– ¿Estuviste llorando? -preguntó Deanna cuando Theresa llegó al porche trasero con la botella y el mensaje en la ruano.
Theresa se sintió avergonzada y se limpió los ojos mientras la mujer dejaba el diario y se levantaba de su asiento. Aunque tenía sobrepeso, y así había sido desde que Theresa la conocía, se movió rápidamente para rodear la mesa con expresión preocupada.
– ¿Te sientes bien? ¿Qué te ocurrió? ¿Estás herida? -tropezó con una de las sillas mientras se acercaba a tomar una de las manos de Theresa.
Ella negó con la cabeza.
– No me pasó nada, créeme. Me siento bien, de verdad. Es sólo que acabo de encontrar esta carta. Estaba dentro de una botella que arrojó el mar a la playa. Cuando la abrí y la leí… -se apartó un mechón que el viento le había volado a la cara-, me llegó muy hondo. Tal vez es una cosa tonta, lo sé -se enjugó una lágrima, le dio la carta a Deanna y se acercó a la mesa de hierro forjado de donde su amiga se había levantado-. Pero no pude evitarlo.
Deanna leyó la carta con lentitud y cuando la terminó miró a Theresa. También tenía húmedos los ojos.
– Es… hermosa -comentó por fin-. Es una de las cartas más conmovedoras que he leído.
– Eso fue lo que pensé.
Deanna acarició con los dedos las letras del escrito y se detuvo un momento.
– Me pregunto quiénes serán. Y por qué razón lanzarían al mar esta botella.
– No tengo idea.
– ¿No tienes curiosidad?
El hecho era que Theresa sí tenía curiosidad. Después de leerla la primera vez, la releyó y luego la leyó una tercera vez. Y se preguntó qué se sentiría que alguien la amara de ese modo.
– Una poca, pero ¿qué puedo hacer? No hay modo de que lo sepamos jamás.
– ¿Qué harás con ella?
– Guardarla, supongo. En realidad no he pensado mucho en eso -Theresa bebió un poco de jugo que se había servido-. Así que… ¿qué haremos hoy?
– Pensé que podríamos hacer algunas compras y después ir a comer a Provincetown. ¿Qué te parece?
– Es precisamente lo que creí que haríamos.
Las dos mujeres charlaron sobre los lugares a los que irían. Después Deanna se levantó y entró en la casa para servirse otra taza de café y Theresa la observó mientras se marchaba.
Deanna había cumplido cincuenta y ocho años, tenía la cara redonda; llevaba el cabello corto, que poco a poco se volvía gris, peinado de manera sencilla, y era la mejor persona que conocía Theresa. Sabía mucho de música y de arte y vivía en un mundo lleno de optimismo y buen humor.
Cuando Deanna regresó a la mesa, se sentó y volvió a tomar la carta. Mientras la examinaba con atención, arqueó las cejas.
– Me pregunto… -comenzó en voz baja.
– ¿Qué?
– Bueno, cuando estaba adentro se me ocurrió que deberíamos publicar esta carta en tu columna de esta semana.
– ¿Cómo dices?
Deanna se inclinó sobre la mesa.
– Precisamente lo que oyes. Creo que deberíamos publicar esta carta. Es de verdad muy conmovedora. Puedo imaginarme a cientos de mujeres recortándola y pegándola en sus refrigeradores para que sus esposos puedan verla al regresar del trabajo.
– Ni siquiera sabemos quiénes son. ¿No crees que deberíamos pedir su permiso primero?
– No usaremos sus verdaderos nombres, y mientras no nos atribuyamos el crédito de haberla escrito ni divulguemos de dónde podría venir, estoy segura de que no habrá problema.
– Sé que probablemente sería legal, pero no estoy segura de que hacerlo sea correcto. Me refiero a que es una carta muy personal.
– Theresa, es una historia de interés humano. A la gente le entusiasma mucho este tipo de cosas. Y recuerda, el tal Garrett envió la carta en una botella al mar. Tiene que haber imaginado que aparecería en alguna playa.
Theresa negó con la cabeza.
– No lo sé, Deanna…
– Bueno, piénsalo. No necesitas decidirlo ahora. Aunque yo creo que es una magnífica idea.
Theresa pensó en la carta mientras se desvestía para darse una ducha. Se encontró preguntándose cómo sería el hombre que la escribió… Garrett, si es que ése era su verdadero nombre. Y ¿quién sería Catherine? Su amante o su esposa, eso era obvio. Se preguntó si estaría muerta o si algo más habría ocurrido para separarlos. Ella jamás, en toda su vida, había recibido una carta que siquiera se pareciera remotamente a ésa. David nunca había sido buen escritor, ni tampoco nadie más con quien hubiera salido. ¿Cómo sería aquel hombre? ¿Sería tan devoto en persona como parecía en aquella carta?
Se enjabonó y enjuagó el cabello y todas aquellas preguntas salieron de su cabeza mientras el agua fresca la recorría. Se lavó el resto del cuerpo con un paño y jabón humectante, pasó en el baño más tiempo del que necesitaba y finalmente salió de la ducha.
Se miró al espejo mientras se secaba con la toalla. Pensó que no lucía mal para ser una mujer de treinta y seis años con un hijo adolescente. Su pecho siempre había sido pequeño y no estaba colgado como el de otras mujeres de su edad. Tenía el abdomen plano y las piernas largas y delgadas por el ejercicio. En general se sentía satisfecha con el modo en que se veía aquella mañana y atribuyó su fácil y peculiar aceptación de sí misma al hecho de que estaba de vacaciones.
Después de aplicarse un poco de maquillaje se vistió con unos pantaloncillos cortos beige, una blusa sin mangas y unas sandalias marrón. En una hora el día sería caluroso y húmedo y no deseaba sentirse incómoda.
Ir de compras con Deanna era toda una experiencia.
Una vez que llegaron a Provincetown pasaron el resto de la mañana en las diversas tiendas. Theresa compró tres vestidos nuevos y un traje de baño antes de que Deanna la arrastrara hasta una tienda de lencería que se llamaba Nightingales.
Ahí Deanna se volvió absolutamente loca. No pensaba comprar algo para ella misma, por supuesto, sino animar a Theresa a hacerlo. Tomaba de los estantes alguna prenda interior de encaje y la sostenía en alto para que Theresa la observara, y hacía comentarios como: “Esta se ve muy sensual” o “No tienes ninguno de este color, ¿o sí?”. Había por supuesto muchas otras personas a su alrededor cuando le hacía aquellos comentarios y Theresa no podía evitar reír siempre que ocurría. La falta de inhibición de Deanna era una de las cosas que más le agradaban de ella. En verdad no le importaba lo que la gente pensara, y a menudo Theresa deseaba parecerse un poco a ella.
Cuando regresaron a la casa, Brian leía el diario en la sala.
– ¡Hola! ¿Cómo les fue?
– Bien -respondió Deanna-. Comimos en Provincetown y luego hicimos algunas compras. ¿Qué tal te fue hoy en el juego?
– Muy bien. Si no hubiera fallado en los últimos dos hoyos habría tirado un ochenta.
– Bueno, creo que sólo tendrás que seguir practicando hasta que te salga bien.
Brian rió.
– ¿No te molesta?
– Por supuesto que no.
Brian sonrió mientras hojeaba el diario, satisfecho porque pasaría mucho tiempo en el campo de golf esa semana. Deanna reconoció la señal de que quería seguir leyendo el diario y dirigió su atención a Theresa.
– ¿Quieres que juguemos gin rummy?
A Deanna le gustaban los juegos de cartas de cualquier tipo. Estaba inscrita en dos clubes de bridge, jugaba corazones como una campeona y llevaba la cuenta de cada vez que ganaba un solitario. Pero ella y Theresa siempre jugaban gin rummy, porque era el único juego en el que Theresa tenía alguna oportunidad de ganar.
– Claro.
– Esperaba que dijeras eso. Las cartas están afuera, en la mesa.
Theresa salió para ir a la mesa en la que habían desayunado Deanna la siguió poco después con dos latas de Coca-Cola de dieta y se sentó frente a ella mientras Theresa tomaba el mazo de cartas. Barajó y las repartió.
Deanna alzó la vista.
– Tenía la esperanza de que conocieras a alguna persona especial esta semana.
– Tú eres especial.
– Sabes a lo que me refiero… a un hombre. A uno que te dejara sin aliento.
Theresa la miró sorprendida.
– En realidad no lo he buscado, Deanna.
Sacó el seis de diamantes y Deanna lo tomó antes de descartar el tres de picas. Deanna hablaba en el mismo tono que usaba la madre de Theresa cuando discutían sobre ese terna.
– Han pasado casi tres años desde tu divorcio. ¿Acaso no has salido con nadie en ese tiempo?
– En realidad no. No desde que Matt Como-se-llame me dijo que no quería a una mujer con hijos.
Deanna frunció el entrecejo por un momento.
– Algunas veces los hombres son unos verdaderos idiotas, y él es un ejemplo perfecto. Pero no todos son iguales. Hay muchos hombres buenos vagando por ahí… hombres que se enamorarían de ti en un instante.
Theresa tomó el tres de picas y descartó el cuatro de diamantes.
– Por eso te quiero, Deanna. Dices las cosas más dulces.
Deanna tomó una carta del mazo.
– Pero es cierto. Créeme. Podría encontrar a una docena de hombres a los que les encantaría salir contigo.
– Pero eso no significa que a mí me agradarían ellos.
Deanna descartó el dos de espadas.
– Creo que tienes miedo.
– ¿Por qué lo dices?
– Porque sé lo mucho que David te lastimó. Está en la naturaleza humana. Gato escaldado del agua fría huye. Los viejos proverbios encierran grandes verdades.
– Tal vez sea cierto. Pero estoy segura de que si el hombre correcto se presenta, lo sabré. Tengo fe.
– ¿Qué clase de hombre estás buscando?
– No lo sé.
– Por supuesto que sí. Todos sabemos, aunque sea vagamente, qué queremos. Empieza con lo que es obvio, o sino, comienza con lo que no te gustaría. Por ejemplo… ¿estaría bien si él perteneciera a una pandilla de motociclistas?
Theresa sonrió y llevó la mano al mazo para tomar una carta. Su juego se estaba formando. Otra carta y lo tendría listo. Descartó la sota de corazones.
– Nadie de una pandilla de motociclistas, eso es seguro -dijo moviendo la cabeza. Lo pensó un momento-. Mmm… supongo que sobre todo deberá ser el tipo de hombre que sea capaz de ser fiel. Y creo que me gustaría alguien como de mi edad -Theresa se detuvo y frunció el entrecejo.
– ¿Y?
– Espera un momento. No es tan sencillo como parece. Supongo que estoy de acuerdo con lo que se dice siempre: atractivo, amable, inteligente y encantador… tú sabes, todas esas cualidades que las mujeres buscan en un hombre -de nuevo se detuvo.