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– Mi sangre no está limpia.

– Ten un poco de paciencia y tómate la medicación.

– Ese tipo parece de lo más simpático.

– ¡Sí, como un cocodrilo delante de un solomillo!

– ¿Lo conoces?

– No lo había visto en mi vida.

– Entonces, ¿por qué haces ese juicio tan apresurado?

– Confía en mí, tengo un sexto sentido para estas cosas.

Zofia se sobresaltó al oír la voz grave de Lucas y notar su aliento en la nuca.

– Ya que había quedado en pasar la velada con su deliciosa amiga, sea generosa y acepte una invitación común a una de las mejores mesas de la ciudad. En mi descapotable cabemos perfectamente los tres.

– Tiene usted mucha intuición: no hay nadie más generoso que Zofia -dijo Mathilde, confiando en que su amiga se adaptara a la situación.

Zofia se volvió con la intención de darle las gracias y despedirlo, pero quedó inmediatamente atrapada por los ojos que la miraban. Los dos se miraron largamente, incapaces de decir nada. Lucas intentó hablar, pero de su garganta no salió ningún sonido. Escrutaba en silencio las facciones de aquel rostro femenino tan turbador como desconocido. Ella, que se había quedado sin una gota de saliva en la boca, acercó una mano a la barra y buscó a tientas algo de beber. Un cruce de gestos torpes hizo volcar el vaso, que rodó por la barra de cinc, cayó al suelo y se hizo añicos. Zofia se agachó para recoger con precaución tres trozos de cristal; Lucas se inclinó con intención de ayudarla y recogió cuatro más. Cuando se incorporaron, siguieron mirándose.

Mathilde los había observado a ambos y dijo, irritada:

– ¡Voy a barrer!

– Quítate el delantal y vámonos. Es tardísimo -repuso Zofia apartando la mirada.

Saludó a Lucas con un gesto de cabeza y arrastró sin contemplaciones a su amiga hasta la calle. Al llegar al aparcamiento, apretó el paso. Después de haberle abierto la puerta a Mathilde, subió al coche, arrancó y salió como una exhalación.

– Pero ¿qué te pasa? -preguntó Mathilde, desconcertada.

– ¿A mí? Nada de nada.

Mathilde hizo girar el retrovisor central.

– Mírate la cara y repítemelo.

El coche circulaba deprisa por el puerto. Zofia abrió la ventanilla y un aire helado invadió el interior del vehículo. Mathilde se estremeció.

– Ese hombre es terriblemente grave -murmuró Zofia.

– A ver, los conozco altos, bajos, guapos, feos, delgados, gordos, peludos, imberbes, calvos…, pero graves…, la verdad, me has dejado de una pieza.

– Entonces, confía en mí. Ni yo misma sé cómo calificarlo. Es un hombre triste, y parece tan atormentado… Nunca había…

– Pues con lo que te gustan las almas en pena, es el candidato perfecto para ti. ¡Seguro que acabas con una pequeña herida en el ventrículo izquierdo!

– ¡No seas cáustica!

– Desde luego, esto es el mundo al revés. Te pido una opinión imparcial sobre un hombre que me parece que está para comérselo, tú ni siquiera lo miras pero lo pones de vuelta y media, y cuando por fin te dignas volver la cabeza, clavas los ojos en los suyos como una ventosa que quisiera desembozar el lavabo de mi cuarto de baño. Y después de todo eso, resulta que no tengo derecho a ser cáustica.

– ¿Tú no has notado nada, Mathilde?

– Sí, ya que insistes, que olía a perfume Habit Rouge, y como sólo lo venden en Macy's [3] , yo creía que eso era más bien una buena señal.

– ¿No te has dado cuenta del aspecto tan sombrío que tenía?

Mathilde se ajustó la parka en torno al cuello y respondió:

– Bueno, vale, llevaba una chaqueta un poco oscura, ¡pero de corte italiano y de cachemir de seis hilos!

– No me refiero a eso.

– ¿Quieres que te diga una cosa? Estoy segura de que no es de los que se ponen calzoncillos corrientes y molientes.

Mathilde sacó un cigarrillo y lo encendió. Bajó su ventanilla y expulsó una larga columna de humo que salió por la abertura.

– ¡Puestos a morir de una neumonía! -exclamó-. En fin, perdona que insista, pero hay calzoncillos y calzoncillos.

– ¡No has escuchado ni una sola palabra de lo que he dicho! -repuso Zofia, preocupada.

– ¿Te imaginas qué corte para la hija de Calvin Klein ver el nombre de su padre escrito en letras grandes cuando un hombre se desnuda delante de ella?

– ¿Lo habías visto antes? -preguntó Zofia, imperturbable.

– Quizás en el bar de Mario, pero no puedo asegurártelo. En aquella época, las noches que veía claro eran bastante escasas.

– Pero eso se ha acabado, lo has dejado atrás -dijo Zofia.

– ¿Tú crees en la sensación de déjà-vu ?

– Es posible. ¿Por qué?

– Hace un momento, en el bar, cuando se te ha escapado el vaso de las manos…, he tenido la sensación de que caía a cámara lenta.

– Tienes el estómago vacío. Voy a llevarte a cenar a un restaurante asiático -repuso Zofia.

– ¿Puedo hacerte otra pregunta?

– Claro.

– ¿No tienes nunca frío?

– ¿Por qué lo dices?

– Porque tengo la sensación de que soy una esquimal. ¡Por lo que más quieras, sube esa ventanilla!

El Ford circulaba en dirección a la antigua chocolatería de la calle Ghirardelli. Tras unos minutos de silencio, Mathilde conectó la radio y contempló la ciudad. En el cruce de la avenida Colombus y la calle Bay el puerto desapareció de su vista.

– ¿Tendría la amabilidad de retirar la mano para que pueda limpiar la barra?

El dueño del Fisher's Deli había sacado a Lucas de su ensimismamiento.

– Perdón…

– Hay cristales debajo de su mano. Se va a cortar.

– No se preocupe por mí. ¿Quién era?

– Una chica atractiva, cosa que no abunda por aquí.

– Sí, por eso me gusta tanto el barrio -repuso Lucas con la misma sequedad-. No ha contestado a mi pregunta.

– ¿La que le interesa es mi empleada? Lo siento, pero no doy información sobre el personal. Tendrá que volver y preguntárselo usted mismo; mañana a las diez estará otra vez aquí.

Lucas dio un puñetazo sobre la barra de cinc. Los fragmentos de cristal saltaron por los aires y el propietario del establecimiento dio un paso atrás.

– ¡Su camarera me importa un comino! ¿Conoce a la chica que se ha ido con ella? -dijo Lucas.

– Es amiga suya y trabaja en la segundad del puerto. Es lo único que le puedo decir.

Lucas le arrebató al hombre el paño que llevaba colgando de la cintura del pantalón y se frotó con él la palma de la mano, que no presentaba ni un solo rasguño. Luego lo arrojó al cubo de la basura que estaba detrás de la barra.

El patrón del Fisher's Deli frunció el entrecejo.

– No te preocupes, tío -dijo Lucas, mirando su mano intacta-. Es lo mismo que andar sobre ascuas, tiene truco. Todo tiene un truco.

A continuación se dirigió hacia la salida. Una vez fuera, se quitó una esquirla que se le había quedado entre el índice y el pulgar.

Se encaminó hacia el descapotable, se inclinó por encima de la portezuela y quitó el freno de mano. El coche que había robado se deslizó lentamente hacia el borde del muelle y cayó al mar. En cuanto la rejilla del radiador se sumergió en el agua, una sonrisa casi tan intensa como la de un niño iluminó el rostro de Lucas.

Para él, el momento en que el agua entraba por la ventanilla (que él siempre tenía la precaución de dejar entreabierta) e inundaba el vehículo era un momento de puro goce. Pero lo que más le gustaba eran las burbujas que salían del tubo de escape justo antes de que cesara la combustión; estallaban en la superficie con un blup-blup irresistible.

Cuando la muchedumbre se congregó para ver cómo desaparecían los faros traseros del Cámaro en las turbias aguas del puerto, Lucas ya caminaba lejos de allí con las manos en los bolsillos.

– Creo que acabo de encontrar una perla única -murmuró mientras se alejaba-. Sería endiabladamente raro que no ganara.

Zofia y Mathilde estaban cenando frente a la bahía, ante el inmenso ventanal que daba a la calle Beach. «Nuestra mejor mesa», había precisado el maître euroasiático, con una sonrisa que dejaba al descubierto absolutamente toda su prominente dentadura. La vista era magnífica. A la izquierda, el Golden Gate, orgulloso de sus ocres, rivalizaba en belleza con el Bay, el puente plateado construido un año antes. Delante de ellas, los mástiles de los veleros se balanceaban suavemente en el puerto deportivo, protegidos de la violencia del oleaje. Caminos de grava dividían las extensiones de césped, que llegaban hasta el borde del mar. Los paseantes nocturnos los recorrían disfrutando de la agradable temperatura de principios de otoño.

El camarero depositó sobre la mesa dos cócteles de la casa y un plato de pan de gambas.

– Regalo de la casa -dijo, mientras les daba sendas cartas. Mathilde le preguntó a Zofia si era cliente habitual. Le parecía demasiado caro para una modesta empleada pública. Zofia respondió que el dueño las invitaba.

– ¿Le has perdonado alguna multa?

– Le hice un favor hace unos meses. En realidad, fue una insignificancia -repuso Zofia, un tanto confusa.

– Tus insignificancias me resultan un poco sospechosas. ¿Qué clase de favor le hiciste?

Zofia, había visto al propietario del establecimiento una noche en los muelles de carga. Caminaba por allí en espera de que le autorizaran a retirar de la aduana un envío de vajilla procedente de China.

La tristeza de su mirada había atraído la atención de Zofia, que había temido lo peor al verlo inclinarse al borde del agua salobre y quedarse mirándola fijamente un buen rato. Entonces se había acercado a él y entablado conversación; el hombre había acabado contándole que su mujer quería abandonarlo después de cuarenta y tres años de matrimonio.

– ¿Qué edad tiene su mujer? -preguntó Mathilde, intrigada.

– Setenta y dos años.

– ¿Y hay gente que a los setenta y dos años piensa en divorciarse? -preguntó Mathilde, reprimiendo con mucho esfuerzo la risa.

– Si tu marido lleva cuarenta y tres años roncando, es una idea en la que puedes pensar muy a menudo. Yo diría que incluso todas las noches.

– ¿Y uniste de nuevo a la pareja?

– Lo convencí de que se operara prometiéndole que no le harían ningún daño. ¡Los hombres soportan tan mal el dolor físico!

– ¿Crees que se habría tirado de verdad?

– ¡Ya había tirado la alianza!

[3] Cadena de grandes almacenes de lujo (N. de la T.)


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