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Cuarto día

Mathilde no había parado de quejarse en toda la noche; el dolor no la había dejado descansar y no había conseguido conciliar el sueño hasta el amanecer. Zofia se había levantado sin hacer ruido, se había vestido y había salido de puntillas. Por la ventana del rellano entraba un sol espléndido. Al pie de la escalera se había encontrado con Reina, que empujaba con un pie la puerta de entrada porque llevaba en las manos un enorme ramo de flores.

– Buenos días, Reina.

Reina, que sujetaba una carta entre los labios, no pudo contestar. Zofia se acercó enseguida para ayudarla, se apoderó del inmenso ramo y lo dejó sobre la consola del recibidor.

– ¡Cómo la miman, Reina!

– A mí no, a ti. Toma, la carta también tiene aspecto de ser para ti -dijo, tendiéndole el sobre.

Zofia, intrigada, lo abrió: «Te debo una explicación. Llámame, por favor. Lucas».

Se guardó la nota en el bolsillo. Reina contemplaba las flores con una expresión entre admirativa y burlona.

– ¡Este chico sabe cómo quedar bien! ¡Hay más de trescientas flores, y todas distintas! ¡No tengo un jarrón tan grande!

La señora Sheridan empezó a dar vueltas por la casa. Zofia la siguió con el suntuoso ramo en las manos.

– Déjalo junto al fregadero. Haré ramos de tamaño normal y ya te los subirás cuando vuelvas. Vete, que ya veo que se te hace tarde.

– Gracias, Reina, vendré dentro de un rato.

– Sí, sí, claro… Venga, desaparece, odio verte a medias, y además, ya tienes la cabeza en otro sitio.

Zofia besó a su casera y salió de casa. Reina sacó cinco jarrones de un mueble y los alineó sobre la mesa, buscó las tijeras de podar en un cajón de la cocina y empezó a separar las flores. Se quedó mirando una larga rama de lilas y la dejó a un lado. Cuando oyó crujir el parqué sobre su cabeza, interrumpió su labor para prepararle el desayuno a Mathilde. Unos instantes después subía la escalera mascullando:

– Hostelera, florista… ¿y qué más? ¡Esto no puede ser!

Zofia aparcó delante del Fisher's Deli. Al entrar en el bar vio al inspector Pilguez, que la invitó a sentarse.

– ¿Cómo está nuestra protegida?

– Se recupera poco a poco. La pierna le duele más que el brazo.

– Normal -dijo él-. En los últimos tiempos ya no tenemos muchos motivos para andar con las manos.

– ¿Qué le trae por aquí, inspector?

– La caída del cargador.

– ¿Y qué es lo que le pone de tan mal humor?

– La investigación sobre la caída del cargador. ¿Quiere tomar algo? -dijo Pilguez, volviéndose hacia la barra.

Desde el accidente de Mathilde, el establecimiento ofrecía un servicio mínimo: fuera de las horas punta, había que armarse de paciencia para conseguir un café.

– ¿Se sabe por qué se cayó? -preguntó Zofia.

– La comisión de investigación cree que la causa fue un barrote de la escala.

– No es una noticia nada buena -murmuró Zofia.

– Sus métodos de investigación no me convencen. He tenido una agarrada con el responsable.

– ¿Sobre qué?

– Me daba la impresión de que repetía la palabra «carcomido» con muy poco convencimiento. El problema -continuó Pilguez, perdido en sus pensamientos- es que el tablero de fusibles parece no interesar a ninguno de los comisarios.

– ¿Qué pinta aquí el tablero de fusibles?

– Aquí, nada, pero junto a la bodega, mucho. No hay muchas razones para que un cargador experimentado se caiga. O bien la escala está podrida, y no es que yo diga que acabaran de cambiarla…, o bien se trata de un descuido, y eso no encaja con Gómez. A no ser que la bodega esté a oscuras, cosa que puede ocurrir si la luz se apaga de repente. En tal caso, el accidente es casi inevitable.

– ¿Sugiere que se trata de un acto de sabotaje?

– Sugiero que la mejor manera de hacer resbalar a Gómez era apagar los focos mientras estaba en la escala. Prácticamente hay que ponerse gafas de sol para trabajar ahí dentro cuando está iluminado, ¿y qué cree usted que pasa cuando de repente todo queda sumido en la oscuridad? Mientras los ojos se acostumbran, pierdes el equilibrio. ¿Nunca ha sentido vértigo al entrar en un cine después de haber estado a pleno sol? ¡Imagínese el efecto, encaramado en lo alto de una escala de veinte metros!

– ¿Tiene pruebas de lo que dice?

Pilguez se metió una mano en el bolsillo, sacó un pañuelo y lo dejó sobre la mesa. Lo desdobló, dejando al descubierto un pequeño cilindro completamente chamuscado.

– Tengo un fusible carbonizado al que le falta un cero en el amperaje -dijo en respuesta a la expresión interrogativa de Zofia.

– La electricidad no es mi fuerte.

– Este trasto era diez veces menos potente de lo necesario para la carga que debía soportar.

– ¿Eso es una prueba?

– En cualquier caso, es una prueba de mala fe. La resistencia podía aguantar cinco minutos como máximo antes de saltar.

– Pero ¿todo eso qué demuestra?

– Que la bodega del Valparaíso no es el único sitio donde no se ve con claridad.

– ¿Qué opina de esto la comisión de investigación?

Pilguez toqueteaba el fusible sin poder disimular su cólera.

– Opina que lo que tengo en las manos no demuestra nada, puesto que no lo he encontrado en el tablero.

– Pero usted opina lo contrario.

– Sí.

– ¿Por qué?

Pilguez hizo rodar el fusible sobre la mesa. Zofia lo tomó para examinarlo con atención.

– Lo he encontrado debajo de la escalera; la sobrecarga de tensión debió de hacerlo saltar y la persona que fue a eliminar las pistas no lo encontró. En el tablero había uno completamente nuevo.

– ¿Piensa abrir una investigación criminal?

– Todavía no. Con eso también tengo un problema.

– ¿Cuál?

– El motivo. ¿Qué interés podía haber en hacer que Gómez cayera al fondo de ese barcucho? ¿A quién podía beneficiar el accidente? ¿Tiene alguna idea?

Zofia trató de controlar el malestar que la invadía. Tosió y se puso una mano delante de la cara.

– Ninguna.

– ¿Ni la más leve? -insistió Pilguez, receloso.

– Ni eso -dijo ella, tosiendo de nuevo.

– Lástima -dijo Pilguez, levantándose.

Cruzó el bar, salió después de ceder el paso a Zofia y se acercó a su coche. Se apoyó en la portezuela y se volvió hacia Zofia.

– No intente nunca mentir, se le da fatal.

Le dirigió una sonrisa forzada y se sentó ante el volante. Zofia corrió hacia él.

– ¡Hay una cosa que no le he dicho!

Pilguez miró el reloj y suspiró.

– Anoche, la comisión de investigación había decidido que el barco estaba fuera de sospecha, y nadie ha vuelto a inspeccionarlo desde entonces.

– Entonces, ¿qué puede haberlos convencido de que cambien de opinión durante la noche? -preguntó el inspector.

– Lo único que sé es que el hecho de que las sospechas recaigan sobre el barco va a provocar otra huelga.

– ¿En qué beneficia eso a la comisión?

– Debe de haber una relación. Búsquela.

– Si la hay, es lo que ha provocado la caída de Gómez.

– Un accidente, una consecuencia, una sola finalidad -murmuró Zofia, alarmada.

– Empezaré por investigar en el pasado de la víctima para descartar otras hipótesis.

– Supongo que es lo mejor que se puede hacer -dijo Zofia.

– ¿Y usted adonde va?

– A la asamblea general de los cargadores.

Se apartó del coche. Pilguez puso el motor en marcha y se alejó.

Al salir de la zona portuaria, telefoneó a su despacho. La coordinadora descolgó después de la séptima señal y Pilguez le espetó de inmediato:

– Buenos días, aquí las pompas fúnebres, al detective Pilguez le ha dado un patatús. Ha fallecido intentando reunirse con usted y queríamos saber si prefiere que depositemos su cuerpo en la comisaría o se lo llevemos directamente a casa.

– ¡Vale! Hay un vertedero a dos manzanas de aquí, deposítenlo allí y yo iré a verlo en cuanto me pongan una ayudante y no tenga que descolgar este teléfono cada dos minutos -contestó Nathalia.

– ¡Muy ingeniosa!

– ¿Qué quieres?

– ¿No te has asustado ni siquiera un poco?

– No te da ningún patatús desde que te controlo la glucemia y el colesterol. Claro que a veces echo de menos la época en que te ibas a comer huevos a escondidas; por lo menos tu mal humor tenía sus horas bajas. ¿Esta encantadora llamada es para saber algo de mí?

– Tengo que pedirte un favor.

– ¡A eso lo llamo yo tener mano izquierda! Te escucho…

– Mira en el servidor central todo lo que puedas encontrar sobre Félix Gómez, 56 de la calle Fillmore, carné de cargador 54.687. Por cierto, me encantaría saber quién te ha contado que comía huevos a escondidas.

– Yo también trabajo en la policía, ¿sabes? ¡Y tú comes con la misma delicadeza que hablas!

– ¿Y eso qué demuestra?

– ¿Quién lleva tus camisas a la tintorería? Bueno, te dejo, tengo seis llamadas en espera y a lo mejor hay una urgencia de verdad.

Una vez que Nathalia hubo cortado la comunicación, Pilguez conectó la sirena de su vehículo y dio media vuelta.

Había hecho falta más de media hora para que la multitud se callara; la reunión había empezado hacía apenas un momento en la explanada. Manca acababa de leer el informe médico del Memorial de San Francisco. Gómez había sido sometido a tres intervenciones quirúrgicas. Los médicos no podían predecir si algún día llegaría a estar en condiciones de reincorporarse al trabajo, pero las dos fisuras en las vértebras lumbares no habían afectado a la médula espinal. Seguía inconsciente, pero estaba fuera de peligro. Un murmullo de alivio recorrió la asamblea, aunque eso no atenuó la tensión que reinaba. Los cargadores permanecían de pie frente a la tribuna improvisada entre dos contenedores. Zofia se había quedado un poco aparte, en la última fila. Manca pidió silencio.

– La comisión de investigación ha concluido que probablemente el estado de la escala de la bodega sea la causa del accidente de nuestro compañero.

El responsable sindical tenía el semblante grave. Las condiciones de trabajo que les imponían habían puesto en peligro la vida de uno de sus compañeros; una vez más, uno de ellos había pagado con su integridad física.

Un hilillo de humo acre asomaba por detrás de la puerta de un contenedor que lindaba con la tribuna desde la que Manca se dirigía a los cargadores.

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