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Mathilde levantó la mirada y se quedó fascinada por el techo del restaurante, totalmente decorado con vidrieras de Tiffany's que daban a la sala cierto aire de catedral. Zofia, que compartía su opinión, le sirvió un poco más de pollo.

Su amiga, intrigada, se pasó una mano por el pelo.

– ¿Es verdad esa historia de los ronquidos?

Zofia la miró y no pudo contener la risa.

– ¡No!

– ¡Ah! Entonces, ¿qué celebramos? -preguntó Mathilde levantando la copa.

Zofia le habló vagamente de un ascenso que le habían comunicado esa misma mañana. No, no cambiaría de destino y tampoco le subirían el sueldo, pero no había que reducirlo todo a consideraciones materiales. Si Mathilde tenía la amabilidad de dejar de reírse, quizá pudiera explicarle que algunas tareas aportan mucho más que dinero o autoridad: una forma sutil de realización personal. El poder que uno adquiría sobre sí mismo en beneficio -y no en detrimento- de los demás podía resultar muy gratificante.

– ¡Así sea! -dijo Mathilde, riendo.

– Desde luego, tía, está claro que contigo todavía me queda mucho por pasar -repuso Zofia, contrariada.

Mathilde sostenía la botella de sake para llenar los dos vasos cuando, en cuestión de segundos, el semblante de Zofia se transformó. Ésta asió a su amiga de la muñeca y prácticamente la levantó de la silla.

– ¡Sal de aquí! ¡Corre, ve hacia la salida! -gritó.

Mathilde se quedó paralizada. Los clientes de la mesa contigua, igual de sorprendidos, miraron a Zofia, que vociferaba girando sobre sí misma, como al acecho de una amenaza invisible.

– ¡Salgan todos, salgan lo más deprisa que puedan y aléjense de aquí, rápido!

Todos la miraban, dudosos, preguntándose qué demonios estaba sucediendo. El gerente del local se acercó a Zofia con las manos juntas, en un gesto de súplica, para que la joven a la que consideraba una amiga dejara de perturbar el orden de su establecimiento. Zofia lo agarró enérgicamente por los hombros y le suplicó que hiciera evacuar la sala de inmediato. Le pidió que confiara en ella, que era cuestión de segundos. Liu Tran no era ningún sabio, pero su instinto nunca le había fallado. Dio dos palmadas secas y pronunció unas palabras en cantones que bastaron para animar un ballet de camareros decididos. Los hombres con chaqueta blanca tiraron hacia atrás de las sillas de los comensales y guiaron con presteza a éstos hacia las tres salidas del establecimiento.

Liu Tran permaneció en medio de la sala. Zofia lo arrastró del brazo hacia una de las salidas, pero el se resistió al ver a Mathilde, petrificada a unos metros de ellos. La joven no se había movido.

– Yo saldré el último -dijo Liu, en el mismo momento que un ayudante de cocina aparecía en el comedor corriendo y gritando.

Inmediatamente se produjo una explosión de una violencia inusitada. La onda expansiva hizo caer la monumental araña, que se estrelló contra el suelo. El mobiliario parecía ser aspirado a través del gran ventanal, cuyos cristales pulverizados se diseminaban por la calzada. Miles de esquirlas rojas, verdes y azules llovían sobre los escombros. El humo gris y acre que inundaba el comedor se elevó en espesas columnas por la fachada. Al rugido que acompañó al cataclismo, sucedió un silencio asfixiante. Abajo, Lucas, después de aparcar, subió la ventanilla del coche que había robado una hora antes. Le horrorizaba el polvo y todavía más que las cosas no sucedieran como él había previsto.

Zofia apartó el aparador macizo que le había caído encima. Se frotó las rodillas y pasó por encima de un trinchero volcado. Observó el desorden que había a su alrededor. Bajo el armazón de la gran lámpara, desprovista de todos sus adornos, yacía el restaurador respirando con dificultad, entrecortadamente. Zofia se precipitó hacia él. El hombre gemía, destrozado por el dolor. La sangre afluía a sus pulmones y, cada vez que inspiraba, le comprimía un poco más el corazón. A lo lejos, las sirenas de los bomberos se propagaban por las calles de la ciudad.

Zofia le suplicó a Liu que resistiera.

– No tiene usted precio -dijo el anciano chino sonriendo.

Ella le tomó la mano. Liu estrechó la suya y se la acercó al pecho, que silbaba como un neumático pinchado. Pese a su estado, sus ojos eran capaces de leer la verdad. Hizo acopio de sus últimas fuerzas para murmurar que, gracias a Zofia, no sentía ninguna inquietud. Sabía que, sumido en el sueño eterno, no roncaría. Rió, lo que le provocó un acceso de tos.

– ¡Qué suerte para mis futuros vecinos! ¡Le deben mucho!

Un flujo de sangre brotó de su boca y le resbaló por la mejilla para ir a fundirse con el rojo de la alfombra. La sonrisa se le congeló.

– Creo que debería ocuparse de su amiga, no la he visto salir.

Zofia miró a su alrededor, pero no vio ni rastro de Mathilde ni de ningún otro cuerpo.

– Junto a la puerta, bajo la vitrina -dijo Liu, tosiendo de nuevo.

Zofia se incorporó. Liu la retuvo asiéndola de la muñeca y clavó los ojos en los suyos.

– ¿Cómo lo ha sabido?

Zofia contempló al hombre; los últimos rayos de vida escapaban de sus iris dorados.

– Lo comprenderá dentro de unos instantes.

Una inmensa sonrisa iluminó el rostro de Liu y todo su ser se apaciguó.

– Gracias por esta muestra de confianza.

Ésas fueron las últimas palabras del señor Tran. Sus pupilas se contrajeron hasta hacerse tan pequeñas como la punta de una aguja, parpadeó y su rostro se abandonó sobre la palma de la mano de su última clienta. Zofia le acarició la frente.

– Perdóneme por no acompañarlo -dijo, apoyando suavemente en el suelo la cabeza inerte del restaurador.

Se levantó, apartó una pequeña cómoda que estaba patas arriba y se dirigió hacia el gran mueble volcado. Empujó con todas sus fuerzas para levantarlo y descubrió a Mathilde, inconsciente, con un gran trinchante de patos clavado en la pierna izquierda.

El haz de la linterna del bombero barrió el suelo; se oía el crujido de sus pasos al pisar los cascotes. Se acercó a las dos mujeres e inmediatamente sacó el emisor-receptor de la funda que llevaba colgada al hombro para comunicar que había encontrado dos víctimas.

– ¡Sólo una! -lo corrigió Zofia.

– Mejor -dijo un hombre que vestía americana negra y escrutaba desde lejos los escombros.

El jefe de bomberos se encogió de hombros.

– Debe de ser un agente federal. Ahora llegan prácticamente antes que nosotros cuando se produce una explosión -refunfuñó, colocando una mascarilla de oxígeno sobre el rostro de Mathilde-. Tiene una pierna fracturada -añadió, dirigiéndose a un miembro de su equipo que se había reunido con ellos-. Está inconsciente. Avisa a los servicios paramédicos para que la evacuen enseguida. -Luego señaló el cuerpo de Tran-. Y ese de allí ¿cómo está?

– ¡Demasiado tarde! -respondió el hombre trajeado desde el otro extremo de la sala.

Zofia tenía a Mathilde entre los brazos y trataba de ahogar la tristeza que le ataba un nudo en la garganta.

– Toda la culpa es mía. No tendría que haberla traído aquí. -Miró el cielo por la ventana hecha añicos; el labio inferior le temblaba-. ¡Otra vez no! Podía conseguirlo, iba por buen camino. Habíamos acordado dejar pasar unos meses antes de tomar una decisión. ¡La palabra hay que cumplirla!

Los dos camilleros que se habían acercado a ella le preguntaron, desconcertados, si se encontraba bien. Zofia los tranquilizó con un simple gesto de la cabeza. Le ofrecieron oxígeno, pero lo rechazó. Entonces le rogaron que se apartara; ella retrocedió unos pasos y los dos hombres colocaron a Mathilde en una camilla y se dirigieron de inmediato a la salida. Zofia avanzó hasta lo que quedaba del ventanal sin apartar los ojos del cuerpo de su amiga, que desapareció en la ambulancia. Los torbellinos de girofaros rojos y naranjas de la unidad 02 se fundieron con el sonido de la sirena que se alejaba hacia el hospital Memorial de San Francisco.

– No se sienta culpable. Estar en el peor lugar, en el peor momento, es algo que puede sucederle a cualquiera. ¡Es el destino!

Zofia se sobresaltó. Había reconocido la voz grave de la persona que intentaba consolarla de un modo tan torpe. Lucas se acercaba a ella frunciendo el entrecejo.

– ¿Qué hace usted aquí? -preguntó la joven.

– Creía que el jefe de bomberos ya se lo había dicho -contestó él, quitándose la corbata.

– … Y como todo parece indicar que se trata de una explosión de gas normal y corriente en la cocina o, en el peor de los casos, de un delito, el amable agente federal podrá irse a su casa y dejar trabajar a los policías. ¡Los terroristas no tienen ningún motivo para cazar patos a la naranja!

La voz tan cascada como hosca del inspector de policía había interrumpido su conversación.

– ¿Con quién tenemos el honor de hablar? -preguntó Lucas en un tono irónico que delataba su irritación.

– Con el inspector Pilguez de la policía de San Francisco -le respondió Zofia.

– ¡Me alegro de que esta vez me haya reconocido! -dijo Pilguez, haciendo caso omiso de la presencia de Lucas-. Si tenemos oportunidad, me encantaría que me explicara el numerito de esta mañana.

– No quería que tuviéramos que decir en qué circunstancias nos conocimos -contestó Zofia-. Ya sabe, para proteger a Mathilde. Los chismes se difunden más deprisa que la bruma en los muelles.

– Confié en usted dejándola salir antes de lo previsto, así que le agradecería que hiciera lo mismo conmigo. En la policía, el tacto no está forzosamente prohibido. Dicho esto, en vista del estado de la chica, tal vez habríamos hecho mejor dejando que cumpliera su pena.

– ¡Bonita definición del tacto, inspector! -dijo Lucas, despidiéndose de los dos. Atravesó la abertura donde yacían los restos de la monumental doble puerta cuyo traslado desde Asia había costado una fortuna y, ya desde la calle, le dijo a Zofia antes de montar en su vehículo-: Lo siento por su amiga.

El Chevrolet negro desapareció unos segundos más tarde en el cruce con la calle Beach.

Zofia no podía aclararle nada al inspector. Tan sólo un terrible presentimiento la había empujado a insistir para que todos salieran del local. Pilguez le comentó que sus explicaciones resultaban un tanto superficiales, teniendo en cuenta el número de vidas que acababa de salvar. Zofia no tenía nada más que añadir. Quizás había percibido inconscientemente el olor de gas que escapaba por el falso techo de la cocina. Pilguez protestó: en los últimos años, los casos enrevesados en los que había influido de una u otra manera el inconsciente tenían una desagradable tendencia a perseguirlo.

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