Garrett tomó un taxi al aeropuerto, pero no halló vuelo de regreso y se encontró pasando la noche en la terminal, todavía furioso e incapaz de dormir. Durante horas caminó frente a tiendas que hacía mucho habían cerrado, deteniéndose sólo de vez en cuando para mirar a través de las barreras que mantenían a raya a los viajeros nocturnos.
A la mañana siguiente tomó el primer vuelo que pudo, llegó a su casa poco después de las once y fue directo a su habitación. Sin embargo, mientras estaba acostado en la cama, lo ocurrido la tarde anterior comenzó a repetirse en su cabeza, lo que lo mantuvo despierto. Al final, se dio por vencido. Se bañó, se vistió y se sentó otra vez en la cama. Contempló la fotografía de Catherine y la llevó a la sala. Encontró las cartas donde las había dejado, sobre la mesa de centro. Con la fotografía frente a sí, leyó las cartas con lentitud, casi con veneración, mientras sentía cómo la presencia de Catherine llenaba el cuarto.
– ¡Vaya! Pensé que habías olvidado por completo nuestra cita -dijo él mientras veía a Catherine caminar por el muelle con una bolsa de comestibles.
Ella sonreía, lo tomó de la mano y subió a bordo.
– No lo olvidé. Es sólo que tuve que desviarme un poco en el camino. Fui a ver al doctor.
Él le quitó la bolsa y la puso a un lado.
– ¿Ocurre algo? Sé que no te has sentido bien últimamente.
– Estoy bien -respondió ella-, pero no creo que pueda navegar esta noche.
– Te pasa algo malo, ¿verdad?
Catherine sonrió de nuevo y se inclinó para sacar un pequeño paquete de la bolsa. Garrett la miró y ella comenzó a abrirlo.
– Cierra los ojos -le pidió- y te lo contaré todo.
Todavía sin saber qué hacer, Garrett cerró los ojos y oyó como se rompía un papel de China.
– Muy bien, ya puedes abrirlos.
Catherine sostenía frente a ella una prenda de bebé.
– ¿Qué es eso? -preguntó sin comprender.
Estaba muy animada.
– Estoy embarazada -explicó con emoción.
– ¿Embarazada?
– Sí. Oficialmente tengo ocho semanas.
– ¿Ocho semanas?
Sorprendido y titubeante, Garrett tomó la ropita de bebé y la sostuvo delicadamente en la mano; luego se inclinó hacia delante y le dio a Catherine un abrazo.
– ¡No puedo creerlo!
– Pues es verdad.
Una amplia sonrisa se le dibujó en los labios cuando por fin comprendió lo que le estaba diciendo.
– ¡Estás embarazada!
Catherine cerró los ojos y le susurró al oído:
– Y tú vas a ser padre.
Los pensamientos de Garrett fueron interrumpidos por el chirrido de la puerta. Su padre metió la cabeza en la habitación.
– Vi tu camión afuera -le dijo-. No esperaba que volvieras hasta esta tarde -al ver que Garrett no le respondió, su padre entró y descubrió la fotografía de Catherine en la mesa-. ¿Estás bien, hijo? -preguntó con cautela.
Se sentaron en la sala mientras Garrett le explicaba la situación desde el principio: sus sueños recurrentes, los mensajes que había estado enviando en botellas, y por fin, la discusión sostenida con Theresa la noche anterior. Cuando terminó, su padre le quitó las cartas de la mano.
– Debe de haber sido una verdadera sorpresa -dijo al tiempo que miraba las hojas de papel-, pero, ¿no crees que te portaste un poco duro con ella?
Garrett movió la cabeza con cansancio.
– Ella sabía todo sobre mí. Ella lo planeó todo.
– No, no fue así -lo contradijo su padre con suavidad-. Tal vez haya venido a conocerte, pero no hizo que te enamoraras de ella. Eso lo hiciste solo.
Garrett desvió la cara antes de volver a mirar la fotografía que tenía sobre la mesa.
– Pero, ¿no crees que estuvo mal que no me lo dijera? ¿Crees que estuvo bien que lo ocultara?
Jeb suspiró.
– Tal vez no te dijo lo de las cartas, de acuerdo, y tal vez sí debió hacerlo. Pero eso no es lo que te molesta ahora. Estás enojado porque te hizo darte cuenta de algo que no deseas admitir.
Garrett miró a su padre sin tener nada que responder. Luego se levantó del sofá y se dirigió a la cocina, con la repentina urgencia de escapar de aquella conversación. En el refrigerador encontró una jarra de té y se sirvió un vaso. Abrió el congelador y tomó la bandeja de metal con hielos para sacar un par de cubos. En un arranque repentino de frustración, tiró de la palanca con demasiada fuerza y los cubos de hielo salieron volando sobre el mostrador y cayeron al suelo.
Mientras Garrett murmuraba maldiciones en la cocina, Jeb caminó hasta la puerta corrediza. La abrió y miró cómo los vientos fríos de diciembre, provenientes del Atlántico, hacían que las olas rompieran con violencia; el ruido hacía eco por toda la casa. Jeb contempló el mar, lo miró agitarse y revolverse, hasta que oyó que llamaban a la puerta.
Se volvió, preguntándose quién podría ser. Entonces se dio cuenta de que todas las veces que estuvo antes en casa de su hijo nadie lo había ido a visitar.
Garrett estaba en la cocina y, aparentemente, no había oído que llamaban.
Jeb fue a abrir.
– ¡Ya voy! -gritó.
Cuando abrió la puerta del frente, una ráfaga de viento se coló en la sala, lanzando las cartas al suelo. Sin embargo, Jeb no lo notó. Toda su atención se centró en la visitante que estaba en el porche.
Frente a él se encontraba una mujer joven, de cabello oscuro a la que nunca había visto. Se detuvo un instante y supo exactamente de quién se trataba. Se hizo a un lado para dejarla pasar.
– Pase -murmuró en voz baja.
Cuando entró y cerró la puerta a sus espaldas, el viento cesó de pronto. Theresa miró a Jeb incómoda.
– Usted debe de ser Theresa -dijo Jeb-. He oído hablar mucho de usted.
Ella se cruzó de brazos, sin saber qué hacer.
– Sé que no me esperaba, pero…
– No se preocupe -la animó Jeb.
– ¿Está Garrett en casa?
Jeb asintió y le indicó la cocina con la cabeza.
– Sí, aquí está. Fue a servirse algo de beber.
– ¿Cómo está?
Jeb se limitó a encogerse de hombros y con cierta lentitud esbozó una sonrisa irónica.
– Tendrá que hablar con él.
Theresa asintió, preguntándose de pronto si habría sido una buena idea ir allá. Miró a su alrededor y de inmediato vio las cartas tiradas en el piso y, por encima del hombro de Jeb, la fotografía de Catherine.
Por lo general aquella fotografía estaba en el dormitorio y, por alguna razón, ahora estaba ahí, a la vista, y ella no podía quitarle los ojos de encima. Todavía la miraba cuando Garrett volvió a la sala.
– Papá, ¿qué ocurrió aquí…?
Se quedó inmóvil. Theresa se enfrentó a él, insegura. Durante un largo rato ninguno de los dos dijo nada. Luego Theresa aspiró profundo.
– Hola, Garrett -dijo.
Garrett no contestó nada. Jeb tomó sus llaves de la mesa.
– Ustedes dos tienen mucho de qué hablar, así que me marcho. Jeb se dirigió a la puerta del frente y, mirando de lado a Theresa, murmuró:
– Fue un placer conocerla -enarcó las cejas y se encogió de hombros, como si le deseara suerte. Un momento después se encontraba afuera.
– ¿A qué viniste? -preguntó Garrett con suavidad una vez que estuvieron solos.
– Quería volver a verte -respondió ella en voz baja.
– ¿Por qué?
Ella no respondió. En vez de ello, tras un leve titubeo se acercó a él mirándolo a los ojos. Cuando estuvo cerca le puso un dedo en los labios y movió la cabeza para evitar que hablara.
– Chitón -susurró-. No hagas preguntas ahora. Por favor. Lo abrazó. Con cierta renuencia él también la abrazó y Theresa descansó la cabeza en él. Le besó el cuello y lo acercó más a ella. La boca de Theresa pasó poco a poco a la mejilla y después a los labios. Sin darse cuenta, él comenzó a responder. Las manos de Garrett le recorrieron la espalda, apretándola contra él.
En la sala, con el rugido del mar haciendo eco por la casa, se abrazaron con fuerza. Por fin, Theresa se separé y le dio la mano. Sujetó la de él y lo guié hasta el dormitorio.
Más tarde, Garrett despertó solo. Al darse cuenta de que la ropa de Theresa tampoco estaba, tomó sus pantalones vaqueros y su camisa. Todavía se estaba abotonando cuando salió de la habitación y Comenzó a buscar a Theresa por la casa.
La encontró en la cocina, sentada a la mesa. Tenía una taza de café frente a ella, casi vacía. La cafetera ya estaba en el fregadero.
Theresa lo miró por encima del hombro.
– Ven a sentarte conmigo -pidió-. Tengo mucho que decirte.
Garrett se sentó a la mesa.
Sin mirarlo, ella buscó en su regazo, sacó las cartas y las colocó lentamente sobre la mesa. Al parecer las había recogido del suelo mientras él dormía.
– Encontré la botella cuando corría, el verano pasado -comenzó con voz firme pero distante-. Después de leerla, me solté a llorar. Era muy hermosa. Supongo que me identifiqué con lo que escribías porque yo también me sentía muy sola.
Lo miró.
– Esa mañana se la mostré a Deanna. El publicarla fue su idea. Al principio yo no quería. Pensaba que era demasiado personal, pero ella consideró que no le haría mal a nadie. Creía que era un bello documento humano que la gente podría leer, así que cedí.
Suspiró.
– Cuando volví a Boston recibí la llamada de una persona que había leído la columna. Ella me envió la segunda carta; la había encontrado algunos años antes.
Se detuvo.
– ¿Alguna vez has oído hablar de la revista Yankee?
– No.
– Es una publicación regional de Nueva Inglaterra. Ahí fue donde encontré la tercera carta.
Garrett la miró sorprendido.
– ¿La publicaron ahí?
– Sí. Tenía tres cartas, Garrett, y cada una de ellas me había hecho el mismo efecto que la primera. Así que con la ayuda de Deanna averigüé quién eras y vine aquí a conocerte -sonrió con tristeza-. No vine a enamorarme de ti, ni a escribir una columna. Vine a ver quién eras. Eso era todo, pero luego hablamos y si lo recuerdas, me invitaste a navegar. De no haberlo hecho probablemente habría vuelto a casa ese mismo día.
Theresa se acercó y colocó la mano sobre la de Garrett.
– Pero ¿sabes qué? La pasamos tan bien esa noche, que entonces me di cuenta de que quería volver a verte. No por las cartas sino por la forma en que me trataste. Y desde ahí todo pareció darse de manera natural.
Él permaneció en silencio un instante, contemplando las cartas.