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El día antes, en el avión de Nueva York, la lectura de un artículo del San Francisco Chronicle sobre el grupo inmobiliario A amp;H había iluminado los ojos de Lucas: la fisonomía rolliza de su vicepresidente se ofrecía sin contención al objetivo del fotógrafo. Ed Heurt, la «H» de A amp;H, era un genio en el arte de pavonearse en entrevistas y conferencias de prensa, y se jactaba sin parar de las inconmensurables contribuciones de su grupo al auge económico de la región. Aquel hombre, que desde hacía veinte años ambicionaba hacer carrera como diputado, no faltaba nunca a una ceremonia oficial. En aquellos momentos se disponía a inaugurar oficialmente, a bombo y platillo, la temporada de pesca del cangrejo. En tales circunstancias, Lucas se había cruzado en el camino de Ed Heurt.

Gracias a la impresionante libreta de direcciones influyentes con la que había alimentado hábilmente la conversación, Lucas había conseguido el puesto de consejero de la vicepresidencia, creado en el acto para él. Los engranajes del oportunismo no tenían ningún secreto para Ed Heurt, y el acuerdo se selló antes de que el número dos del grupo hubiera terminado de engullir una pinza de cangrejo, generosamente acompañada de una mayonesa al azafrán que manchó con igual generosidad la pechera de su esmoquin.

Esa mañana eran las once, y una hora más tarde Ed presentaría a Lucas a su socio, Antonio Andric, el presidente del grupo.

La «A» de A amp;H dirigía con una mano férrea enfundada en un guante de terciopelo la vasta red comercial que había tejido a lo largo de los años. Un sentido innato del negocio inmobiliario y una constancia inigualable en el trabajo habían permitido a Antonio Andric desarrollar un inmenso imperio que empleaba a más de trescientos agentes y a casi igual número de juristas, contables y asesores.

Lucas vaciló antes de renunciar a la octava pasta. Hizo chascar los dedos corazón y pulgar para pedir un capuchino. Mordisqueando el rotulador negro, consultó los papeles y continuó reflexionando. Las estadísticas que había obtenido del departamento de informática de A amp;H eran elocuentes.

Finalmente se permitió pedir un bollo relleno de chocolate y, mientras se lo comía, llegó a la conclusión de que era imposible alquilar, vender o comprar un solo inmueble o parcela de terreno en todo el valle sin tratar con el grupo para el que trabajaba desde la noche anterior. El folleto publicitario y su inefable eslogan («La inmobiliaria inteligente») le permitieron pulir sus planes.

A amp;H era una entidad con dos cabezas; su talón de Aquiles estaba en el punto de unión de los dos cuellos de la hidra. Bastaría que los dos cerebros de la organización aspiraran el mismo aire para ahogarse mutuamente. Si Andric y Heurt se disputaban el timón del barco, el grupo no tardaría en ir a la deriva. El naufragio brutal del imperio A amp;H abriría de inmediato el apetito a los grandes propietarios, que provocarían la desestabilización del mercado inmobiliario en un valle donde los alquileres eran pilares fundamentales de la vida económica. Las reacciones de las plazas financieras no se harían esperar y las empresas de la región quedarían asfixiadas en el acto.

Lucas comprobó unos datos para establecer sus hipótesis: la más probable era que un gran número de empresas no sobrevivieran al aumento de sus alquileres y el descenso de sus cotizaciones. Incluso siendo pesimista, los cálculos de Lucas permitían prever que al menos diez mil personas perderían su empleo; una cifra suficiente para hacer que la economía de toda la región sufriera una implosión y provocara la embolia más maravillosa que jamás se hubiera imaginado, la del «pulmón de la informática del mundo».

Dado que las certezas pasajeras de los medios financieros sólo eran comparables a su pusilanimidad permanente, los miles de millones que se invertían en las empresas de alta tecnología en Wall Street se volatilizarían en unas semanas, lo que provocaría un soberbio infarto en el corazón del país.

– ¡Algo tiene de bueno la globalización! -le dijo Lucas a la camarera, que esta vez le llevó un chocolate caliente.

– ¿Por qué? ¿Es que piensa limpiar toda esa porquería con un producto coreano? -repuso ella, dubitativa, mirando las anotaciones hechas en la mesa.

– Lo borraré todo antes de irme -masculló Lucas, retomando el hilo de sus pensamientos.

Puesto que se decía que el simple roce de las alas de una mariposa podía provocar un ciclón, Lucas demostraría que ese teorema se podía aplicar a la economía. La crisis americana no tardaría en propagarse por Europa y Asia. A amp;H sería su mariposa, Ed Heurt el roce de alas, y los muelles de la ciudad podrían muy bien ser el escenario de su victoria.

Tras haber rayado metódicamente la fórmica con un tenedor, Lucas salió de la cafetería y rodeó el edificio. Vio en la calle un Chrysler deportivo y forzó la cerradura. En el semáforo, accionó el mecanismo de la capota y ésta se plegó. Mientras bajaba la rampa del aparcamiento de sus nuevas oficinas, Lucas tomó el teléfono móvil. Se detuvo delante del aparcacoches y le hizo una señal amistosa con la mano para que esperase hasta que terminara de hablar. En voz alta, le contaba a un interlocutor imaginario que había sorprendido a Ed Heurt diciéndole a una encantadora periodista que la auténtica cabeza del grupo era él y que su socio era simplemente las piernas. Acto seguido, soltó una sonora carcajada, abrió la portezuela y le tendió las llaves al joven, quien le comentó que el cilindro no funcionaba bien.

– Lo sé -dijo Lucas con aire contrito-. ¡Ya no se está seguro en ninguna parte!

El aparcacoches, que no se había perdido una sola palabra de la conversación, lo observó alejarse en dirección al vestíbulo del edificio. Fue a aparcar el descapotable con mano hábil y experta… La ayudante personal de Antonio Andric siempre le encargaba a él la tarea de aparcar su 4 x 4. El rumor tardó dos horas en llegar al noveno y último piso del 666 de la calle Market, la prestigiosa sede social de A amp;H; la pausa para comer había frenado su avance. A las trece y diecisiete horas, Antonio Andric entraba iracundo en el despacho de Ed Heurt; a las trece y veintinueve, el mismo Antonio salía del despacho de su socio dando un portazo. En el rellano, dijo a voz en cuello que «las piernas» iban a relajarse a un campo de golf y que las «meninges» no tenían más que asistir en su lugar a la reunión mensual de directores comerciales.

Lucas dirigió una mirada de complicidad al aparcacoches al ir a recoger su vehículo. Faltaba una hora para la cita que tenía con su jefe, así que le daba tiempo de hacer una insignificante adquisición. Tenía unas ganas locas de cambiar de coche, y para aparcar a su manera el que ahora conducía, el puerto no quedaba muy lejos.

Zofia había dejado a Reina en la peluquería y prometido ir a buscarla al cabo de dos horas. Justo el tiempo de ir a dar clase de historia al centro de formación para personas con trastornos de visión. Los alumnos de Zofia se habían levantado al cruzar ella el umbral del aula.

– No lo digo por coquetería, pero soy la más joven de esta clase, así que sentaos, por favor.

Hubo un murmullo y después Zofia retomó la lección en el punto donde la había dejado. Abrió el libro en braille que tenía sobre la mesa y empezó a leer. A Zofia le gustaba esa escritura en la que las palabras se descifraban con la yema de los dedos, en la que las frases se componían mediante el tacto, en la que los textos cobraban vida en el hueco de la mano. Apreciaba ese universo ambliope, tan misterioso para los que creían verlo todo aunque con frecuencia estaban ciegos para muchas cosas esenciales. Cuando sonó el timbre, dio por terminada la clase y se despidió de sus alumnos hasta el jueves siguiente. Montó en su coche y fue a buscar a Reina para acompañarla a casa. Después cruzó de nuevo la ciudad para llevar a Jules del dispensario a los muelles. El vendaje que llevaba en la pierna le daba aspecto de filibustero, y el hombre no disimuló cierto orgullo cuando Zofia se lo dijo.

– ¿Estás preocupada? -preguntó Jules.

– No, sólo un poco desbordada.

– Siempre estás desbordada. Te escucho.

– Jules, he aceptado un desafío un poco estrambótico. Si usted tuviera que hacer algo increíblemente bueno, algo que cambiara el curso del mundo, ¿qué decidiría hacer?

– Si fuera utopista o creyera en los milagros, te diría que erradicaría el hambre del mundo, eliminaría todas las enfermedades, prohibiría que se atentara contra la dignidad de los niños, reconciliaría todas las religiones, sembraría la Tierra de tolerancia y creo que haría desaparecer toda clase de pobreza. Sí, haría todo eso… ¡si fuera Dios!

– ¿Y se ha preguntado por qué El no lo hace?

– Lo sabes tan bien como yo. Todo eso no depende de Su voluntad, sino de la de los hombres a los que ha confiado la Tierra. Zofia, no existe ningún bien inmenso que podamos representarnos por la sencilla razón de que el bien, al contrario que el mal, es invisible. No se puede calcular ni describir sin que pierda su elegancia y su sentido. El bien se compone de una cantidad infinita de pequeñas atenciones que, puestas una detrás de otra, tal vez un día acaben por cambiar el mundo. Pídele a cualquiera que te cite cinco personajes que hayan cambiado para bien el curso de la humanidad. No sé…, por ejemplo, el primer demócrata, o el inventor de los antibióticos, o un mediador de conflictos. Por raro que parezca, poca gente será capaz de dar su nombre, mientras que dirán sin ninguna dificultad el de cinco dictadores. Todos conocemos el nombre de las grandes enfermedades, pero casi nadie sabe el de los que las han vencido. El apogeo del mal que todos tememos no es otra cosa que el fin del mundo, pero parecemos ignorar que el apogeo del bien ya tuvo lugar… el día de la Creación.

– Pero entonces, Jules, ¿qué haría usted para hacer el bien, el bien máximo?

– ¡Haría exactamente lo que tú haces! Daría a todas las personas con las que me relaciono la esperanza de todos los posibles. Hace un rato has inventado una cosa maravillosa sin darte cuenta.

– ¿Qué he hecho?

– Al pasar por delante de mi arco, me has sonreído. Poco después, ese detective que viene muchas veces a comer aquí ha pasado en coche y me ha mirado con su eterna cara de gruñón. Nuestras miradas se han cruzado, le he ofrecido tu sonrisa y, cuando se ha marchado, la llevaba en los labios. Sí, lo he visto. Así que, si confiamos un poco, se la habrá trasladado a la persona que haya ido a ver. ¿Ves ahora lo que has hecho? Has inventado una especie de vacuna contra el instante de malestar. Si todo el mundo hiciera eso, dar simplemente una sonrisa una vez al día, ¿te imaginas el increíble contagio de felicidad que se extendería por la Tierra? Entonces ganarías esa apuesta. -El viejo Jules se tapó la boca con la mano para toser-. Pero en fin, ya te he dicho que no era un utopista, así que me conformaré con darte las gracias por haberme traído hasta aquí.

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