– Tendría que continuar, señorita. Está obstruyendo el paso de los demás pasajeros.
Ella se encogió de hombros y subió por la escalerilla. Él cogió la percha del armario y quitó la bolsa de plástico que protegía el esmoquin; de una caja de cartón blanco sacó la camisa y la desdobló. Ella se adormiló en su asiento, con el rostro pegado a la ventanilla.
Cuando todas las piezas que componían su traje estuvieron dispuestas en orden sobre el edredón, entró en el cuarto de baño. Ella se levantó y se dirigió a la parte posterior del aparato.
Él buscó su maquinilla de afeitar, extendió un poco de espuma sobre su barbilla, dibujando con el índice el contorno de la boca, y sacó la lengua a su reflejo en el espejo. En los lavabos, ella se pasó el dedo por los párpados, abrió la bolsa de aseo y se maquilló. El auxiliar de vuelo anunció por el altavoz que el descenso a Newark había comenzado y ella miró su reloj: llegaba tarde. Escoltado por los testigos, él subió a la limusina negra que le esperaba delante del hotel.
La cinta de los equipajes le devolvió su gran bolsa, cuya correa colgó del hombro. Ella caminaba en dirección a la salida. Él acababa de llegar a la entrada de la iglesia, y saludaba y daba la mano al mismo tiempo que subía los escalones.
Ella pasó por delante de la cafetería, se dio la vuelta y, con los ojos húmedos, miró fijamente la pequeña mesa situada junto al ventanal. Él franqueó el umbral de las grandes puertas y, bajo la bóveda de piedra, contempló la nave.
Él comenzó a caminar a paso lento y miró a los lados por entre los invitados que se iban levantando, pero no la vio. Ella lanzó la bolsa sobre el asiento trasero de un taxi que acababa de estacionar junto a la acera; en un cuarto de hora estaría en Montclair.
Todos los invitados se dieron la vuelta al escuchar las primeras notas del órgano. Mary apareció cogida del brazo de su padre bajo la luz diáfana de la entrada. Avanzaba hacia el coro, sin que los rasgos de su rostro traicionasen la emoción. Ambos se contemplaron con fijeza, como si entre ambas miradas hubiese un hilo tendido. Las pesadas puertas se cerraron. Cuando Mary llegó a su lado, él echó una ojeada a los asistentes en busca de un rostro que seguía sin encontrar.
El taxi se detuvo delante de la entrada desierta. ¿Existe una suerte de magia que hace que las aceras queden vacías en torno a los lugares de culto durante los entierros y las bodas? El cansancio del viaje la había vuelto torpe y tenía la sensación de que los escalones se hundían bajo sus pies. Ella empujó suavemente una puerta lateral, entró en la iglesia y dejó resbalar su bolsa al pie de una imagen.
Sorprendida ante la visión de los dos seres que estaban de pie frente al altar, avanzó lentamente por la nave de la derecha, deteniéndose en cada pilar. Cuando llegó a la mitad de la nave los cánticos se interrumpieron para dar paso a un silencio recogido. Estupefacta, ella observaba. El sacerdote reanudó la liturgia y ella su camino. Avanzó hasta la última columna, desde donde veía a Philip de perfil. De Mary sólo podía ver la curva de la espalda y la sedosa cola del vestido de novia. Cuando el oficiante los unió, los ojos de Susan se inundaron de lágrimas. Retrocedió con paso silencioso, guiándose en su retirada con la mano izquierda, que rozaba torpemente los respaldos de los bancos. Recogió la bolsa que había dejado a los pies del arcángel san Gabriel y salió de la iglesia, bajó los escalones y se metió apresuradamente en el taxi. Abrió la ventanilla y contempló las puertas de la iglesia. Entre sollozos contenidos, murmuró en voz baja al mismo tiempo que el sacerdote: «Si alguno de los presentes tiene una razón para oponerse a esta unión, que hable ahora o calle para siempre…».
El taxi arrancó.
Inclinada sobre la bandeja del avión que la conducía de vuelta a Honduras, escribió una carta.
2 julio de 1979
Querido Philip:
Sé lo mucho que debes de sentir el que no pudiera estar a tu lado el día de tu boda. Esta vez no había ni excusa ni pretexto, te lo juro. Hice todo lo posible para asistir, pero en el último momento una lamentable tormenta me impidió viajar. Con el pensamiento he estado contigo durante toda la ceremonia. Debías de estar guapísimo con tu esmoquin, y estoy segura de que tu mujer también estaba preciosa. ¿Quién no lo habría estado en semejantes circunstancias? He seguido mentalmente cada momento de esos instantes mágicos. Sé que ahora eres feliz y parte de esa felicidad hace que yo también lo sea.
He decidido aceptar el puesto que me proponían. Salgo el viernes para instalarme en las montañas y organizar un nuevo centro. Me gustaría escribirte en el curso de los próximos meses, pero estaré a dos días de pista de lo que apenas se parece a nuestra civilización, y enviar y recibir cartas será algo imposible. Sabes, estoy contenta con este nuevo desafío. Me llevaré conmigo la nostalgia de las gentes de este pueblo, de esta casa que Juan me construyó y de los recuerdos que ya contenía. Habrá que comenzar prácticamente de cero, pero la confianza que me han demostrado es prueba del reconocimiento de mis colegas.
Buena suerte, Philip. Más allá de todas mis ausencias y de todas mis faltas. Te amo fielmente desde siempre y para siempre.
Susan
P. D.: De todos modos, no olvides lo que te dije en el aeropuerto…
La lluvia resbalaba sobre la cubierta de madera. Instalado bajo la armadura del techo, iluminándose con la luz de una única lámpara, corregía sus últimos esbozos. Al igual que cada fin de semana, Philip recuperaba el retraso acumulado durante cinco días. Había decorado su despacho inspirándose en el estilo Adirondacks. En la pared de la derecha se hallaba la biblioteca. En el lado izquierdo, dos grandes sillones de cuero usado, separados por un pequeño velador y una lámpara de hierro forjado, daban al conjunto un aire hogareño. Colocada en el centro justo de la pieza, su blanca mesa de trabajo tenía la forma de un gran cubo de madera; seis personas podían sentarse cómodamente a su alrededor. De vez en cuando levantaba la cabeza y posaba su mirada en los cristales de la ventana, que temblaban bajo la fuerza del viento.
Antes de volver a sus dibujos lanzó una mirada a la foto de Susan, que en un marco de vidrio descansaba sobre una de las estanterías. Había pasado mucho tiempo desde el día de su boda. En medio de la mesa destacaba la antigua caja que contenía todas sus cartas. Estaba cerrada con un candado, pero la llave siempre se encontraba sobre la tapa.
¿Cuántos años hacía que no se escribían? ¿Siete, ocho, nueve quizá? En un rincón de la habitación se hallaba la escalera que conducía al piso inferior, donde los dormitorios ya se borraban en la penumbra de aquel día sin luz que estaba a punto de terminar. La escalera de madera blanca que estaba delante de la puerta de entrada dividía la planta baja en dos ambientes. Mary había permanecido toda la tarde sentada a la gran mesa de la cocina americana y pasaba lentamente las páginas de una revista, dejando volar sus pensamientos. Desde allí veía a Thomas, su hijo de cinco años, que estaba al otro lado de la puerta de corredera absorto en un juego. Luego dirigió la vista al reloj de pared que estaba colocado encima de la cocina de gas: eran las seis de la tarde. Cerró la revista, se levantó y comenzó a preparar la cena. Philip bajó de su despacho una media hora después, como cada tarde, y le ayudó a terminar de poner la mesa. Después de besarla, sus dos «hombres» se instalaron en el lugar acostumbrado. Thomas fue el más hablador, y comentó su última partida contra los extraterrestres que intentaban invadir la pantalla del televisor.
Al final de la cena, una vez más Philip quiso enseñar a su hijo a jugar al ajedrez. Sin embargo el pequeño encontraba tonto que el alfil sólo pudiese moverse en diagonal y, además, ¿no sería mejor hacer avanzar todos los peones al mismo tiempo para atacar las torres del castillo? La tentativa concluyó en una partida de siete y medio. Luego, esa misma noche, cuando el niño estuviera arropado y le hubiese contado un cuento, Philip bajaría a decirle buenas noches a su mujer y volvería a su despacho. «Prefiero trabajar ahora un rato y mañana tener tiempo para estar con vosotros», argumentaría con una sonrisa a Mary. Estaría a su lado «más tarde», en el sueño y la ternura de sus brazos.
Dejó de llover tan sólo al amanecer. Las aceras mojadas brillaban bajo la pálida luz de la mañana. Thomas ya se había levantado y se dirigía al salón. Mary había oído el ruido de los escalones de la entrada y se puso la bata, que había dejado al pie de la cama. El niño ya estaba al pie de la escalera cuando sonó el timbre y puso la mano sobre el pomo de la puerta para abrirla.
– Tom, ¡te he dicho mil veces que no toques la puerta!
El niño se volvió y miró con fijeza a su madre. Ella bajó y llegó a su lado, apartó a su hijo, que se colocó detrás, y abrió la puerta. Una mujer vestida con un traje chaqueta azul marino, cuya seriedad contrastaba con la atmósfera de aquel domingo de otoño, estaba en el descansillo, tan derecha como un palo.
Mary levantó la ceja izquierda. Cultivaba cuidadosamente esta expresión que desencadenaba las risas de su hijo y la sonrisa de su marido; esta mímica se había vuelto un gesto habitual con el que expresar su asombro.
– ¿Vive aquí el señor Nolton? -preguntó la desconocida.
– ¡Y también la señora Nolton!
– Tendría que ver a su marido, me llamo…
– ¡En domingo y antes de que pase el lechero! ¡Qué oportuno!
La mujer no intentó terminar la frase ni tampoco disculparse por la temprana intrusión. Ella insistió, tenía que ver a Philip lo antes posible. Mary quiso saber qué era lo que justificaba que tuviese que despertar a su marido en el único día de la semana que éste podía descansar. Puesto que el «tengo que verle» no le pareció un motivo suficiente, la invitó a que volviese a una hora más propia.
La mujer lanzó una mirada furtiva al coche que se hallaba estacionado delante de la casa y reiteró su petición.
– Sé que es muy temprano, pero hemos viajado toda la noche y nuestro avión sale dentro de pocas horas. No podemos esperar.
Entonces Mary prestó atención al vehículo que estaba allí aparcado. Un hombre corpulento iba al volante. Había otra mujer en la parte de delante, con la cabeza pegada a la ventanilla. Estaba muy lejos para que Mary lograra distinguir sus rasgos, incluso frunciendo los ojos. Sin embargo, le pareció que sus miradas se cruzaban. Habían bastado unos segundos de distracción para que la intrusa intentase entrar en su casa; había levantado la voz y llamaba a Philip a gritos. Mary le dio con la puerta en las narices.