– Ahora no, pequeño.
– ¿Dónde están las chicas?
– Cada una en su habitación.
– ¿Estás triste?
No hubo ninguna respuesta. Sentado sobre la moqueta, el niño se encogió de hombros y volvió a su juego.
A veces el mundo de los adultos es muy extraño. Philip se sentó detrás de él y lo rodeó con sus brazos.
– Todo va a salir bien -dijo Philip con voz apagada y cogió uno de los mandos del juego-. ¿A qué quieres perder?
En la primera curva, el Lamborghini de Thomas sacó de la pista al Toyota de su padre.
Mary bajó al mediodía. Sin decir una palabra se dirigió a la cocina, abrió el frigorífico y comenzó a preparar el almuerzo. Comieron los tres solos. Lisa al fin se había dormido. Thomas se decidió a hablar:
– ¿Se va a quedar en casa? No es normal que ella sea la mayor. ¡Yo estaba aquí antes!
Mary dejó caer la ensaladera que llevaba a la mesa y fulminó con la mirada a Philip, que no respondió a la pregunta de su hijo. Thomas, divertido, contempló la ensalada desparramada por el suelo al tiempo que mordía con fuerza su mazorca de maíz. Se dirigió a su madre:
– ¡Puede ser divertido! -añadió.
Philip se levantó para recoger los trozos de vidrio esparcidos por el suelo.
– ¿Qué puede ser divertido? -preguntó al niño.
– Yo quería tener un hermano o una hermana. Pero no quería que sus lloros me despertasen por la noche. ¡Y los pañales huelen mal! Además, ella es demasiado mayor para quitarme los juguetes. El color de su piel es bonito. En la escuela me tendrán envidia por…
– ¡Creo que hemos comprendido tu punto de vista! -añadió Mary sin dejarle terminar la frase.
La lluvia era ahora mucho más intensa y no dejaba entrever la posibilidad de salir a pasear. Sin decir nada, Mary preparó un sandwich.
Sobre una rebanada de pan, que untó con mahonesa, puso lechuga y luego una loncha de jamón; a continuación sustituyó el jamón por un trozo de pollo. Tras dudar otra vez, sustituyó el pollo por el jamón y colocó la otra rebanada de pan. Finalmente puso el sandwich en un plato y lo protegió con un papel de celofán antes de meterlo en el frigorífico.
– Si cuando la niña se despierta tiene hambre, hay un plato con algo de comer en el frigorífico -dijo.
– ¿Te vas? -preguntó Thomas.
– Voy a pasar la tarde en casa de mi amiga Joanne. Volveré a la hora de tu baño -contestó ella.
Subió a cambiarse. Al salir de casa dio un beso a su hijo mientras clavaba la mirada en Philip, que estaba en la escalera. El resto del día transcurrió como cualquier otro domingo de otoño: los largos minutos no se distinguían unos de otros, salvo por la cada vez más débil luz. Ella regresó hacia las cinco de la tarde y se ocupó de Thomas. Lisa aún dormía cuando se sentaron a la mesa para cenar.
Se tomó su tiempo en el cuarto de baño, esperando deliberadamente a que Philip estuviese acostado para entrar en el cuarto. Apagó la luz al entrar y se echó en el borde de la cama. Philip dejó pasar algunos minutos y rompió el silencio.
– ¿Le has contado todo a Joanne?
– Sí, he vaciado mi saco, si es eso lo que te interesa saber.
– ¿Y qué te ha dicho?
– ¿Qué quieres que me haya dicho? ¡Que es espantoso!
– Ésa es la palabra: espantoso.
– Se refería a lo que me pasa a mí, Philip. Ahora déjame dormir.
Philip había dejado encendida la luz del pasillo para que Lisa encontrara el camino al cuarto de baño si se despertaba. A las tres de la madrugada los ojos de la niña se abrieron como los de una lechuza. Escrutó la habitación sumida en la penumbra, intentando recordar dónde estaba. El árbol que se inclinaba contra la ventana sacudía frenéticamente sus ramas, pareciendo agitar unos brazos demasiado largos. Las copas de los árboles chocaban contra los cristales, como si quisieran desprenderse de las gruesas gotas de lluvia. La niña se levantó, salió al pasillo y bajó la escalera con pasos silenciosos. En la cocina abrió el frigorífico, sacó el plato, levantó por una esquina la hoja de celofán, olió el sandwich y lo volvió a colocar en la parrilla del frigorífico.
Cogió un paquete de pan, sacó una rebanada, tomó del frutero un plátano, que aplastó con el tenedor y mezcló con azúcar moreno, y a continuación untó cuidadosamente la mezcla sobre la rebanada de pan para devorarla con apetito voraz. Después colocó cada cosa en su sitio y, haciendo caso omiso del lavavajillas, fregó el plato y todo lo que había en el fregadero. Al salir, lanzó una última mirada a la cocina y, siempre a oscuras, volvió a su cama.
Pasaron ocho días en los que Mary sintió que en su vida se establecían las fronteras de un universo que no era el suyo. Puesto que cuando Lisa nació la habían inscrito en el consulado, su nacionalidad estadounidense no fue cuestionada. La carta de Susan, que contenía la entrega definitiva a Philip de la pequeña Lisa, nacida el 29 de enero de 1979, a las 8 horas y 10 minutos en el valle de Sula, Honduras, de la señorita Susan Jensen y de padre desconocido, había sido inscrita al término de una larga serie de molestas gestiones. A pesar de que los compañeros de Susan tuvieron la buena idea de autentificar el documento ante un notario de la embajada de Estados Unidos antes de acompañar a la niña a Nueva Jersey, Philip y Lisa pasaron el lunes visitando los dédalos de la administración. Tuvieron que recorrer pasillos y subir por la gran escalera de piedra blanca que conducía a una inmensa sala de paredes recubiertas de madera un poco parecida a las del palacio presidencial, del que Susan había hablado a su hija en alguna ocasión. Al principio Lisa había tenido un poco de miedo. ¿Acaso su madre no le decía que los palacios eran lugares peligrosos, llenos de militares y policías? Jamás la quiso llevar consigo cuando iba a estos sitios. Sin embargo, el presidente que vivía en este palacio no debía de ser un hombre muy importante, ya que sólo había dos soldados cerca de la entrada, donde te obligaban a dejar las bolsas, como en el aeropuerto. Para escapar del aburrimiento, la pequeña había contado las baldosas del suelo. Por lo menos había mil: quinientas marrones y quinientas blancas, aunque no había podido terminar de contarlas porque el hombre que estaba detrás del mostrador acababa de indicar a Philip la dirección que debía seguir, la de otra escalera con una alfombra roja y negra. Habían ido de una oficina a otra recogiendo papeles de colores diferentes para después hacer varias colas ante diversas ventanillas. «Era una gincana gigante, inventada exclusivamente para los mayores», salvo que, por la cara de aburrimiento que ponían los que estaban a cargo de la organización no parecía ser muy divertida. Cuando Philip entregaba el impreso correctamente rellenado, el hombre o la mujer que se hallaba sentado detrás del cristal ponía un sello sobre el papel y le entregaba un nuevo cuestionario, que también había que rellenar y luego entregar en otra ventanilla. De inmediato se adentraban en otro pasillo, a veces el mismo pero en sentido inverso, aquel que tenía treinta y una lámparas en el techo, dispuestas a razón de una cada diez baldosas blancas y negras del pavimento, el más largo y el más ancho, y subían por una escalera en busca de la persona que los enviaría a la nueva etapa. Philip la llevaba de la mano, pero Lisa se obstinaba en caminar a su lado o delante de él. Odiaba la idea de que la cogiesen de la mano; su madre nunca había hecho algo semejante. Cuando se hallaron de regreso en el coche, él tenía aspecto de estar satisfecho. Se marcharon llevando consigo una hoja de color rosado que provisionalmente lo convertía en su tutor legal. Deberían volver al cabo de seis meses para mantener una entrevista con un juez, que concedería la filiación adoptiva definitiva. Lisa se juró preguntar lo que significaban las palabras «tutor» y «filiación adoptiva», pero lo haría «más adelante, no ahora». En casa, Mary aún parecía sentirse contrariada. «Era porque no había ganado nada por lo que ponía esa cara. Pero eso no era justo, porque ella no les había acompañado y se había quedado en casa.»
El martes lo dedicaron a matricular a Lisa en la escuela. Ella no podía imaginar que hubiese escuelas tan grandes. Susan le había hablado de la universidad… La pequeña se preguntó si Philip no se equivocaba en relación a su edad. El gran patio estaba cubierto de un pavimento que se hundía un poco bajo los pies; en un ángulo había escaleras de todos los colores, columpios y dos toboganes, que miró con insistencia.
Una campana sonó mientras se dirigían al fondo del patio. El sonido no tenía nada que ver con el que ordenaba a la gente refugiarse cuando se aproximaba un huracán, se trataba de un débil tañido que intentaba impresionar haciendo más ruido del que en realidad podía hacer. Esfuerzo inútil: Lisa había oído campanas mucho más potentes. Cuando la campana del pueblo llamaba a misa o para que la gente se reuniese en la plaza, las vibraciones penetraban en su pecho y hacían tamborilear su corazón sin que ella supiese el porqué. A su madre, que la sermoneaba para que aprendiese a superar el miedo, le decía que lo que la hacía llorar era el polvo en suspensión que transportaba el aire. Cuando la campana enmudeció, una riada de niños se precipitó hacia fuera. Quizás ahora también hubiera algún peligro.
La planta baja del edificio estaba constituida por un patio interior donde los escolares se refugiaban los días de lluvia. En su país de origen, cuando llovía no siempre se podía ir a la escuela. Tomaron la escalera central. En la primera planta había un largo pasillo que conducía a las aulas, pobladas de pupitres idénticos. ¡Lisa se preguntó cómo habían hecho para conseguir tantos! Tuvo que esperar detrás de una puerta amarilla mientras Philip hablaba con la directora del centro en su despacho, la cual le sería presentada más tarde. Era una mujer grande, cuyos cabellos blancos estaban recogidos en forma de moño; su amplia sonrisa no lograba ocultar su autoridad. La mañana terminaba y abandonaron el lugar. Philip se detuvo delante de las rejas y se arrodilló a la altura de la niña.
– Lisa, tienes que contestar cuando la gente te hable. Prácticamente no he oído tu voz desde hace dos días.
La niña se encogió de hombros y hundió un poco más la cabeza en su cuello.
En el interior del MacDonald's al que Philip la llevó a comer, la pequeña se quedó fascinada con los anuncios publicitarios que estaban colgados encima de las cajas registradoras. Cuando se acercó al mostrador, él le preguntó qué quería. Pero ella se dio la vuelta, sin mostrar interés alguno por la comida; sólo el gran tobogán rojo que había en el exterior del edificio parecía atraer su atención. Philip insistió, pero Lisa guardó silencio, con la mirada perdida al otro lado de la ventana. Él se agachó y con el dedo movió la barbilla de la niña.