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– Avíseme cuando haya acabado la investigación. Necesito saber qué ha pasado.

El inspector la autorizó a marcharse. Zofia fue a buscar su coche. El parabrisas estaba rajado y la carrocería marrón recubierta de un polvo gris absolutamente uniforme. De camino hacia urgencias, se cruzó con varios coches de bomberos que continuaban acudiendo al lugar del siniestro. Estacionó el Ford, atravesó el aparcamiento y entró en el edificio. Una enfermera acudió a su encuentro y la informó de que estaban atendiendo a Mathilde. Zofia le dio las gracias y se sentó en uno de los bancos vacíos de la sala de espera.

Lucas tocó dos veces el claxon con impaciencia. El guardia, sentado dentro de la garita, pulsó un botón sin apartar la mirada de la pequeña pantalla; los Yankees iban ganando por bastante diferencia. La barrera se levantó y el Chevrolet avanzó con las luces apagadas hasta el borde del muelle. Lucas bajó la ventanilla y tiró el cigarrillo. Puso la palanca del cambio de marchas en punto muerto y salió del vehículo con el motor encendido. Apoyando un pie en el parachoques trasero, dio justo el impulso necesario para que el coche se deslizara hacia delante y cayera al agua. Contempló la escena con las manos en jarras, encantado. Cuando la última burbuja de aire hubo estallado, dio media vuelta y caminó alegremente en dirección al aparcamiento. Un Honda verde oliva parecía esperarlo precisamente a él. Forzó la cerradura, levantó el capó, arrancó la alarma y la arrojó lejos. Se instaló y contempló, con escaso entusiasmo, el interior de plástico. Sacó el manojo de llaves y escogió la que le pareció más adecuada. El motor arrancó de inmediato con un sonido agudo.

– Un japonés verde, ¡lo que hay que ver! -masculló mientras quitaba el freno de mano.

Lucas miró el reloj; al ver que iba con retraso, aceleró. Sentado en una plataforma de amarre, un vagabundo llamado Jules se encogió de hombros mientras miraba alejarse el coche. Un último blup murió en la superficie.

– ¿Saldrá de ésta?

Era la tercera vez que la voz de Lucas la sobresaltaba esa noche.

– Espero que sí -respondió ella, mirándolo de arriba abajo-. ¿Quién es usted exactamente?

– Lucas. Lo siento y me alegro a la vez -dijo, tendiéndole la mano.

Era la primera vez que Zofia notaba el peso del cansancio. Se levantó y se acercó a la máquina de café.

– ¿Quiere uno?

– No tomo café -contestó Lucas.

– Yo tampoco -dijo ella, contemplando la moneda de veinte céntimos mientras la hacía girar en el hueco de la mano-. ¿Qué hace aquí?

– Lo mismo que usted. He venido a ver cómo está su amiga.

– ¿Por qué? -preguntó Zofia, guardándose la moneda en el bolsillo.

– Porque tengo que redactar un informe y, de momento, en la casilla «víctimas» he puesto la cifra 1. Así que vengo a verificar si debo corregir la información o no es necesario. Me gusta hacer los informes el mismo día; me horroriza el retraso.

– ¡Sabía que no andaba desencaminada!

– Debería haber aceptado mi invitación a cenar. Si lo hubiese hecho, ahora no estaríamos aquí.

– Ya entiendo por qué ha dicho antes lo del tacto. ¡Es usted un experto en la materia!

– Tardará en salir del quirófano. Un trinchante de patos causa muchos destrozos cuando se clava en un muslo humano. Van a necesitar horas para coser todo eso. ¿Me permite que la lleve a la cafetería de enfrente?

– No, no se lo permito.

– Como quiera. Esperaremos aquí. Es más desagradable, pero si lo prefiere… En fin ¡qué le vamos a hacer!

Estaban sentados uno de espaldas al otro desde hacía más de una hora cuando el cirujano apareció por fin al final del pasillo. No hizo chascar los guantes de látex (los cirujanos tenían la costumbre de quitárselos al salir del quirófano y echarlos a los cubos dispuestos a tal efecto). Mathilde estaba fuera de peligro: la arteria no se había visto afectada, el escáner no mostraba ninguna señal de traumatismo craneal y la columna vertebral estaba intacta.

Mathilde tenía dos fracturas no desplazadas -una en una pierna y la otra en un brazo- y le habían dado unos puntos de sutura. Estaban escayolándola. No podía descartarse que hubiera alguna complicación, pero el médico era optimista. No obstante, deseaba que permaneciera en reposo absoluto durante las siguientes horas. Le pidió a Zofia que avisara a sus allegados de que no se le permitiría recibir ninguna visita hasta la mañana siguiente.

– Eso está hecho -dijo ella-. Soy la única.

Le dio a la responsable de la planta el número de su busca. Al salir, pasó por delante de Lucas y, sin dirigirle una mirada, lo informó de que no tendría que hacer un tachón en su informe. Luego desapareció. Lucas la alcanzó en el aparcamiento desierto mientras ella buscaba las llaves.

– Si pudiera dejar de sobresaltarme, le estaría muy agradecida -dijo Zofia.

– Creo que hemos empezado con mal pie -dijo Lucas en voz baja.

– ¿Empezado qué? -replicó Zofia.

Lucas dudó antes de responder:

– Digamos que a veces soy un poco directo en mi lenguaje, pero me alegro sinceramente de que su amiga haya salido de ésta.

– Bueno, por lo menos hemos compartido algo hoy. ¡No hay nada imposible! Y ahora, si tiene la bondad de dejarme abrir la puerta…

– ¿Y si fuéramos a compartir también una taza de café? Por favor…

Zofia permaneció en silencio.

– ¡Lo borro! -prosiguió Lucas-. Usted no toma y yo tampoco. ¿Qué le parece un zumo de naranja? Justo aquí enfrente los hacen buenísimos.

– ¿Por qué tiene tantas ganas de beber algo conmigo?

– Porque acabo de llegar a la ciudad y no conozco a nadie. He pasado tres años muy solo en Nueva York, lo que no tiene nada de original. La Gran Manzana me ha vuelto poco elocuente, pero estoy decidido a cambiar.

Zofia inclinó la cabeza y escrutó a Lucas.

– Está bien, volveré a empezar -dijo éste-. Olvide Nueva York, mi soledad y todo lo demás. No sé por qué tengo tantas ganas de tomar algo con usted. En realidad, me da igual tomar algo o no; de lo que tengo ganas es de conocerla. Ya está, le he dicho la verdad. Sería una buena acción por su parte decir ahora que sí.

Zofia miró el reloj y dudó unos segundos. Luego sonrió y aceptó la invitación. Cruzaron la calle y entraron en el Krispy Kreme. El pequeño local olía a pastas recién hechas; una bandeja de buñuelos acababa de salir del horno. Se sentaron junto a la cristalera. Zofia no comió nada, pero miró perpleja a Lucas, que engulló siete buñuelos con azúcar glaseado en menos de diez minutos.

– Por lo que veo, de todos los pecados capitales, la gula no le ha traumatizado lo más mínimo -dijo en tono jocoso.

– Todo eso de los pecados es ridículo -repuso él chupándose los dedos-, trucos de monje. ¡Un día sin buñuelos es peor que un día con sol!

– ¿No le gusta el sol? -le preguntó Zofia, sorprendida.

– ¡Pues claro! ¡Me encanta! Produce quemaduras y cáncer de piel; los hombres se asfixian con la corbata bien anudada al cuello; a las mujeres les horroriza pensar que el maquillaje se les va a correr; todo el mundo acaba pillando un resfriado por culpa de los aparatos de aire acondicionado, que perforan la capa de ozono; la contaminación aumenta y los animales se mueren de sed, por no hablar de los ancianos que perecen a causa del calor. Perdone, pero el sol no lo ha inventado ni mucho menos quien la gente cree.

– Tiene usted un extraño concepto de las cosas.

Zofia escuchó con más atención a Lucas cuando éste dijo en tono grave que había que ser más honesto cuando se calificaba el mal y el bien. El orden de las palabras intrigó a Zofia. Lucas había mencionado varias veces el mal antes que el bien, cuando habitualmente la gente hacía lo contrario.

De repente se le ocurrió que quizá fuera un Ángel Verificador enviado para controlar el buen desarrollo de su misión. Muchas veces se los había encontrado en operaciones menos ambiciosas. Lucas era tan provocador que, cuanto más hablaba, más verosímil le parecía la hipótesis. Mientras se acababa el noveno buñuelo, anunció con la boca medio llena que le encantaría volver a verla. Zofia sonrió. Lucas pagó la cuenta y salieron.

En el aparcamiento desierto, Lucas levantó la cabeza hacia arriba.

– Hace un poco de fresco, pero el cielo está realmente sublime, ¿no cree?

Ella había aceptado su invitación a cenar juntos al día siguiente. Si, por casualidad, los dos trabajaban para la misma casa, quien había querido ponerla a prueba quedaría bien servido; pensaba pasárselo en grande. Zofia montó en su coche y regresó a casa.

Aparcó delante de la puerta y procuró no hacer ruido al subir la escalera de entrada. Ninguna luz bañaba el recibidor; la habitación de Reina Sheridan estaba cerrada.

Antes de entrar, alzó los ojos: en el firmamento no había ni nubes ni estrellas.

Y atardeció y amaneció…

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