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Segundo día

Mathilde se había despertado al amanecer. Durante la noche la habían trasladado a una habitación, donde el tedio ya empezaba a abrirse camino. Desde hacía quince meses, la hiperactividad había sido el único remedio para curarse las lesiones de otra vida en la que el cóctel explosivo de desesperación y drogas casi había acabado con ella. El neón que crepitaba sobre su cabeza le recordaba las largas horas pasadas luchando contra el mono, que tiempo atrás le desgarraba las entrañas provocándole increíbles dolores. Un recuerdo de días dantescos en los que Zofia, a quien ella llamaba su ángel de la guarda, tenía que sujetarle las manos. Para sobrevivir, Mathilde se mutilaba el cuerpo, lo arañaba hasta arrancarse la piel para inventar nuevas heridas que diluyeran los castigos insoportables de los placeres pasados.

A veces le parecía notar aún en la parte posterior del cráneo las punzadas de los hematomas, consecuencia de los múltiples golpes que se asestaba en el transcurso de noches abandonadas a sufrimientos interminables. Se miró la sangradura del codo; semana tras semana, las marcas de los pinchazos se habían borrado en signo de redención. Tan sólo quedaba aún un puntito violáceo sobre una vena, como un recordatorio del lugar por el que la muerte lenta había entrado. Zofia empujó la puerta de la habitación.

– Justo a tiempo -dijo, dejando un ramo de peonías sobre la mesilla de noche.

– ¿Por qué justo a tiempo? -preguntó Mathilde.

– Te he visto la cara al entrar y la predicción meteorológica de tu moral tenía pinta de muy variable con tendencias tormentosas. Voy a pedirles un jarrón a las enfermeras.

– Quédate conmigo -dijo Mathilde con voz apagada.

– Las peonías están casi tan impacientes como tú; necesitan mucha agua. No te muevas, vuelvo enseguida.

Mathilde, sola en la habitación, contemplaba las flores. Con el brazo indemne, acarició las sedosas corolas. Los pétalos de peonía tenían el mismo tacto que el pelaje de los gatos, y a Mathilde le encantaban los felinos. Zofia interrumpió su ensoñación entrando con un cubo en la mano.

– Es lo único que tenían. En fin, no pasa nada, no son flores con ínfulas de grandeza.

– Son mis preferidas.

– Lo sé.

– ¿Cómo has podido conseguirlas en esta época del año?

– ¡Ah, eso es un secreto!

Zofia contempló la pierna escayolada de su amiga y después la tablilla que le inmovilizaba el brazo. Mathilde sorprendió su mirada.

– ¡Te pasaste un poco jugando con el encendedor! ¿Qué ocurrió exactamente? No recuerdo casi nada. Estábamos hablando, tú te levantaste, yo no, y después… un inmenso agujero negro.

– No, un escape de gas en el falso techo de la antecocina. ¿Cuánto tiempo tienes que quedarte aquí?

Los médicos habrían aceptado dejar salir a Mathilde al día siguiente, pero no tenía medios para disponer de asistencia a domicilio y su estado la privaba de autonomía. Cuando Zofia se disponía a irse, Mathilde rompió a llorar.

– No me dejes aquí, este olor de desinfectante me vuelve loca. Ya he pagado bastante, te lo juro. No aguantaré. Tengo tanto miedo de volver a caer que finjo tomarme los calmantes que me dan. ¡Sé que soy una carga para ti, Zofia, pero sácame ahora mismo de aquí!

Zofia se acercó a la cabecera de la cama y acarició la frente de su amiga para calmarla. Le prometió que haría todo lo posible para encontrar una solución cuanto antes. Volvería a pasar a verla por la noche.

Al salir del hospital, Zofia se dirigió a los muelles; la esperaba un día agitado. El tiempo pasaba deprisa y ella tenía una misión que cumplir y algunos protegidos a los que no podía abandonar. Fue a hacerle una visita a su viejo amigo vagabundo. Jules había abandonado el mundo sin haber identificado nunca el camino que lo había conducido al arco número siete, donde había establecido su domicilio provisional: sencillamente, una serie de terribles jugarretas que le había hecho la vida. Una reducción de plantilla había puesto fin a su carrera. Una simple carta le había anunciado que ya no formaba parte de la compañía que había sido toda su existencia.

A los cincuenta y ocho años aún se es muy joven, y aunque las empresas de cosméticos juraban que al acercarse a los sesenta uno todavía tenía la vida por delante cuidando mínimamente su capital estético, esa afirmación no convencía a sus propios departamentos de recursos humanos cuando evaluaban la evolución de la carrera de sus mandos. Así fue como Jules Minsky se encontró en el paro. Un guardia de seguridad le había confiscado la tarjeta de identificación en la entrada del inmueble donde había pasado más tiempo que en su propia casa. Sin pronunciar una sola palabra, el hombre uniformado lo había acompañado hasta su despacho. Allí, Jules había tenido que recoger sus cosas ante la mirada silenciosa de sus compañeros. Un siniestro día de lluvia, se había marchado con una caja de cartón bajo el brazo por todo equipaje, después de treinta y dos años de leales servicios.

La vida de Jules Minsky, estadístico y apasionado de las matemáticas aplicadas, se resumía en una aritmética muy imperfecta: suma de fines de semana pasados trabajando en detrimento de su propia vida; división aceptada en provecho del poder de los jefes (todos se sentían orgullosos de trabajar para ellos, formaban una gran familia en la que cada uno tenía un papel que desempeñar con la condición de que se mantuviera en su sitio); multiplicación de humillaciones y de ideas pasadas por alto por ciertas autoridades ilegítimas con poderes desigualmente adquiridos y, por último, sustracción del derecho de acabar su vida laboral con dignidad. La existencia de Jules, semejante a la cuadratura del círculo, se reducía a una ecuación de iniquidades irresolubles.

De pequeño, a Jules le gustaba vagar junto al vertedero de chatarra, donde una enorme presa comprimía las carcasas de los coches viejos. Para alejar la sensación de soledad que lo atormentaba por las noches, muchas veces había imaginado la vida del joven ejecutivo privilegiado que, «evaluándolo» apropiado para ser despedido, había arruinado la suya. Sus tarjetas de crédito habían desaparecido en otoño, su cuenta bancaria no había sobrevivido al invierno y él se había marchado de casa en primavera. El verano siguiente, había sacrificado un inmenso amor llevándose su orgullo a realizar un último viaje. Sin siquiera darse cuenta, el hombre llamado Jules Minsky, de cincuenta y ocho años, había establecido su domicilio provisional bajo el arco número siete del muelle 80 del puerto mercante de San Francisco. Muy pronto podría celebrar su décimo aniversario de vida al aire libre. Se complacía en contar a quien quisiera escucharlo que el día de su gran partida no se había dado realmente cuenta de nada.

Zofia descubrió la cicatriz que supuraba bajo el desgarrón de los pantalones de tweed con motivos príncipe de Gales.

– ¡Jules, tiene que ir a que le curen la pierna!

– No empieces, por favor, mi pierna está perfectamente.

– Si no le limpian esa herida, dentro de menos de una semana la tendrá gangrenada, lo sabe perfectamente.

– Yo ya he vivido la peor de las gangrenas, cielo, así que una más o una menos… Además, con el tiempo que hace que le pido a Dios que venga a buscarme, tengo que dejarlo actuar. Si me curo cada vez que se me presenta alguna complicación, ¿de qué sirve implorar que se me lleve de esta maldita tierra? Así que, como ves, esto es mi billete de lotería para el más allá.

– ¿Quién le mete esas ideas tan estúpidas en la cabeza?

– Nadie, pero hay un chico que anda por aquí y que está totalmente de acuerdo conmigo. Me gusta mucho charlar con él. Cuando lo veo, es como si mirara mi reflejo en un espejo pasado. Viste el mismo tipo de trajes que yo llevaba antes de que mi sastre sintiera vértigo al descubrir los abismos de mis bolsillos. Yo le predico la palabra de Dios y él a mí la del demonio; hacemos un trueque, y así me distraigo.

Ni paredes ni techo, nadie a quien odiar, tan pocos alimentos ante la puerta como barrotes que estaría deseando serrar… Jules Minsky había estado en peores condiciones que un prisionero. Soñar podía convertirse en un lujo cuando se luchaba por la supervivencia. De día, había que buscar comida en los vertederos; en invierno, andar continuamente para luchar contra la alianza mortal del sueño y el frío.

– Jules, voy a llevarlo al dispensario.

– Creía que trabajabas en la seguridad del puerto, no en el Ejército de Salvación.

Zofia tiró con todas sus fuerzas del brazo del vagabundo para ayudarlo a levantarse. El no le facilitó la tarea, pero acabó por acompañarla a regañadientes hasta su coche. La joven le abrió la portezuela; Jules se pasó la mano por la barba, dudoso. Zofia lo miró en silencio. Las magníficas arrugas que tenía alrededor de los ojos azules constituían los fortines de un alma rica en emociones. En torno a la boca, de labios gruesos y sonrientes, se dibujaban otras caligrafías: las de una existencia en la que la pobreza sólo afectaba al aspecto.

– Tu carro no va a oler muy bien. Con la pierna así, últimamente no he podido ir a las duchas.

– Jules, si dicen que el dinero no tiene olor, ¿por qué va a tenerlo un poco de miseria? Deje de discutir y suba.

Tras haber confiado a su pasajero a los cuidados del dispensario, Zofia bajó de nuevo hacia los muelles. De camino, se desvió para ir a visitar a la señora Sheridan; tenía que pedirle un gran favor. La encontró en el umbral de la puerta. Reina tenía que hacer algunas compras y, en aquella ciudad famosa por sus calles en pendiente, donde cada paso constituye un reto para una persona mayor, encontrarse a Zofia a esa hora parecía un milagro. La chica le rogó que se sentara en el coche y subió corriendo a sus habitaciones. Entró, echó un vistazo al contestador automático, que no tenía grabado ningún mensaje, y bajó de inmediato. Por el camino le expuso el caso de Mathilde a Reina, que aceptó acogerla en su casa hasta que se restableciera. Habría que encontrar un sistema para subirla al primer piso y unos buenos pares de brazos para bajar la cama metálica guardada en el desván.

Lucas, cómodamente instalado en la cafetería del 666 de la calle Market, hacía unas cuentas directamente sobre la mesa de fórmica tras haber tomado posesión de su nuevo cargo en el seno del mayor grupo inmobiliario de California. Estaba mojando el séptimo cruasán en un café con leche, inclinado sobre la apasionante obra que contaba cómo se había desarrollado Silicon Valley: «Una vasta franja de tierras convertidas en treinta años en la zona más estratégica de tecnologías punta, conocida como el pulmón de la informática del mundo». Para aquel especialista del cambio de identidad, hacer que lo contrataran había sido de una facilidad desconcertante, y ya disfrutaba preparando su plan maquiavélico.

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