¿Cuánto tiempo me quedé observándola mientras me esperaba?
– No -susurré, pero su brazo seguía haciéndome señas-. Lo siento. -Dejó caer el brazo lentamente.
Entonces levantó la cámara y me hizo una foto.
Lo lamenté por ella. Las fotos hechas a través de un cristal nunca salen. Lo sé muy bien; lo he probado muchas veces.
Me detuve ante la tercera puerta, con la mano en el pomo. La regla de tres, había dicho la señorita Winter. Pero ya no estaba de humor para continuar averiguando sobre su historia. Su casa llena de peligros, con su lluvia interior y el espejo engañoso, había dejado de interesarme.
Decidí marcharme. ¿Fotografiar la iglesia? Ni siquiera eso. Iría a la tienda del pueblo; pediría un taxi por teléfono, iría a la estación y de allí a casa.
Haría todo eso dentro de un minuto. En aquel instante solo quería quedarme así, con la cabeza apoyada en la puerta, los dedos sobre el pomo, indiferente a lo que pudiera haber al otro lado, esperando a que mis lágrimas se secaran y mi corazón se calmara.
Esperé.
Y de repente, bajo mis dedos, el pomo de la tercera puerta empezó a girar solo.
Eché a correr. Salté por encima de los boquetes de las tablas, bajé de tres en tres los escalones, me resbalé una vez y me abalancé sobre el pasamanos para apoyarme. Agarré un puñado de hiedra, tropecé, recuperé el equilibrio y seguí bajando a trompicones. ¿La biblioteca? No. Hacia el otro lado. Por debajo de una arcada. Ramas de saúco y de budelia se me enganchaban a la ropa y en varias ocasiones estuve en un tris de caer mientras mis pies sorteaban los cascotes de esa casa en ruinas.
Al final, inevitablemente, caí al suelo y de mi boca escapó un alarido.
– ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! ¿Te he asustado? Oh, Dios mío.
Me volví hacia la arcada.
Asomando por el rellano de la galería vislumbré no el esqueleto ni el monstruo de mi imaginación, sino un gigante. El individuo bajó ágilmente por la escalera, avanzó con soltura y despreocupación por los escombros y se detuvo delante de mí con una expresión de intensa preocupación en la cara.
– Válgame el cielo.
Debía de medir un metro noventa o noventa y cinco y era corpulento, tan corpulento que la casa pareció empequeñecerse a su alrededor.
– No quería… Verás, pensaba que… Como llevabas allí un rato y… Pero eso ya no importa, lo que ahora importa, querida, es si te has hecho daño.
Me sentí reducida al tamaño de un niño. Pero, pese a sus colosales dimensiones, ese hombre también tenía algo de niño. Demasiado regordete para tener arrugas, su rostro era redondo y de angelote, y alrededor de su rala cabeza pendía una cuidada aureola de rizos de un tono rubio plateado. Sus ojos, redondos como las monturas de sus gafas, eran amables y poseían una transparencia azul.
Yo debía de tener cara de aturdida y quizá estuviera pálida. El gigante se arrodilló a mi lado y me tomó la muñeca.
– Caray, menudo porrazo te has pegado. Si hubiera… No debí… Pulso algo acelerado. Hummm.
La espinilla me ardía. Me llevé una mano a la rodillera del pantalón para tocar una gota y cuando la retiré tenía los dedos manchados de sangre.
– Oh, Dios, oh, Dios, ¿es la pierna, verdad? ¿Está rota? ¿Puedes moverla?
Moví el pie y el alivio se dibujó en su rostro.
– Gracias a Dios. Nunca me lo habría perdonado. No te muevas, quédate aquí descansando mientras yo… voy a buscar… Vuelvo enseguida.
Y se marchó. Sus pies sortearon con delicadeza los bordes mellados de la madera y subieron la escalera dando brincos mientras su torso avanzaba majestuosamente, como desconectado del intrincado juego de piernas que tenía debajo.
Respiré hondo y esperé.
– He puesto en marcha el hervidor de agua -anunció a su regreso.
Llevaba consigo un botiquín de verdad, blanco con la cruz roja encima. Extrajo un desinfectante y una gasa.
– Siempre he dicho que alguien acabaría haciéndose daño en este viejo caserón. Hace años que tengo este botiquín. Más vale prevenir que curar, ¿no crees? ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! -Hizo una mueca de dolor al apretar la punzante gasa contra el corte de mi espinilla-. Seamos valientes, ¿de acuerdo?
– ¿Tienes electricidad? -pregunté. Me sentía algo abrumada.
– ¿Electricidad? Pero si es una casa en ruinas. -Me miró fijamente, sorprendido por la pregunta, como si al caer hubiera sufrido una contusión y hubiera perdido el juicio.
– Lo digo porque creí oírte decir que habías puesto en marcha el hervidor de agua.
– ¡Ah, entiendo! ¡No! Tengo un hornillo de gas. Antes tenía un termo, pero… -Alzó la nariz-. El té hecho en termo no es muy bueno que digamos, ¿no crees? ¿Escuece mucho?
– Solo un poco.
– Buena chica. Te has pegado un buen porrazo. Y ahora el té. ¿Con limón y azúcar? Leche no, lo siento. No hay nevera.
– Me encantaría con limón.
– Bien. Y ahora te pondremos cómoda. Ha dejado de llover. ¿Té en el jardín?
Se dirigió a la imponente puerta del vestíbulo y descorrió el pasador. Con un menor chirrido de lo que esperaba, las hojas se abrieron e hice ademán de levantarme.
– ¡No te muevas!
El gigante llegó brincando hasta mí, se agachó y me recogió del suelo. Me llevó en volandas y suavemente al exterior. Me sentó de lado sobre el lomo de uno de los gatos negros que yo había admirado hacía una hora.
– Espera aquí y cuando regrese tú y yo disfrutaremos de una deliciosa merienda.
Entró de nuevo en la casa. Su colosal espalda se deslizó escaleras arriba, avanzó por el pasillo y entró en la tercera habitación.
– ¿Cómoda?
Asentí con la cabeza.
– Estupendo. -El gigante sonrió como si realmente aquella situación fuera estupenda-. Y ahora, ¿qué tal si nos presentamos? Yo soy Love. Aurelius Alphonse Love. Pero llámame Aurelius. -Me miró con expectación.
– Margaret Lea.
– Margaret. -Esbozó una sonrisa radiante-. Magnífico. Realmente magnífico. Y ahora come.
El gigante había desdoblado una servilleta, esquina por esquina, entre las orejas del gran gato negro. Dentro había una generosa porción de un bizcocho oscuro y pegajoso; le di un bocado. Era el bizcocho perfecto para un día de frío: condimentado con jengibre, dulce pero picante. Aquel desconocido filtró el té en sendas tazas de delicada porcelana. Me tendió un azucarero con terrones y luego extrajo una bolsita de terciopelo azul de su bolsillo superior y la abrió. Descansando sobre el terciopelo había una cucharilla de plata con una A alargada, con la forma de un ángel estilizado, adornando el mango. Cogí la cucharilla, removí con ella mi té y se la devolví.
Mientras yo bebía y comía mi anfitrión se sentó en el segundo gato, que bajo su enorme contorno adquirió de repente el aspecto de un cachorro. Comía en silencio, con cuidado y concentración. También él me observaba comer, anhelando que el bizcocho fuera de mi agrado.
– Estaba delicioso -dije-. Casero, supongo.
De un gato a otro había unos tres metros, de manera que para conversar teníamos que elevar ligeramente la voz, lo que daba a la conversación un toque teatral, como si se tratara de representación. Y lo cierto era que teníamos público. Cerca de la linde del bosque, un ciervo totalmente inmóvil nos observaba con curiosidad. Sin pestañear, vigilante, con las fosas nasales agitadas. Cuando advirtió que lo había visto no hizo ademán de huir, sino que optó por lo contrario por no tener miedo.
Mi compañero se limpió los dedos en la servilleta, la sacudió y la dobló en cuatro.
– Entonces, ¿te ha gustado? La señora Love me dio la receta. Preparo este bizcocho desde niño. La señora Love era una cocinera maravillosa; una mujer maravillosa en todos los sentidos. Naturalmente, ya no está con nosotros. Se fue a una edad avanzada, aunque yo había confiado en que… Pero no pudo ser.
– Comprendo.
Si bien no estaba segura de comprender. ¿La señora Love era su esposa? Aunque había dicho que hacía ese bizcocho desde que era niño. No podía estar refiriéndose a su madre. ¿Por qué iba a llamar a su madre señora Love? Aun así, dos cosas estaban claras: que la había querido y que la mujer estaba muerta.
– Lo siento -dije.
Aceptó mi pésame con una expresión triste, pero después su rostro se iluminó.
– Eso sí, me dejó un recuerdo muy digno, ¿no crees? Me refiero al bizcocho.
– Desde luego. ¿Hace mucho que la perdiste?
Lo meditó.
– Casi veinte años, aunque parece más tiempo. O menos. Depende de cómo se mire.
Asentí con la cabeza. Seguía sin entender.
Permanecimos callados un rato. Contemplé el parque de ciervos. En el vértice del bosque estaban asomando otros ciervos. Se movían con el sol por la hierba del parque.
El escozor de la espinilla había disminuido. Me encontraba mejor.
– Dime una cosa… -comenzó el extraño, y sospeché que había tenido que armarse de valor para hacer su pregunta-. ¿Tienes madre?
Di un respingo. La gente casi nunca repara en mí el tiempo suficiente para hacerme preguntas personales.
– ¿Te has molestado? Perdona la pregunta, pero… ¿Cómo podría explicártelo? La familia es un tema que… que… Pero si prefieres no… Lo siento.
– No pasa nada -respondí con calma-. No me importa.
Y lo cierto era que no me importaba. Ya fuera por la sucesión de impresiones que había tenido o por la influencia de ese entorno tan extraño, el caso es que sentía que todo lo que pudiera contar sobre mí en aquel lugar, a ese hombre, permanecería siempre allí, con él, y no llegaría a ningún otro lugar del mundo. Contara lo que contara, no tendría consecuencias. De modo que contesté:
– Sí, tengo madre.
– ¡Tienes madre! ¡Qué…! ¡Oh, qué…! -Una expresión extrañamente intensa, de tristeza o nostalgia, asomó en sus ojos-. ¿Hay algo más maravilloso que tener madre? -exclamó al fin. Era, claramente, una invitación a que continuara hablando.
– Entonces, ¿tú no tienes madre? -le pregunté.
Aurelius torció un poco el gesto.
– Desgraciadamente… Siempre he querido… O un padre. Incluso hermanos y hermanas. Alguien que me perteneciera de verdad. De niño hacía ver que tenía una familia. Me inventé una completa. ¡Generaciones enteras! ¡Te habrías reído! -No había nada irrisorio en su rostro mientras hablaba-. Pero una madre propiamente dicha… Una madre real, conocida… Está claro que todo el mundo tiene una madre, eso lo sé. El caso es saber quién es tu madre. Y yo siempre he confiado en que algún día… Porque no es algo imposible, ¿verdad? De modo que todavía mantengo la esperanza.