajo un casco y se lo puso. Lovesey subió a bordo.
– Échale una mano, ¿quieres? -gritó.
El mecánico, más galante que su patrón, la ayudó a ponerse la chaqueta.
– Allí arriba hace frío, aunque brille el sol -dijo.
La ayudó a subir y Nancy se encajó en el asiento posterior. El mecánico le pasó el maletín, que Nancy colocó bajo sus pies.
Cuando el motor arrancó, se dio cuenta, con un estremecimiento de nerviosismo, que iba a volar con un completo extraño.
Al fin y al cabo, Mervyn Lovesey podía ser un piloto incompetente, poco experto, a los mandos de un avión mal revisado. Hasta cabía la posibilidad de que se dedicara a la trata de blancas y se propusiera venderla a un burdel turco. No, era demasiado vieja para eso. De todos modos, carecía de motivos para confiar en Lovesey. Sólo sabía que era inglés y tenía un aeroplano.
Nancy había volado tres veces, pero siempre en aviones grandes de cabinas cerradas. Nunca había subido a un biplano pasado de moda. Era como volar en un coche descapotable. El avión aceleró por la pista. El rugido del motor martilleó sus oídos y el viento abofeteó sus orejeras.
El avión de pasajeros en el que Nancy había volado se había elevado con suavidad, pero éste subió de golpe, como un caballo de carreras que saltara una valla. Después, Lovesey lo ladeó con tal brusquedad que Nancy se agarró con todas sus fuerzas, temerosa de caer, a pesar del cinturón de seguridad. ¿Tendría aquel hombre permiso de piloto?
Lovesey enderezó el avión, que se elevó con gran rapidez. Su vuelo parecía más comprensible y menos milagroso que el de un gran avión de pasajeros. Nancy veía las alas, respiraba el aire, oía el aullido del pequeño motor y lo sentía planear, sentía la hélice bombeando aire y el viento alzando las anchas alas de tela, como se sentía una cometa al sujetar el hilo. Tal sensación no existía en un avión cerrado.
Sin embargo, percibir la lucha del pequeño aeroplano por volar le causaba una sensación molesta en el estómago. Las alas eran simples objetos frágiles de madera y lona; la hélice podía atorarse, romperse o desprenderse; el viento a favor podía cambiar y soplar en contra; cabía la posibilidad de encontrar niebla, rayos o tormentas.
Todo esto parecía improbable, no obstante, mientras el avión ascendía hacia el sol y su morro apuntaba con gallardía en dirección a Irlanda. Nancy experimentaba la sensación de cabalgar a lomos de una gigantesca libélula amarilla. Era aterrador pero divertido, como la noria de un parque de atracciones.
Pronto dejaron atrás la costa de Inglaterra. Nancy se permitió un breve momento de triunfo cuando se desviaron hacia el oeste sobre las aguas. Peter no tardaría en subir a bordo del clipper , felicitándose por haber engañado a su astuta hermana mayor, pero su júbilo sería prematuro, pensó ella con airada satisfacción. Aún no la conocía bien. Se llevaría un susto tremendo cuando la viera llegar a Foynes. Estaba ansiosa por contemplar la expresión de su rostro.
Aunque alcanzara a Peter, le quedaba una dura batalla por delante. Para derrotarle no bastaba presentarse en la junta de accionistas. Debería convencer a tía Tilly y a Danny Riley de que la mejor alternativa era retener sus acciones y apoyarla.
Quería explicar la vil conducta de Peter a todos, para que se enterasen de que habían mentido y conspirado contra su hermana. Quería aplastarle y mortificarle, revelando a todos que era un ser rastrero. Sin embargo, tras un momento de reflexión, llegó a la conclusión de que no era una decisión inteligente. Si se mostraba furiosa y resentida, pensarían que se oponía a la fusión por motivos emocionales. Tenía que hablar con calma y frialdad sobre los proyectos de futuro, y actuar como si su desacuerdo con Peter fuera un mero asunto de negocios. Todos sabían que ella manejaba los negocios mejor que su hermano.
En cualquier caso, su argumento era muy sensato. El precio que les ofrecían por sus acciones se basaba en los beneficios de «Black’s», que eran bajos por culpa de la mala gestión de Peter. Nancy sospechaba que obtendrían más cerrando la fábrica y vendiendo todas las tiendas. Aunque lo mejor sería reestructurar la fábrica de acuerdo con su plan para que volviera a rendir beneficios.
Había otro motivo para esperar: la guerra. La guerra beneficiaba, en general, a los negocios, sobre todo a las empresas como «Black’s», que suministraban artículos a los militares. Era posible que los Estados Unidos no intervinieran en la guerra, pero se acumularían las existencias como medida de precaución. Los beneficios, por tanto, aumentarían de todos modos. Por eso Nat Ridgeway quería comprar la empresa.
Meditó sobre la situación mientras cruzaban el mar de Irlanda, recitando su discurso mentalmente. Ensayó frases fundamentales, articulándolas en voz alta, confiando en que el viento borrara las palabras antes de que llegaran a los oídos de Mervyn Lovesey, cubiertos por el casco, a un metro de distancia de ella.
Se quedó tan absorta en su discurso que no advirtió el primer fallo del motor.
– La guerra de Europa duplicará el valor de esta empresa en doce meses -recitó-. Si los Estados Unidos entran en guerra, el precio se volverá a doblar…
La segunda vez que ocurrió, se despertó de su ensueño.
El rugido continuado se alteró un momento, como el sonido de un grifo atascado. Se normalizó, volvió a cambiar y adoptó un tono diferente, un sonido entrecortada más débil, que puso muy nerviosa a Nancy.
El avión empezó a perder altura.
– ¿Qué sucede? -chilló Nancy, pero no hubo respuesta.
Lovesey no la oía, o estaba demasiado ocupado para contestar. El tono del motor cambió de nuevo, aumentando de intensidad, como si recibiera más combustible, y el avión se ladeó.
Nancy estaba frenética. ¿Qué pasaba? ¿Era un problema serio? Tuvo ganas de ver la cara de Lovesey, pero continuaba mirando con determinación al frente.
El sonido del motor ya no era constante. A veces, parecía recuperar su anterior rugido gutural; después, temblaba y oscilaba. Nancy, asustada, miró hacia delante, intentando distinguir alguna alteración en el giro de la hélice, pero no observó ninguno. Sin embargo, cada vez que el motor tartamudeaba, el avión perdía un poco más de altura.
Nancy ya no podía soportar la tensión. Se desabrochó el cinturón de seguridad, se inclinó hacia adelante y apoyó la mano en el hombro de Lovesey. Éste volvió la cabeza.
– ¿Qué pasa? -gritó en su oído Nancy.
– ¡No lo sé!
Ella estaba demasiado asustada para aceptarlo.
– ¿Qué sucede? -insistió.
– Creo que no funciona un cilindro del motor.
– ¿Cuántos cilindros tiene?
– Cuatro.
El avión sufrió otra brusca bajada. Nancy se sentó a toda prisa y volvió a abrocharse el cinturón. Sabía conducir, y tenía la idea de que un coche continuaba funcionando aunque fallara un cilindro. Sin embargo, su Cadillac tenía doce. ¿Podía volar un avión con tres de los cuatro cilindros? La duda la torturaba.
Estaban perdiendo altura sin cesar. Nancy supuso que el avión podía volar con tres cilindros, pero no durante mucho rato. ¿Cuánto tardarían en caer al mar? Escrutó la lejanía y, para su alivio, vio tierra delante. Incapaz de contenerse, se desabrochó el cinturón de nuevo y habló a Lovesey.
– ¿Podremos llegar a tierra?
– ¡No lo sé!
– ¡Usted no sabe nada! -gritó Nancy. El miedo convirtió su grito en un chillido. Se obligó a serenarse-. ¿Cuáles cree que son nuestras posibilidades?
– ¡Cierre el pico y déjeme concentrarme!
Nancy se sentó. Voy a morir, pensó; combatió el pánico y trató de pensar con calma. Menos mal que he criado a los chicos antes de que esto ocurriera, se dijo. Será un duro golpe para ellos, sobre todo después de perder a su padre en un accidente de automóvil, pero son hombres, grandes y fuertes, y nunca les faltará dinero. Lo superarán.
Ojalá hubiera tenido otro amante, Ha pasado…, ¿cuánto tiempo? ¡Diez años! No es extraño que me haya acostumbrado. Para el caso, igual podría ser una monja. Tenía que haberme acostado con Nat Ridgeway; lo habría hecho bien.
Se había citado un par de veces con un hombre nuevo, justo antes de partir hacia Europa, un contable soltero de su edad, pero no deseó haberse acostado con él. Era amable pero débil, como casi todos los hombres que conocía. Intuían su fortaleza y deseaban que cuidara de ellos. ¡Pero yo quiero que alguien cuide de mí!, pensó.
Si sobrevivo a ésta, juro que tendré otro amante antes de morir.
Comprendió que Peter iba a ganar. Qué vergüenza. El negocio era todo cuanto le quedaba de su padre, y ahora sería absorbido y desaparecería en la masa amorfa de «General Textiles». Papá había trabajado duro toda su vida para levantar esa compañía, y a Peter le habían bastado cinco años de indolencia y egoísmo para hundirla.
A veces, todavía echaba de menos a su padre. Era un hombre tan hábil… Siempre que surgía un problema, ya se tratase de una grave crisis financiera, como la Depresión, o de un pequeño problema familiar, como el escaso rendimiento de uno de los muchachos en la escuela, papá daba con la manera más positiva de afrontarlo. Era muy bueno para las cosas mecánicas, y la gente que manufacturaba las grandes máquinas que se usaban en la fabricación del calzado solían consultarle antes de dar el visto bueno a un diseño. Nancy entendía perfectamente el proceso de producción, pero era más experta en predecir los estilos que el mercado esperaba, y desde que se había hecho cargo de la fábrica, los beneficios procedían en mayor medida del calzado femenino que del masculino. Nunca se había sentido eclipsada por su padre, como le había ocurrido a Peter; ella simplemente le echaba de menos.
De pronto, la idea de que iba a morir le resultó ridícula e irreal. Sería igual que si cayera el telón antes de que acabara la obra, mientras el protagonista se hallaba en mitad de un monólogo; no era así como ocurrían las cosas. Durante un rato se sintió irracionalmente animada, con la seguridad de que viviría.