8 de enero de 1975
Philip:
Primer fin de año lejos de ti, lejos de casa, lejos de todo. Un momento extraño en el que todo se mezcla en mi cabeza: un sentimiento de soledad que me invade, a veces aliviado por la alegría de vivir tantas cosas singulares. Aquel momento a medianoche que pasamos juntos durante muchos años, haciéndonos regalos, lo he pasado en medio de gentes a las que les falta de todo. Los niños de aquí se pelearían tan sólo por las cajas de regalo, por una simple cinta. Y, sin embargo, deberías ver el clima de fiesta que invade las calles. Los hombres disparaban al aire con viejas armas para celebrar la esperanza que les hace sobrevivir. Las mujeres han bailado en la calle con sus niños en rondas delirantes de felicidad. Yo estaba atónita. Recuerdo aquella tristeza que nos invadía al aproximarse el fin de año. Recuerdo las horas que pasé intentando traspasarte mi melancolía, con la excusa de que no todo giraba muy bien en torno a mi ombligo. Aquí todos están de luto, viudos o huérfanos, y se aferran a la vida con una dignidad alucinante. ¡Qué hermoso es este pueblo en su desolación! Mi regalo de Navidad me lo ha hecho Juan y ¡menudo regalo! Es mi primera casa, será muy hermosa y podré trasladarme a ella en unas pocas semanas. Juan espera a que paren las lluvias, a final de mes, para pintar la fachada.
Tengo que describírtela. Juan ha construido los cimientos con una mezcla de tierra, paja y piedras. Luego ha levantado las paredes con ladrillos. Con la ayuda de la gente del pueblo, ha recuperado marcos de ventanas entre los escombros. Pondrá una ventana a cada lado de una bonita puerta azul. El suelo de la única habitación todavía es de tierra. A la izquierda habrá una chimenea adosada a una de las paredes. Al lado habrá una pila de piedra, que será el rincón para cocinar. Para la ducha, colocará una cisterna sobre el tejado plano; tirando de una cadena habrá agua fría o tibia, según la hora del día. Descrito de este modo mi cuarto de baño no parece gran cosa y mi casa resulta espartana, pero sé que estará llena de vida. Pondré mi despacho en un rincón del salón ahí donde Juan quiere colocar el piso en cuanto encuentre con qué hacerlo. Una escalera sube a un altillo, donde pondré mi colchón. Bien, ya basta. Ahora te toca a ti escribirme. Cuéntame cómo has pasado las fiestas, qué es de tu vida. Te echo de menos. Sobre tu cama cae una lluvia de besos.
Tu Susan
29 de enero de 1975
Susan:
¡No he recibido tus felicitaciones! En fin, todavía no. Espero que el dibujo que te envío no llegue muy estropeado. Te preguntarás qué representa esa perspectiva de una calle al amanecer. Pues bien, tengo que anunciarte una gran noticia: ya estoy en el taller en Broome Street y, mientras te escribo desde mi ventana veo la calle desierta del Soho. Es la vista que te he dibujado. No te puedes imaginar hasta qué punto ha cambiado mi vida desde que me fui de Montclair; es como si hubiese perdido mis referencias. Pero al mismo tiempo sé que el cambio me hará mucho bien.
Me levanto temprano y salgo a desayunar al café Reggio. Me desvío un poco, pero me gusta disfrutar de la luz de la mañana en esas callejue las de grandes adoquines irregulares, aceras deformadas con sus grandes placas de hierro rundido, y fachadas con escaleras metálicas. Y, además, tú adoras este lugar. Sabes, creo que te escribiré lo que sea para que de vez en cuando pienses en mí, para que me respondas y me hables de ti. No me imaginaba que te echaría tanto de menos. Me aferró a mis cursos y todos los días me digo que el tiempo sin ti es demasiado largo, que debería subirme a un avión e ir a tu lado. Aunque, como me has dicho varias veces, no es mi vida. Sin embargo a veces me pregunto qué será de mi vida lejos de ti.
Bien, si esta carta no acaba en la papelera es que el bourbon que me acabo de tomar habrá hecho su efecto, que me habré prohibido releer mis palabras mañana por la mañana o que esta misma noche la he echado en el buzón de correos que hay en la esquina de mi calle. Cuando salgo de casa por la mañana, lo miro con el rabillo del ojo, como si el buzón fuera el encargado de entregarme una carta tuya un poco más tarde; una carta que encontraré al regresar de la facultad. A veces tengo la impresión de que me sonríe y se burla de mí, flemático. Hace un frío terrible. Besos.
Philip
25 de febrero de 1975
Philip:
Una carta breve. Perdona que no escriba más a menudo. Estoy desbordada por el trabajo en este momento y cuando llego a casa ya no tengo fuerzas para escribir, apenas para meterme en la cama y dormir unas cuantas horas. Febrero se acaba, tres semanas sin lluvia, es casi un milagro. Tras el barro ahora llega el polvo. Por fin nos hemos podido poner a trabajar de verdad, y tengo la impresión de que veo mis primeros esfuerzos recompensados: la vida vuelve.
Es la primera vez que estoy sentada en mi despacho, donde he pegado tu dibujo sobre la chimenea. De esta forma tenemos la misma vista. Estoy muy contenta de que te hayas mudado a Manhattan. ¿Cómo te va en la universidad? ¡Debes de estar rodeado de chicas que sucumben a tus encantos! Aprovéchate, amiguito, pero no las hagas muy desgraciadas. Muchos besitos.
Susan
4 de abril
Susan:
Hace tiempo que retiraron la iluminación de las fiestas y ya hemos dejado atrás el mes de febrero. Hace dos semanas nevó y la ciudad quedó paralizada durante tres días. Hubo un pánico indescriptible. No circulaban los coches. Los taxis zigzagueaban como trineos por la Quinta Avenida. Los bomberos no pudieron apagar un incendio en Tribeca, porque el agua se había congelado. Y, después, el horror: tres vagabundos murieron defrío en Central Park, entre ellos una mujer de treinta años a la que encontraron sentada, congelada en un banco. En los telediarios de la noche y la mañana no se hablaba de otra cosa. Nadie comprende por qué el Ayuntamiento no abre los refugios cuando llega una ola de frío. ¿Cómo aceptar que alguien pueda morir así en nuestros días? ¡Y en las calles de Nueva York! Es lamentable.
¡Así que tú también te has mudado a una nueva casa! Muy simpática tu perorata sobre las chicas de la facultad. Ahora es mi turno: ¿Quién es ese Juan que se ocupa tanto de ti? Trabajo como un loco, pues faltan pocos meses para los exámenes. ¿Todavía me echas un poco de menos? Escríbeme.
Philip
25 de abril de 1975
Philip:
He recibido tu carta, debería haberte respondido hace dos semanas, pero jamás encuentro tiempo para hacerlo. Estamos ya a finales de abril, hace buen tiempo y un calor que a veces resulta difícil de soportar. Hemos viajado durante diez días con Juan, atravesando todo el valle de Sula para luego subir por la carretera del monte Cabeceras de Naco. El objetivo de nuestra expedición era llegar a las aldeas de las montañas. Ir hasta allí ha sido difícil. El Dodge, nombre con el que hemos bautizado a nuestro camión, nos ha fallado dos veces, pero Juan tiene unas manos mágicas. Estoy rendida, no te puedes imaginar lo que supone cambiar la rueda de semejante armatoste. Al principio los campesinos nos han confundido con sandinistas, y éstos a su vez con frecuencia nos toman por militares que van de civil. Si se pusieran de acuerdo, nos facilitarían el trabajo.
En el primer control, te aseguro que el corazón se me salía del pecho. Jamás me habían puesto un fusil automático tan cerca de la cara. Hemos comprado nuestros salvoconductos con algunos sacos de trigo y doce mantas. La carretera que subía junto a las rocas apenas era practicable. Hemos tardado dos días en ascender mil metros. Resulta difícil explicarte lo que encontramos allí: poblaciones famélicas a las que todavía nadie había ayudado. Juan tuvo que negociar duramente para ganarse la confianza de los hombres que vigilaban el puerto de montaña…
Fueron recibidos con la mayor de las desconfianzas. El ruido del motor les había precedido y los habitantes de la aldea se habían arracimado a lo largo del camino para seguir el lento avance del Dodge, cuya caja de velocidades crujía a cada curva. Cuando casi tuvo que detenerse para realizar una última maniobra que anunciaba el final de la carretera desierta, dos hombres saltaron a los estribos del camión apuntando con sus machetes hacia el interior de la cabina. Sorprendida, Susan dio un bandazo, aplastó el freno y poco faltó para que el camión se precipitase por el barranco.
Llena de una ira que ahogaba su miedo, salió de la cabina. Al abrir de golpe la puerta, lanzó a uno de los hombres al suelo. Con la mirada iracunda y poniéndose en jarras lo cubrió de insultos. El campesino se incorporó boquiabierto, sin comprender ni una sola palabra de lo que la mujer de piel clara le gritaba a la cara, pero indudablemente Doña Blanca estaba enfadada. Juan también bajó del camión, aunque más tranquilo, y explicó las razones de su presencia allí. Después de algunos instantes de duda, uno de los campesinos levantó el brazo izquierdo y una docena de aldeanos se adelantaron. El grupo se puso a discutir durante interminables minutos y la conversación se transformó en un griterío confuso. Entonces Susan se subió al capó del camión y ordenó fríamente a Juan que tocase el claxon. Él sonrió y lo hizo. Poco a poco las voces,ahogadas por el sonido de la cascada bocina, se acallaron. Todo el grupo se volvió hacia Susan que en su mejor español se dirigió al que parecía ser el jefe.
– Tengo mantas, víveres y medicinas. ¡O me ayudan ustedes a descargar el material o suelto el freno de mano y regreso a pie!
Una mujer atravesó el gentío silencioso, se colocó delante de la rejilla del radiador y se santiguó. Susan intentó bajar de su improvisada plataforma sin romperse el tobillo. La mujer le tendió la mano, ayudada poco después por un hombre. Susan avanzó hasta la parte de atrás, donde estaba Juan, mirando a la gente de arriba abajo. Los campesinos se apartaron lentamente a su paso. Con la ayuda de Juan retiró la cubierta de lona. Todo el pueblo estaba silencioso e inmóvil. Susan sacó un montón de mantas y las arrojó al suelo. Nadie se movió.
– Pero ¿qué les pasa? ¡Maldita sea!
– Señora -dijo Juan-, lo que usted les trae no tiene precio para ellos. Esperan saber lo que usted les pedirá a cambio y también saben que no tienen con qué pagarlo.
– ¡Pues diles que lo único que les pido es que nos ayuden a descargar el camión!
– Es algo más complicado que eso.
– Y para que sea simple, ¿qué hay que hacer?
– Póngase el brazalete del Peace Corps, tome una de las mantas que acaba de tirar al suelo y colóquela sobre el hombro de la mujer que acaba de santiguarse.