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– ¿Qué sucede?

Philip apareció en lo alto de la escalera. Mary se dio la vuelta, sobresaltada.

– No lo sé. Una loca que quiere hablar contigo -respondió irritada-, y que no quiere confesarme que es una de tus ex. ¡A menos que no sea su compañera, la que espera en el coche que está enfrente de nuestra casa!

– No entiendo nada de lo que dices. ¿Dónde está Thomas? -preguntó medio dormido al bajar por las escaleras.

– En el Senado. ¡Da una conferencia esta mañana!

Pasó por delante de Mary bostezando, la besó en la frente y abrió la puerta. La mujer no se había movido ni un milímetro.

– Perdón por haberle despertado así, pero tengo absoluta necesidad de hablar con usted.

– La escucho -contestó él con un ademán seco.

– ¡En privado! -añadió.

– Puede hablar con libertad delante de mi esposa.

– Tengo instrucciones muy precisas.

– ¿Sobre qué tema?

– Lo de «en privado» forma parte de ellas.

Philip lanzó una mirada interrogadora a Mary. Ella le contestó con uno de sus singulares movimientos de ceja, llamó a su hijo para que fuese de inmediato a desayunar y se dirigió a la cocina. Él hizo entrar en el salón a la dama vestida de azul, que cerró tras de sí las puertas de corredera, desabotonó su traje chaqueta y se sentó en el sofá.

Philip y la mujer todavía no habían terminado. Mary retiraba la mesa del desayuno mientras vigilaba con un ojo el reloj que desgranaba largos minutos; colocó el bol en el fregadero y se dirigió hacia la sala de estar, dispuesta a interrumpir la entrevista que ya se alargaba demasiado. Cuando pasó por delante de la escalera, las puertas del salón se abrieron. Philip fue el primero en salir. Mary quiso adelantarse, pero el gesto que él hizo con la mano hizo que se detuviese. La mujer le saludó con una inclinación de cabeza y se fue a esperar al porche. Él subió los escalones para volverlos a bajar unos momentos después, vestido con un pantalón y un jersey grueso. Pasó por delante de su asombrada mujer sin ni siquiera dirigirle una mirada. Apenas hubo salido, se volvió y le dijo que le esperase dentro. Jamás lo había visto comportarse de forma tan autoritaria.

Desde la ventana que estaba junto a la puerta de entrada, Mary vio cómo él seguía a la mujer que iba a desestabilizar mucho más que un día de domingo.

La mujer que había estado esperando a la derecha del conductor salió del coche. Philip se detuvo y la miró fijamente durante un rato. Ella rehuyó su mirada, abrió la puerta trasera y se sentó. Él dio la vuelta al vehículo y se acomodó a su lado.

Comenzó a caer una lluvia fina. Mary no podía distinguir lo que sucedía en el interior del coche, ni desembarazarse de la ansiedad que la consumía.

– Pero ¿qué están haciendo, por Dios?

– ¿Quién? -preguntó Thomas sin apartar los ojos de la pantalla del televisor.

– Tu padre -murmuró ella.

El niño, absorto en su juego, apenas prestaba atención a su madre. A juzgar por los movimientos de sus brazos, Philip estaba muy agitado. La misteriosa conversación no acababa, y Mary ya pensaba en vestirse y salir, cuando lo vio reaparecer. Semioculto por el coche, le hizo una señal con la mano que parecía decir adiós. Incrédula, Mary pataleó de impaciencia al ver que su marido volvía a subir al Chrysler.

– ¡Tom, tráeme los prismáticos, enseguida!

Al observar la vehemencia de su madre, Thomas comprendió que no era el momento de discutir. Apoyó el botón pause del juego y subió corriendo la escalera. Removió y buscó en una caja de juguetes para coger el objeto, así como también otros accesorios indispensables en los que su madre ni siquiera había pensado. Unos minutos más tarde, pertrechado con el casco, la ropa de combate y el camuflaje verde, y llevando además las cartucheras en bandolera, su cinturón de supervivencia con un cuchillo de goma, el revólver, la cantimplora y el walkie-talkie, se presentó ante Mary, haciendo un saludo militar con el brazo izquierdo.

– Estoy listo -dijo al tiempo que se ponía firme.

Ella no prestó atención alguna al uniforme de su hijo y le arrancó de las manos los prismáticos.

La limitada potencia del artilugio y los múltiples arañazos de los cristales no mejoraron mucho su visión; apenas distinguía a su marido, tapado por la otra pasajera. Él estaba inclinado hacia delante, como si fuese a poner la cabeza sobre sus rodillas. Su ansiedad pudo más que su paciencia y salió al descansillo, con los brazos en jarras. El motor acababa de ponerse en marcha y Mary sintió cómo los latidos de su corazón se aceleraban. La puerta del coche se abrió y Philip reapareció bajo la lluvia. Ella sólo distinguía su cabeza, su cuerpo todavía estaba oculto por el vehículo. De nuevo él hizo un gesto tímido con la mano derecha, retrocediendo un paso, y el coche se alejó lentamente. Mary observaba a Philip, que permanecía inmóvil en medio de la calle desierta, abandonado al único ruido de las gotas al chocar contra el asfalto.

Ella no comprendía lo que estaba viendo.

El brazo tendido de Philip se prolongaba en una mano ligera que se aferraba a la suya. La bolsa de viaje que ella sostenía firmemente con la otra no debía de pesar mucho.

Es así como Mary la vio por primera vez, agarrada a su globo rojo bajo esa luz pálida en la que el tiempo se paraliza. Sus cabellos negros desordenados caían sobre sus hombros, la lluvia resbalaba por su piel mestiza. Parecía sentirse incómoda en sus ropas, que le venían estrechas.

Bajo la tormenta, que empezó a rugir, se dirigieron a la casa a paso lento. Cuando ambos llegaron al porche, Mary quiso saber de inmediato qué era lo que pasaba. Pero él ya había bajado la cabeza, para mejor ocultar su tristeza.

– Te presento a Lisa, la hija de Susan.

Ante la puerta de su casa, una niñita de nueve años miraba de hito en hito a Mary.

– Mamá ha muerto.

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