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II

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Mary se apartó para dejarles entrar en la casa. Cuando se encontraron en el interior, Thomas se puso firme. Mary clavó la mirada en Philip.

– ¡Me he debido de perder algún capítulo, pero supongo que me harás un resumen de la historia!

Él tenía un nudo en la garganta que le impedía hablar. Simplemente le entregó el sobre que llevaba en la mano y, sin esperar, subió a cambiar a la niña. Mary los vio desaparecer en el pasillo y buscó un indicio de respuesta en el papel que acababa de abrir.

Querido Philip:

Si llegas a leer estas líneas, significará que era yo quien tenía razón. A causa de mi carácter, no supe decírtelo en el momento adecuado. Pero acabé haciéndote caso y acepté tener esta criatura, de la que no sé quién es el padre. No me juzgues. La vida aquí es muy diferente a todo lo que te puedas imaginar. Los días son tan duros que con frecuencia tengo necesidad de consolarme con hombres de paso. Para salvarme de la desolación, del abandono de mí misma, de este miedo a morir que me acosa, de esta desesperación idiota de estar sola, para recordarme a mí misma que todavía estaba viva, era necesario que de vez en cuando sintiese el calor de su existencia. Frecuentar la muerte de forma cotidiana significa vivir una profunda e invasora soledad, un contagio. Me había repetido a mí misma cien veces que no había que traer una nueva vida a este universo, pero cuando mi vientre comenzó a redondearse, te hice caso. Llevar a Lisa conmigo era como encontrar aire en el fondo del agua, una necesidad que se hizo vital. Como podrás comprobar, la naturaleza triunfó sobre mis razones. ¿Te acuerdas de la promesa que me hiciste en Newark, que «si sucedía algo» tú estarías siempre ahí? ¡Mi querido Philip, si lees estas líneas es que me ha sucedido algo irreversible! Te hice caso y acepté a Lisa con la certidumbre de que si yo no podía continuar, tú tomarías el relevo de mi propia vida. Perdóname por jugarte esta mala pasada. No conozco a Mary, pero por tus palabras sé que ella tendrá la generosidad de amarla. Lisa es una pequeña salvaje. Los primeros años de su vida no han sido muy agradables. Ofrécele el amor que yo ya no le puedo dar. Te la confío. Dile un día que su madre en otro tiempo fue, y seguirá siendo en tu memoria, así lo espero, tu cómplice. Pienso en vosotros. Te doy un beso, Philip. Me llevo conmigo los mejores recuerdos de mi vida, la mirada de Lisa y los días de nuestra adolescencia.

Susan

Mary arrugó el papel en un esfuerzo por encerrar en aquella bola el sentimiento de rechazo que se instalaba en su corazón. Contempló a su hijo que había conservado la posición de firme e intentó sonreírle: «¡Descansen!». Thomas dio media vuelta y rompió filas.

Estaba sentada a la mesa de la cocina. Sus ojos iban de la ventana a la carta que apretaba entre sus dedos. Philip bajó solo.

– He hecho que se bañara y luego ha querido acostarse. Han viajado toda la noche y no tiene apetito. Creo que no servirá de nada insistir. La he instalado en la habitación de invitados.

Ella permaneció en silencio. Él se levantó, abrió el frigorífico y se sirvió un zumo de naranja, buscando a través de estos gestos anodinos recuperar cierta compostura. Mary no decía nada y seguía a su marido con la mirada.

– No tenemos elección, no puedo entregarla a los servicios sociales. Creo que ya ha tenido su cupo de injusticia y de abandono.

– ¿Ha sido abandonada? -preguntó ella en tono sarcástico.

– Su madre murió y no tiene padre, ¿hay alguna diferencia?

– ¡Y supongo que te propones encargarte de hacer que exista una diferencia!

– ¡Contigo, Mary!

– ¿Por qué no? Paso las horas, los días, los fines de semana y las noches esperándote. He puesto un punto final a mi carrera de periodista para ocuparme de tu casa y tu hijo. En tu vida me he convertido en la perfecta mujer a la sombra. ¿Por qué no iba a continuar dedicándome a ello?

– ¿Crees que tu vida sólo está hecha de sacrificios?

– Ése no es el tema. Hasta el momento era yo quien había elegido esta vida. Pero lo que ahora haces es quitarme ese último privilegio.

– Únicamente me gustaría que compartiésemos esta aventura.

– ¿Ésa es tu definición de aventura? Desde hace dos años te suplico que vivas conmigo otra aventura: la de tener otro hijo. Y desde hace dos años me respondes que no es el momento adecuado, que no disponemos de medios. Dos largos años durante los cuales has ignorado totalmente mis sentimientos. Esta relación, que se supone que era la nuestra, con el tiempo se ha convertido exclusivamente en la tuya. Soy yo quien tiene que compartir tus horarios, tus necesidades, tus preocupaciones, tus obligaciones, tus humores. Y ahora también la hija de otra. ¡Y vaya otra!

Philip no respondió. Se retorcía las manos al tiempo que movía la cabeza sin apartar la mirada de su mujer. Los rasgos de Mary estaban crispados y las pequeñas arrugas que se le habían formado en los ojos -para gran desesperación de ella a juzgar por las largas horas que se pasaba ante el espejo intentando disimularlas- anunciaban la inminente aparición de lágrimas de ira. Incluso antes de que apareciesen, pasó el reverso de su mano por los párpados, como si quisiera evitar así que se le hinchasen los ojos y le saliesen ojeras, inútiles y perjudiciales.

– ¿Cómo sucedió?

– Murió en la montaña, durante un huracán…

– Me da lo mismo. No es eso lo que te pregunto, sino ¿cómo pudiste hacer esa promesa absurda? ¿A qué se debe que nunca me hablaras de ello? No será que no te he oído hablar veces de Susan por aquí, Susan por allá. Había días en que tenía la impresión de que al abrir el armario del cuarto de baño me iba a encontrar con ella.

Philip intentó mantener un tono tranquilo y reposado. La promesa se remontaba a una conversación de hacía diez años. Era una frase «dicha al azar», para tener razón en un debate estéril. Jamás había hablado de ello, porque lo había olvidado y nunca hubiese podido imaginar que una situación semejante se hiciese realidad. De igual modo que tampoco había imaginado que Susan acabaría teniendo un hijo. Además, en los últimos años sus cartas se habían espaciado, y Susan jamás había hecho la menor alusión a su hija. Pero lo que él menos había imaginado es que ella muriese.

– ¿Y qué se supone que tengo que decir ahora? -preguntó Mary.

– ¿A quién?

– A los demás, en la ciudad, a mis amigas.

– ¿Crees que ése es el fondo de la cuestión?

– Para mí es uno de los problemas que se me plantean. Puedes pasar por completo de nuestra vida social, pero yo he tardado cinco años en construirla, y no ha sido gracias a ti precisamente.

– Les dirás que si uno no tiene el corazón lo bastante grande para enfrentarse con este tipo de situaciones, es inútil ir a misa todos los domingos.

– ¡Pero no eres tú quien se va a ocupar de la niña! ¡Tú seguirás trabajando por las noches ahí arriba! ¡Es mi vida la que cambiará por completo!

– No más que si tuviéramos otro hijo.

– No otro hijo. ¡Maldita sea! ¡Nuestro hijo! -Se levantó de un salto-. ¡Yo también me voy a la cama! -gritó mientras subía por la escalera.

– ¡Pero si son las nueve de la mañana!

– ¿Y qué? Hoy es un día bastante anormal, ¿o no?

Al llegar al piso de arriba, caminó con paso firme, se detuvo en la mitad del pasillo, dio media vuelta, dubitativa, y se dirigió hacia la habitación donde Lisa dormía. Entreabrió la puerta sin hacer ruido.

La niña, que estaba tendida en la cama, se dio la vuelta y la miró sin decir palabra. Mary esbozó una sonrisa forzada y cerró la puerta. Luego entró en su habitación y se echó sobre la cama, la vista clavada en el techo mientras apretaba los puños con el fin de dominar su ira. Philip entró, se sentó a su lado y le cogió la mano.

– Lo siento mucho. No te puedes imaginar cuánto lo siento.

– No, no lo sientes. Jamás pudiste tener a la madre, y ahora tienes a la hija. Yo soy la que lo siente. Jamás quise ni a la una ni a la otra.

– No tienes derecho a decir esas cosas en un día como hoy.

– En un día como hoy no sé cómo no decir según qué cosas, Philip. Hace dos años que pones mala cara, que eludes el tema, que te estás distanciando de mí con mil y una excusas, siempre buenas porque son tuyas. Tu Susan te envía a su hija y todos los problemas se van a solucionar como por arte de magia. Sin embargo, olvidas un detalle: es una historia que procede de tu vida, no de la mía.

– Susan ha muerto, Mary, y yo no tengo nada que ver en eso. Tú puedes pasar totalmente de mi dolor, pero no de una niña. ¡Maldita sea! ¡No de una niña!

Mary se incorporó. Su voz, dominada por la rabia, temblaba cuando gritó: «¡A la mierda con tu Susan!».

Philip miró fijamente el alféizar de la ventana para evitar cruzarse con su mirada: «¡Pero mírame, maldita sea! Al menos ten el valor de mirarme a la cara!».

En la habitación, a la que llegaban sonidos confusos, Lisa se movió bajo el edredón y hundió la cabeza en la almohada. Apretaba su rostro con tanta fuerza que sus cabellos se confundían con la funda.

Los gritos eran menos perceptibles que los ruidos de algunas tormentas, pero el miedo que le inspiraban era el mismo. Le hubiese gustado dejar de respirar, pero sabía que eso era imposible. Todos los intentos de las dos semanas anteriores habían fracasado. Con un nudo en el estómago, se mordía la lengua cada vez con más fuerza, como su madre le había enseñado hacer: «Si sientes el gusto de la sangre en la boca, es que aún estás viva. Y cuando estés en peligro, sólo debes pensar en una cosa: en no abandonar, en no renunciar, en seguir con vida». El líquido tibio se deslizó por su garganta. Ella se concentró en esta sensación e intentó no pensar en nada más. Desde el fondo del pasillo continuaban llegando las exhortaciones de Philip, a veces entrecortadas por momentos de silencio. A cada erupción de cólera, ella hundía su rostro un poco más en la almohada, como si los ríos de palabras la fuesen a arrastrar. A cada efervescencia, cerraba un poco más los ojos, hasta el punto de que a veces veía estrellas en sus párpados.

Oyó un portazo en la habitación contigua y los pasos de un hombre que bajaba por la escalera.

Philip entró en el salón y se dejó caer en el sofá. Puso los codos sobre las rodillas y hundió la cabeza entre sus manos. Thomas esperó unos minutos antes de romper el silencio.

– ¿Jugamos una partida?

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