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– Ah.

– Es algo realmente triste. -Se encogió de hombros, procurando, sin éxito, que el gesto pareciera despreocupado-. Me habría gustado tener madre.

– Señor Love…

– Aurelius, por favor.

– Aurelius. La relación con las madres no siempre es tan agradable como imaginas.

– ¿Oh? -Mi comentario pareció tener el impacto de una gran revelación. Me miró detenidamente-. ¿Hay peleas?

– No exactamente.

Frunció el entrecejo.

– ¿Malentendidos?

Negué con la cabeza.

– ¿Peor? -Estaba estupefacto. Buscó el posible problema en el cielo, en el bosque y, por último, en mis ojos.

– Secretos -le dije.

– ¡Secretos! -Sus ojos se abrieron en dos círculos perfectos. Desconcertado, meneó la cabeza, tratando por todos los medios de entender a qué me estaba refiriendo-. No sé cómo ayudarte. Sé muy poco de familias. Mi ignorancia es más vasta que el océano. Lamento que entre vosotras haya secretos. Estoy seguro de que tienes tus razones para sentirte así.

La compasión endulzó su mirada y me tendió un pañuelo blanco cuidadosamente doblado.

– Lo siento -dije-. Debe de ser una reacción de efectos retardados.

– Eso espero.

Mientras me enjugaba las lágrimas Aurelius se volvió hacia el parque de ciervos. El cielo estaba oscureciendo lentamente. Seguí la dirección de sus ojos y divisé un destello blanco: el pelaje claro del ciervo que galopaba con agilidad hacia el abrigo de los árboles.

– Cuando noté que se movía el pomo de la puerta, pensé que eras un fantasma -le expliqué- o un esqueleto.

– ¡Un esqueleto! ¡Yo! ¡Un esqueleto!-Rió encantado mientras todo su cuerpo parecía temblar de alegría.

– Y al final resultaste ser un gigante.

– ¡Y que lo digas! Todo un gigante. -Se secó los ojos, humedecidos por la risa, y dijo-: La verdad es que en este lugar sí hay un fantasma, o por lo menos eso dicen.

«Lo sé», estuve a punto de decir. «Lo he visto», pero, lógicamente, no estábamos hablando del mismo fantasma.

– ¿Lo has visto?

– No -suspiró-. No he visto ni la sombra de un fantasma.

Nos quedamos un rato callados, absorto cada uno en sus propias sombras.

– Empieza a refrescar -señalé.

– ¿Tu pierna ya está bien?

– Creo que sí. -Resbalé por el lomo del gato e intenté apoyarme en ella-. Sí, está mucho mejor.

– Estupendo. Estupendo.

Nuestras voces eran murmullos en la luz menguante.

– ¿Quién era exactamente la señora Love?

– La señora que me acogió. Me dio su apellido. Me dio su libro de recetas. En realidad, me lo dio todo.

Asentí.

Recogí mi cámara de fotos.

– Creo que es hora de irme. Debería intentar fotografiar la iglesia antes de que la luz se vaya del todo. Muchas gracias por la merienda.

– Yo tampoco tardaré en marcharme. Ha sido un verdadero placer conocerte, Margaret. ¿Vendrás otro día?

– No vives realmente aquí, ¿verdad? -pregunté con voz dudosa.

Aurelius rió. Era un dulzor oscuro, sustancioso, como el bizcocho.

– Dios mío, no. Tengo una casa allí. -Señaló el bosque-. Vengo aquí por las tardes. Para… bueno, digamos que para meditar.

– Van a derribar la casa. Supongo que ya lo sabes.

– Lo sé. -Aurelius acarició el gato algo distraído, pero con cariño-. Es una pena, ¿no crees? Echaré de menos este viejo caserón. De hecho, cuando te oí pensé que eras uno de ellos, un perito o algo parecido. Pero ha resultado que no.

– No, no soy perito. Estoy escribiendo un libro sobre alguien que vivió aquí.

– ¿Las muchachas de Angelfield?

– Sí.

Aurelius asintió pensativamente con la cabeza.

– ¿Sabías que eran gemelas? Debe de ser increíble. -Por un momento su mirada viajó muy lejos-. ¿Vendrás otro día, Margaret? -preguntó mientras yo recogía mi bolsa.

– Tengo que hacerlo.

Se llevó una mano al bolsillo y sacó una tarjeta. Aurelius Love, servicio de catering tradicional inglés para bodas, bautizos y fiestas. Me señaló la dirección y el número de teléfono.

– Llámame cuando vuelvas por aquí. Te invitaré a mi casa y te preparé una merienda de verdad.

Antes de separarnos, Aurelius me cogió la mano y le dio unas palmaditas suaves, a la antigua usanza. Luego su enorme cuerpo subió elegantemente la enorme escalinata y cerró las pesadas puertas tras de sí.

Bajé lentamente por el camino en dirección a la iglesia, con la mente ocupada por el extraño que acababa de conocer y del que me había hecho amiga. Era algo inusitado en mí. Y al cruzar la puerta del cementerio me dije que quizá la extraña fuera yo. ¿Eran solo imaginaciones mías o desde que había conocido a la señorita Winter yo no era la misma?

Tumbas

Había recordado que necesitaba luz cuando ya era demasiado tarde, así que descarté hacer más fotografías. Entonces saqué mi libreta para pasear por el cementerio. Angelfield era una población antigua pero pequeña y había pocas tumbas. Encontré a John Digence, «Llamado al jardín del Señor», y también a una mujer, Martha Dunne, «Sierva leal de Nuestro Señor», cuyas fechas de nacimiento y muerte coincidían bastante con las que esperaba del ama. Anoté los nombres, las fechas y las inscripciones en mi libreta. En una tumba había flores frescas, un alegre ramo de crisantemos naranjas, y me acerqué para ver a quién recordaban con tanto afecto. Era Joan Mary Love, «Siempre recordada».

Aunque busqué detenidamente, no vi el apellido Angelfield por ningún lado. Mi desconcierto, con todo, no duró más de un minuto. La familia de la casa grande no podía tener tumbas corrientes en el cementerio. Sus tumbas serían más ostentosas, con efigies y extensos epitafios grabados en lápidas de mármol. Y estarían dentro, en la capilla.

La iglesia tenía un aspecto lúgubre. Las viejas ventanas, angostos fragmentos de vidrio verdoso contenidos en un sólido entramado de arcos de piedra, dejaban entrar una luz sepulcral que iluminaba débilmente la pálida piedra de las columnas y los arcos, las blanqueadas bóvedas entre las vigas negras del techo y la madera pulimentada de los bancos. En cuanto mis ojos se acostumbraron a la tenue luz, examiné las lápidas y los monumentos que descansaban en la pequeña capilla. Todos los Angelfield muertos desde hacía siglos tenían sus epitafios allí, renglones y renglones de locuaz encomio, grabados sin reparar en gastos en costoso mármol. Ya volvería otro día para descifrar las inscripciones de esas primeras generaciones; entonces solo estaba buscando un puñado de nombres.

Con la muerte de George Angelfield terminaba la elocuencia fúnebre. Charlie e Isabelle -presumiblemente fueron ellos quienes así lo decidieron- no parecían haber puesto mucho empeño en resumir la vida y la muerte de su padre para las generaciones futuras. «Liberado de las penas terrenales, descansa ahora con su Salvador» era el lacónico mensaje grabado en su lápida. El papel de Isabelle en este mundo y su marcha del mismo aparecía resumido en términos bastante convencionales: «Adorada madre y hermana, partió a un lugar mejor». No obstante, anoté la frase en mi libreta e hice un cálculo rápido. ¡Más joven que yo! No tan trágicamente joven como su marido, pero había muerto a una edad muy temprana.

Estuve a punto de saltarme a Charlie. Descartadas aquella tarde el resto de lápidas de la capilla, me disponía a tirar la toalla cuando mis ojos divisaron finalmente una losa pequeña y oscura. Tan pequeña y tan negra que parecía concebida para que resultara invisible o, cuando menos, insignificante. Como no había pan de oro que iluminara las letras, fui incapaz de descifrarlas con solo mirar, de manera que alargué una mano y palpé la inscripción, palabra por palabra, con las yemas de los dedos, como si fuera braille.

Charlie Angelfield,

desapareció en la oscura noche.

Nunca volveremos a verlo.

No había fechas.

Sentí un escalofrío. Me pregunté quién habría elegido esas palabras. ¿Vida Winter? ¿Y qué emoción escondían? Tuve la impresión de que el texto encerraba cierta ambigüedad. ¿Expresaba el dolor de una pérdida o era la despedida triunfal de los supervivientes de una mala persona?

Cuando salí de la iglesia y eché a andar lentamente por el camino de grava hacia la verja de la casa del guarda sentí un escrutinio leve, casi ingrávido, en la espalda. Aurelius se había ido, por tanto, ¿qué era? ¿El fantasma de Angelfield, o los ojos calcinados de la casa? Probablemente no fuera más que un ciervo que me observaba, invisible, desde la penumbra del bosque.

– Es una pena que no puedas ir a casa unas horas -dijo mi padre en la librería esa noche.

– Ya estoy en casa -protesté fingiendo no entenderlo.

Sin embargo, yo sabía que estaba hablando de mi madre. Lo cierto era que no podía soportar su brillo de hojalata, ni la inmaculada claridad de su casa. Yo vivía entre sombras, me había hecho amiga de mi dolor, pero sabía que en casa de mi madre mi dolor no era bienvenido. A ella le habría encantado tener una hija jovial y habladora cuya alegría le hubiera ayudado a desterrar sus propios miedos. En realidad, mi madre temía mis silencios. Prefería mantenerme alejada.

– Tengo muy poco tiempo -expliqué-. La señorita Winter está impaciente por que prosigamos con el trabajo. Además, solo quedan unas semanas para Navidad. Volveré para entonces.

– Sí -dijo papá-. Falta poco para Navidad.

Parecía triste y preocupado. Sabía que yo era el motivo de su tristeza y su preocupación, y lamentaba no poder hacer nada al respecto.

– He cogido algunos libros para llevármelos a casa de la señorita Winter. Lo he anotado en las fichas.

– Está bien. No te preocupes.

El cuento n?mero trece - pic_12.jpg

Esa noche, arrancándome de mí sueño, siento una presión en el borde de mi cama. El pico de un hueso apretándose contra mi carne a través de las mantas.

¡Es ella! ¡Por fin ha venido a buscarme!

Solo tengo que abrir los ojos y mirarla, pero el miedo me paraliza. ¿Qué aspecto tendrá? ¿Será como yo? ¿Alta, delgada y de ojos oscuros? ¿O, he ahí mi temor, ha venido directamente desde la tumba? ¿Con qué cosa horrible estoy a punto de encontrarme, de reencontrarme?

El miedo desaparece.

Me he despertado.

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