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El vagabundo salió del coche y se dirigió a su refugio. Se volvió y le hizo una seña a Zofia.

– Sean cuales sean las preguntas que te hagas, confía en tu instinto y continúa haciendo lo que haces.

Zofia se quedó mirándolo.

– Jules, ¿qué hacía usted antes de vivir aquí?

Jules desapareció bajo el arco sin responder.

Zofia fue a ver a Manca al Fisher's Deli. Ya era la hora de comer y, por segunda vez en el día, tenía que pedir un favor. El capataz no había tocado el plato. Ella se sentó a su mesa.

– ¿No se come los huevos revueltos?

Manca se inclinó para susurrarle al oído:

– Cuando Mathilde no está, la comida no sabe a nada.

– Precisamente de ella he venido a hablarle.

Zofia se marchó del puerto media hora más tarde en compañía del capataz y de cuatro de sus cargadores. Al pasar por delante del arco número siete, se detuvo en seco. Había reconocido al hombre elegantemente trajeado que estaba fumando un cigarrillo junto a Jules. Los dos cargadores que habían subido a su coche y los otros dos que la seguían en una camioneta le preguntaron por qué había frenado tan bruscamente. Ella aceleró sin responder y se dirigió al hospital Memorial.

Los faros del flamante Lexus se encendieron en cuanto éste se adentró en el sótano. Lucas caminó a paso vivo hacia la puerta de acceso a la escalera. Consultó su reloj; llegaba diez minutos antes de la hora.

Las puertas del ascensor se abrieron en la novena planta. Dio un rodeo para pasar por delante del despacho de la ayudante de Antonio Andric, se invitó a entrar y se sentó en una esquina de su mesa. Ella no levantó la cabeza y continuó escribiendo en el ordenador.

– Está usted totalmente consagrada a su trabajo, ¿verdad?

Elizabeth le sonrió y prosiguió su tarea.

– ¿Sabe que en Europa la jornada de trabajo está legislada? En Francia -añadió Lucas-, incluso piensan que más de treinta y cinco horas a la semana son perjudiciales para la realización del individuo.

Elizabeth se levantó para servirse una taza de café.

– ¿Y si uno quiere trabajar más? -preguntó.

– ¡No puede! ¡Francia fomenta el arte de vivir!

Elizabeth se sentó de nuevo ante la pantalla y se dirigió a Lucas en un tono distante:

– Tengo cuarenta y ocho años, estoy divorciada, mis dos hijos están en la universidad, soy propietaria del pequeño piso donde vivo en Sausalito y de un bonito apartamento a orillas del lago Tahoe que habré terminado de pagar dentro de dos años. Para ser sincera, no cuento el tiempo que paso aquí. Me gusta lo que hago, mucho más que deambular por delante de los escaparates constatando que no he trabajado lo suficiente para pagar lo que me apetece comprar. En cuanto a los franceses, le recuerdo que comen caracoles. El señor Heurt está en su despacho y ustedes están citados a las dos, lo cual es perfecto ya que son las dos en punto.

Lucas se dirigió hacia la puerta. Antes de salir al pasillo, se volvió.

– Se nota que no ha comido nunca mantequilla de ajo. Si lo hubiera hecho, no diría eso.

Zofia había organizado la salida anticipada de Mathilde. Ésta aceptaba firmar el alta voluntaria, y Zofia había jurado que, al menor síntoma anormal, la llevaría inmediatamente a urgencias. El jefe del servicio dio su autorización, condicionada a que el examen médico previsto para las tres de la tarde no contradijera la evolución favorable del estado de salud de su paciente.

Los cuatro cargadores se ocuparon de Mathilde en el aparcamiento del hospital. No paraban de bromear sobre la fragilidad de la carga; se divertían utilizando la jerga del oficio aplicada a una situación en la que Mathilde interpretaba el papel de contenedor. La tendieron con mucha precaución sobre la camilla que habían improvisado en la parte trasera de la camioneta. Zofia conducía lo más despacio que podía, pero el menor bache despertaba en la pierna de Mathilde un vivo dolor que le subía hasta la ingle. Tardaron media hora en llegar a buen puerto.

Los cargadores bajaron la cama metálica del desván y la instalaron en el salón de Zofia. Manca la empujó hasta la ventana y acercó el velador que haría de mesilla de noche. Entonces empezó la lenta ascensión de Mathilde, transportada por los cargadores bajo la dirección de Manca. Cada vez que subían un escalón, Zofia apretaba los puños al oír gritar de miedo a Mathilde y ellos respondían cantando a voz en cuello. Las chicas acabaron cediendo a la risa una vez que hubieron pasado el recodo que hacía la escalera. Con mil atenciones, los hombres depositaron a su camarera preferida en su nueva cama.

Zofia dijo que los invitaría a comer para agradecerles el favor, pero Manca contestó que no era necesario, que Mathilde los había mimado bastante en el Deli para que hicieran lo mismo por ella. Zofia los llevó de vuelta al puerto. Cuando el coche se alejó, Reina preparó dos tazas de café, acompañadas de unos trozos de bizcocho servidos en su cuenco de plata cincelada, y subió al primer piso.

Al marcharse del muelle 80, Zofia decidió dar un ligero rodeo. Encendió la radio y buscó una emisora hasta que la voz de Louis Armstrong revoloteó por el habitáculo. What a Wonderful World era una de sus canciones preferidas. Canturreó con el viejo bluesman . El Ford giró en la esquina de los depósitos y se dirigió a los arcos que bordeaban las inmensas grúas. Aceleró y, al pasar sobre los reductores de velocidad, el coche dio una serie de tumbos. Zofia sonrió y bajó del todo la ventanilla. El viento le azotaba el cabello. Hizo girar el botón del volumen y la canción sonó todavía más fuerte. Radiante, se divirtió sorteando los conos de seguridad hasta llegar al séptimo arco. Cuando vio a Jules, le hizo una seña con la mano e inmediatamente él le devolvió el saludo. Estaba solo… Entonces Zofia apagó la radio, cerró la ventanilla y se encaminó a la salida.

Heurt había salido de la sala del consejo entre los aplausos cautelosos de los directores, estupefactos por las promesas que se les acababan de hacer. Convencido de ser un lince en la práctica de la comunicación, Ed había expuesto con todo detalle sus visiones megaloexpansionistas, transformando la reunión comercial en la parodia de una conferencia de prensa. En el ascensor que lo conducía de vuelta a la novena planta, se sentía en la gloria: manejar a los hombres no era, después de todo, tan complicado como decían; si fuera preciso, podría muy bien ocuparse solo del destino del grupo. Loco de contento, levantó el puño cerrado hacia el cielo en señal de victoria.

Antes de desaparecer, la pelota de golf había hecho que la bandera se tambaleara. Antonio Andric acababa de conseguir un magnífico hoyo en uno en un par cuatro. Loco de contento, levantó el puño cerrado hacia el cielo en señal de victoria.

Lucas, encantado, bajó el puño hacia el suelo en señal de victoria: el vicepresidente había logrado sembrar un desconcierto sin precedentes entre los dirigentes de su imperio, y la confusión mental no tardaría en propagarse a las plantas inferiores.

Ed lo esperaba junto a la máquina de refrescos y al verlo abrió los brazos.

– Una reunión fantástica, ¿verdad? Me he dado cuenta de que casi siempre estoy lejos de mis tropas y debo poner remedio. Tengo que pedirle un favor relacionado con eso.

Ed tenía una cita esa noche con una periodista que debía redactar un artículo sobre él en un diario local. Por una vez, sacrificaría sus deberes para con la prensa en favor de las necesidades de sus fieles colaboradores. Acababa de invitar a cenar al jefe de desarrollo, al responsable de marketing y a los cuatro directores de la red comercial. Debido a su pequeño altercado con Antonio, prefería no informar a su socio de su iniciativa y dejarlo disfrutar de una auténtica noche de descanso que a todas luces necesitaba. Si Lucas tenía la amabilidad de ocuparse de la entrevista por él, le haría un inestimable favor, y además, los elogios de un tercero siempre resultaban más convincentes. Ed contaba con la eficiencia de su nuevo consejero, al que animó dándole una amistosa palmada en el hombro. La mesa estaba reservada para las nueve de la noche en Simbad, una marisquería de Fisherman's Wharf: un marco con un toque de romanticismo, unos cangrejos deliciosos, una cuenta respetable… El artículo tendría que ser elocuente.

Después de haberse ocupado del traslado de Mathilde, Zofia regresó al Memorial, pero esta vez con otro propósito. Entró en el pabellón número tres y subió a la tercera planta.

El servicio de pediatría estaba, como de costumbre, atestado. En cuanto el pequeño Thomas reconoció sus pasos al fondo del pasillo, todo su rostro se iluminó. Para él, los martes y los viernes eran días sin sombra de tristeza. Zofia le acarició una mejilla, se sentó en el borde de la cama, depositó un beso en su mano y sopló hacia él para enviárselo (era un gesto de complicidad entre ambos). Luego reanudó la lectura a partir de la página doblada. Nadie podía tocar el libro que ella guardaba en el cajón de la mesilla de noche al final de todas sus visitas. Thomas lo vigilaba como si se tratara de un tesoro. Ni siquiera él se permitía leer una sola palabra en su ausencia. El chiquillo de cabeza calva conocía mejor que nadie el valor del instante mágico. Tan sólo Zofia podía contarle ese cuento. Nadie confiscaría un minuto de las historias fantásticas del conejo Teodoro. Ella, con su entonación, hacía que cada línea fuera preciosa. De vez en cuando, se levantaba y recorría la habitación de un lado a otro; cada una de sus zancadas, que acompañaba con amplios movimientos de brazos y gestos de la cara, provocaba inmediatamente la risa incontenible del niño. Durante la maravillosa hora en que los personajes se materializaban en su habitación, la vida reconquistaba sus derechos. Incluso cuando abría los ojos, Thomas olvidaba las paredes, su miedo y el dolor.

Zofia cerró el libro, lo guardó en su sitio y miró a Thomas, que tenía el entrecejo fruncido.

– ¿Te has puesto serio de golpe?

– No -contestó el niño.

– ¿Hay algo en el cuento que no hayas entendido?

– Sí.

– ¿Qué? -preguntó ella, tomándolo de la mano.

– ¿Por qué me lo cuentas?

Zofia no encontró las palabras adecuadas para formular su respuesta y Thomas sonrió.

– Yo lo sé -dijo.

– Pues dímelo.

El niño se sonrojó.

– Porque me quieres -murmuró, pasando los dedos sobre la sábana de algodón.

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