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Las mejillas de Zofia se tiñeron también de rojo.

– Tienes razón, era justo ésa la palabra que buscaba -dijo en voz baja.

– ¿Por qué los adultos no dicen siempre la verdad?

– Porque a veces les da miedo, creo.

– Pero tú no eres como ellos, ¿a que no?

– Digamos que lo intento, Thomas.

Zofia le levantó la barbilla al niño y lo besó. El se echó en sus brazos y la estrechó con fuerza. Tras esta cariñosa despedida, Zofia se dirigió hacia la puerta, pero Thomas la llamó.

– ¿Voy a morirme?

Thomas la miraba fijamente. Zofia escrutó largamente la profunda mirada del niño.

– Tal vez.

– Si tú estás aquí, no, así que hasta el viernes -dijo el niño.

– Hasta el viernes -contestó Zofia, soplando para enviarle el beso depositado en la palma de su mano.

Tomó el camino de los muelles para ir a controlar el buen desarrollo de la descarga de un barco. Se acercó a una pila de bastidores de carga; un detalle había atraído su atención. Se arrodilló para mirar el precinto sanitario que garantizaba el mantenimiento de la cadena de frío. El indicador se había ennegrecido. Zofia empuñó de inmediato el walkie-talkie y buscó el quinto canal. La oficina de servicios sanitarios no respondió a su llamada. El camión refrigerado que esperaba junto al buque no tardaría en llevar la mercancía en mal estado a los numerosos restaurantes de la ciudad. Tenía que encontrar una solución cuanto antes. Cambió al tercer canal.

– Manca, soy Zofia, ¿dónde está?

El aparato crepitó.

– En la atalaya -dijo Manca-, y hace un tiempo espléndido, por si tiene alguna duda al respecto. ¡Casi puedo ver la costa china!

– El Vasco de Gama está descargando, ¿puede reunirse conmigo enseguida?

– ¿Hay algún problema?

– Preferiría hablar del asunto aquí -contestó antes de cortar la comunicación.

Esperó a Manca al pie de la grúa que transportaba las cajas desde el barco hasta tierra firme. Éste llegó unos minutos después, al volante de un Fenwick.

– Bien, ¿qué puedo hacer por usted? -preguntó Manca.

– De esa grúa cuelgan diez cajas de gambas incomestibles.

– ¿Y?

– Los del servicio sanitario no están aquí, como puede ver, y no consigo localizarlos.

– Yo tengo dos perros y un hámster en casa, y aun así no soy veterinario. Vamos a ver, ¿qué sabe usted de crustáceos?

Zofia le mostró el indicador.

– ¡Las gambas no tienen secretos para mí! Si no nos ocupamos de esto, no va a ser nada aconsejable ir esta noche a un restaurante…

– Sí, vale, pero ¿qué quiere que haga yo, aparte de comerme un bistec en casa?

– Ni para los niños comer mañana en el colegio…

No era una frase inocente. Manca no soportaba que se le tocara un pelo a ningún niño; para él, los niños eran sagrados. La miró unos instantes frotándose la barbilla.

– ¡Está bien, de acuerdo! -dijo, apoderándose del emisor de Zofia.

Cambió la frecuencia para establecer contacto con el hombre que manejaba la grúa.

– ¡Samy, colócate sobre el mar!

– ¿Eres tú, Manca? Voy cargado con trescientos kilos. ¿Puedes esperar?

– ¡No!

La pluma giró poco a poco, arrastrando la carga en un lento balanceo, y se detuvo sobre el agua.

– ¡Bien! -dijo Manca-. Ahora voy a pasarte a la oficial de seguridad, que acaba de descubrir un gran defecto en tu estiba. Va a ordenarte que la sueltes de inmediato para que no corras ningún peligro, y tú la obedecerás a la misma velocidad porque su oficio es hacer este tipo de cosas.

Le tendió a Zofia el aparato sonriendo de oreja a oreja. Zofia vaciló y carraspeó antes de transmitir la orden. Se oyó un ruido seco y el gancho se abrió. La carga de crustáceos se hundió en las aguas del puerto. Manca volvió a montar en el Fenwick. Al arrancar, olvidó que había puesto la marcha atrás y derribó las cajas que había en el suelo. Se detuvo a la altura de Zofia.

– Si esta noche los peces se ponen enfermos, es cosa suya, yo no quiero saber nada del asunto. ¡Y de los papeles del seguro tampoco!

Acto seguido, el tractor avanzó sobre el asfalto sin hacer ruido.

La tarde tocaba a su fin. Zofia cruzó la ciudad; la panadería donde hacían los mostachones preferidos de Mathilde estaba en el extremo norte de Richmond con la calle Cuarenta y cinco. Aprovechó la ocasión para hacer algunas compras.

Zofia llegó a casa una hora más tarde, cargada, y subió al primer piso. Empujó la puerta con un pie; apenas veía lo que tenía delante y pasó directamente detrás de la barra de la cocina. Resopló al dejar las bolsas de papel marrón sobre la encimera de madera y levantó la cabeza: Reina y Mathilde la miraban con una expresión más que extraña.

– ¿Puedo saber de qué os reís? -preguntó Zofia.

– ¡No nos reímos! -repuso Mathilde.

– Todavía no…, pero viendo vuestras caras, apuesto lo que sea a que no vais a tardar.

– ¡Te han mandado flores! -susurró Reina con los labios apretados.

Zofia miró primero a una y luego a la otra.

– Reina las ha puesto en el cuarto de baño -dijo Mathilde.

– ¿Por qué en el cuarto de baño? -preguntó Zofia, recelosa.

– ¡Por la humedad, supongo! -contestó Mathilde, risueña.

Zofia apartó la cortina de la ducha y oyó a Reina añadir:

– ¡Esa clase de vegetal necesita mucha agua!

Se hizo el silencio en las dos estancias. Cuando Zofia preguntó quién había tenido la delicadeza de enviarle un nenúfar, en el salón estalló la risa de Reina, a la que no tardó en seguir la de Mathilde. Reina pudo contenerse lo suficiente para decir que sobre el lavabo había una tarjeta. Zofia, dubitativa, abrió el sobre: «Sintiéndolo mucho, un enojoso compromiso profesional me obliga a aplazar nuestra cena. La espero a las siete y media en el bar del embarcadero Hyatt para pedirle perdón y tomar el aperitivo. No falte, su compañía me resulta indispensable».

La nota estaba firmada por Lucas. Zofia la arrugó y la tiró a la papelera. Luego regresó al salón.

– Bueno, ¿quién es? -preguntó Mathilde, secándose los ojos.

Zofia se acercó al armario y lo abrió enérgicamente. Se puso un cárdigan, recogió las llaves de la mesita de la entrada y, antes de salir, se volvió para decirles a Reina y a Mathilde que estaba encantada de que se hubieran conocido. Sobre la barra había ingredientes para preparar una cena. Ella tenía trabajo y volvería tarde. Hizo una reverencia forzada y desapareció. Mathilde y Reina oyeron subir un glacial «buenas noches» por el hueco de la escalera justo antes de que la puerta de entrada se cerrara. El ruido del motor del Ford se desvaneció unos segundos más tarde. Mathilde miró a Reina sin ocultar la amplia sonrisa en la comisura de los labios.

– ¿Cree que está molesta?

– ¿A ti te han mandado alguna vez un nenúfar?

Reina se enjugó el rabillo del ojo.

Zofia conducía con brusquedad. Encendió la radio y masculló:

– Pero bueno, ¿me ha tomado por una rana o qué?

En el cruce de la Tercera Avenida, dio un volantazo al tiempo que tocaba inopinadamente el claxon. Delante de su parabrisas, un peatón señaló con un ademán grosero que todavía tenía el semáforo en rojo. Zofia asomó la cabeza por la ventanilla y le gritó:

– ¡Lo siento! ¡Los batracios son daltónicos!

Condujo deprisa en dirección a los muelles.

– Un enojoso compromiso… -barbotó-. Pero ¿quién se cree que es?

Cuando Zofia llegó al muelle 80, el vigilante salió de la garita. Tenía un mensaje de parte de Manca: quería verla urgentemente. Ella miró el reloj y se dirigió al despacho de los capataces. Al entrar, comprendió enseguida por la cara de Manca que había habido un accidente; éste le confirmó que un cargador llamado Gómez se había caído. La causa de la caída era, probablemente, una escala defectuosa. La carga suelta que había en la cala apenas había amortiguado el golpe; el hombre había sido trasladado al hospital en un estado lamentable. Las causas del accidente habían provocado la cólera de sus compañeros. Zofia no estaba de servicio en el momento de la desgracia, pero eso no hacía que se sintiera menos responsable. Desde que se había producido la tragedia, la tensión no había cesado de aumentar, y entre los muelles 96 y 80 ya circulaban rumores de huelga. Para calmar los ánimos, Manca había prometido que haría inmovilizar el barco en el muelle. Si la investigación confirmaba las sospechas, el sindicato se personaría como acusación particular contra el armador. Mientras tanto, para debatir la pertinencia de una huelga, Manca había invitado a cenar esa noche a los tres jefes de sección de la Unión de Cargadores. Con semblante grave, Manca escribió la dirección del restaurante en un pedazo de papel que arrancó del bloc de notas.

– Estaría bien que vinieses. He hecho la reserva para las nueve.

Le tendió el papel a Zofia y ésta se despidió de él.

El viento frío que soplaba en los muelles le azotaba las mejillas. Se llenó los pulmones de aire helado y lo soltó lentamente. Una gaviota se posó sobre una amarra que chirriaba al estirarse. El pájaro inclinó la cabeza y clavó los ojos en Zofia.

– ¿Eres tú, Gabriel? -preguntó ella con voz tímida.

La gaviota levantó el vuelo profiriendo un fuerte graznido.

– No, no eras tú…

Mientras caminaba junto al agua, experimentó una sensación que no conocía, como si un velo de tristeza se mezclara con el rocío.

– ¿Algún problema?

La voz de Jules la sobresaltó.

– No lo había oído llegar.

– Yo sí que te he oído a ti -dijo el hombre, acercándose a ella-. ¿Qué haces aquí a estas horas? Ya no estás de servicio.

– He venido a meditar sobre un día que ha ido de mal en peor.

– No te fíes de las apariencias, ya sabes que suelen ser engañosas.

Zofia se encogió de hombros y se sentó en el primer peldaño de la escalera de piedra que descendía hacia el agua. Jules se instaló a su lado.

– ¿Le duele la pierna? -preguntó la joven.

– ¡Olvídate de mi pierna, haz el favor! A ver, ¿qué es lo que va mal?

– Creo que estoy cansada.

– Tú nunca estás cansada… Te escucho.

– No sé qué me pasa, Jules…, me siento…, no sé, un poco harta…

– ¡Acabáramos!

– ¿Por qué dice eso?

– Por nada, por decir algo. ¿Y cuál es la causa de esta repentina «depre»?

– No tengo ni idea.

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