– Sé en lo que estás pensando, Susan. Quizá tiene poco que ver con la pasión, pero al menos no hace daño. No tengo el corazón agobiado todo el día por el peso de la ausencia, porque sé que al llegar la noche la veré de nuevo. No me quedo mirando el teléfono toda la tarde, preguntándome cuál de los dos fue el último en llamar. No tengo miedo de equivocarme al elegir el restaurante o de cómo me visto o de decir algo por lo que luego seré juzgado. No vivo esperando, sino en el presente. Ella me quiere tal como soy. Quizá lo que nos une aún no sea un amor apasionado, pero es una relación humana. Mary comparte conmigo su vida diaria y nuestra relación va adquiriendo forma. Existe.
– ¡Y zas! ¡Encaja ésta!
– No era mi intención ofenderte.
– Avísame el día que digas algo que me ofenda, porque sin intentarlo lo has hecho muy bien. No me puedo imaginar lo que llegarías a decir si quisieras ofenderme. Hablas maravillosamente bien de ella. ¿Cuál es el siguiente paso?
Como él había bajado los ojos, no vio la mirada de Susan cuando le anunció que pensaba casarse con Mary. Ella borró su tristeza con un revés de la mano.
– Me alegro por ti. Me duele un poco tener que compartirte, pero de veras me alegro.
– ¿Y tú? ¿Qué hay de nuevo en tu vida?
– Nada, nada de nuevo. La misma rutina. Es un poco paradójico. Desde aquí todo parece extraordinario, pero allí todo forma parte de la vida cotidiana. Entre un nacimiento y una muerte, hay gente a la que hay que alimentar. Eso es todo. Tengo que sobreponerme. Sabes, no pude coger el vuelo que quería y el que sale dentro de media hora es el último. He facturado mi maleta.
– No me mientas. Cuando viajas sólo llevas esa bolsa. ¿No quieres pasar la noche aquí?
– No. Tengo una cita mañana por la mañana a las siete.
Él pagó la consumición. Al levantarse, contempló el helado que se había derretido en la copa. Los colores se habían mezclado y las almendras yacían en el fondo. Pasó su brazo por encima de los hombros de Susan y se aproximaron juntos a la puerta de embarque.
En el momento de decirse adiós, él la miró directamente a los ojos.
– ¿Estás segura de que todo te va bien, Susan?
– Claro que sí, estoy agotada, eso es todo. Y déjalo, si no me pasaré dos horas ante el espejo comprobando qué es lo que no funciona.
– ¿No me habías escrito que querías hablarme de algo muy importante?
– No que yo recuerde, Philip. O, en cualquier caso, no debía de ser tan importante, porque ya lo he olvidado.
Entregó el billete a la azafata, se dio la vuelta y se hundió en los brazos de Philip. Él puso sus labios sobre los de ella. Sin decir una palabra, ella se dirigió hacia la escalerilla. Philip la siguió con la mirada y gritó:
– Last call!
Ella se detuvo y se dio la vuelta muy despacio mientras una sonrisa arrogante iluminaba su rostro. Volviendo sobre sus pasos, caminó lentamente hacia él y a pocos metros le increpó:
– ¿Qué quieres decir con ese last call ?
– Lo sabes muy bien.
Hizo un signo autoritario a la azafata, que había hecho un movimiento para impedirle franquear en sentido inverso el mostrador que los separaba. Se acercó hasta casi pegar su cara contra la de Philip y, con un tono de abierta irritación le dijo en voz baja:
– ¡Ya sabes lo que puedes hacer con tu last call , amiguito! ¡Eres tú quien se arriesga, no yo! Cásate y hazle un hijo, si eso te hace feliz. Pero si yo cambiase de vida, si decidiese un día venir a buscarte, te encontraría hasta en las cloacas, y serías tú el que se tendría que divorciar, no yo.
Ella lo cogió de la nuca con fuerza y le estampó un beso en la boca, jugando descaradamente con su lengua. Luego lo rechazó con la misma violencia y se dirigió hacia el avión sin decir una sola palabra. Al final del pasillo gritó: Last call!
El país se veía agitado por los coletazos de la violencia que sacudía a la vecina Nicaragua. En el interior, los rumores hacían temer que la revuelta de los grupos armados cruzase la frontera. El país más pobre de Centroamérica no podría soportar un nuevo cataclismo. La presencia del Peace Corps tranquilizaba a la población. Si algo grave llegaba a suceder, Washington repatriaría a sus miembros. Los comienzos del invierno hondureño se anunciaron, con su lote de destrucción. Lo que no había sido reparado o consolidado desaparecía, destruido por las tormentas y los vientos huracanados. Susan luchaba contra el cansancio físico que se adueñaba de ella día a día. Su estado de salud era más que normal y su moral, acorde con el tiempo.
A mediados de noviembre, Philip llevó a Mary a pasar un fin de semana a la isla de Martha's Vineyard. Una larga caminata a la luz del crespúsculo los condujo a orillas del mar a la misma hora en que las ballenas pasan por delante de la costa. Se sentaron sobre la arena y se abrazaron para contemplar el espectáculo. Al caer la noche las nubes que se acumulaban por encima de sus cabezas les decidieron a volver al albergue lo antes posible.
Bajo los rayos y los truenos que desgarraban el cielo por encima de su casa, Susan no besaba a nadie y buscaba en la cama un sueño que no lograba conciliar.
Tres semanas más tarde, a principios de diciembre, el estado de sitio fue levantado en la vecina Nicaragua y todo el país respiró de nuevo.
En diciembre Philip y Mary fueron de vacaciones a Brasil. Cuando estaban a 10.000 metros de altura, él pegó su cara a la ventanilla, intentando imaginar una cierta costa que se dibujaba bajo un velo de nubes. En algún lugar, allí abajo, había un pequeño techo de chapa ondulada que abrigaba a Susan, que pasó en cama la fiesta de Nochevieja y los siguientes veinte días.
El sol volvió con los primeros días de febrero, y el cielo de sus estados de ánimo se despejó al mismo tiempo.
Susan estaba de pie desde hacía ocho días y su cuerpo se recuperaba; el color volvía a sus mejillas. Su «enfermedad del cansancio», como se decía en el pueblo, había tenido un feliz desenlace. Los campesinos se habían hecho cargo del almacén y unas mujeres se ocuparon del funcionamiento de la escuela y la enfermería. Los jóvenes se habían encargado de la distribución de alimentos, de la que Susan era la responsable. Todos habían unido esfuerzos en estos últimos tiempos y sus relaciones se habían estrechado. Susan caminaba por la calle principal y pasaba por delante de la guardería cuando el cartero se cruzó con ella y se le acercó. La carta procedía de Manhattan y estaba fechada el 30 de enero; había tardado casi dos semanas en llegar.
29 de enero de 1979
Susan:
Acabo de regresar de Río y he pasado dos veces por encima de tu país. Imaginé que volábamos sobre tu casa y que te vería delante de la puerta. ¿Cómo es que jamás fui a visitarte? Quizá simplemente porque no era necesario, porque tú no querías, porque jamás tuve el valor de hacerlo. Tan lejos de mí y a la vez tan cerca. Y, por muy raro que pueda parecer, eres la primera persona (casi he añadido «de mi familia») a la que comunico la noticia: me voy a casar, Susan. Esta Nochevieja se lo pedí a Mary.
La ceremonia será en Montclair el 2 de julio. Ven, te lo ruego. Es dentro de seis meses y tienes tiempo de sobra para arreglarlo todo y asistir. Esta vez no tienes excusas ni pretextos. Necesito que estés a mi lado. Eres lo más valioso que tengo. Cuento contigo. Te beso y te amo.
Philip
Dobló cuidadosamente la hoja de papel y se la guardó en el bolsillo de su blusa. Levantó la cara hacia el cielo y sus labios se pusieron blancos de la fuerza con que los apretaba. Siguió caminando por la calle y entró en la guardería.
Una vez más Susan revolvía su único armario para elegir las blusas y faldas que se llevaría a Montclair. Al menos era el vigésimo modelo de pajarita que el vendedor mostraba a Philip.
Ella cerraba tras de sí la puerta de su casa. Detrás de él se cerraba la del sastre: en la gran caja de cartón que llevaba en sus brazos iba su traje de boda.
Un campesino la conducía al aeropuerto en el que subiría al pequeño avión con destino a Tegucigalpa, y no importaba que sus alas fuesen rojas y blancas; bajo los puentes de Honduras había corrido mucha agua. Quien lo llevaba al peluquero era Jonathan, su compañero de trabajo, promovido a la categoría de asistente de ceremonia.
Por la ventanilla del avión ella veía cómo el río brillaba a lo lejos. Por la ventanilla del Buick, él veía a los viandantes que deambulaban por las calles de Montclair.
Él recorría las naves de la iglesia con un paso nervioso, a la espera de que alguien acudiera a confirmarle que todo estaba en orden para el día siguiente. Ella paseaba arriba y abajo por la terminal del aeropuerto de Tegucigalpa, a la espera de embarcar en un Boeing que despegaría hacia Florida con cuatro horas de retraso.
Según la tradición, no pasó la noche anterior a la boda en compañía de Mary. Jonathan lo dejó en el gran hotel donde sus padres habían reservado una suite para él. Ella había ocupado su asiento en el avión y el aparato atravesaba ya la capa de nubes.
En el avión, ella comía la cena que le dieron. Él quería acostarse pronto y cenaba frugalmente, sentado sobre la cama.
Ella llegaba a Miami y se estiraba sobre los bancos de la terminal de la Eastern Airlines, con la mano enrollada en la correa de su gran bolsa color caqui. Él apagaba la luz e intentaba conciliar el sueño. La última conexión ya había salido y ella se dormía.
Al amanecer, ella entró en los lavabos del aeropuerto y se colocó delante del gran espejo. Se mojó la cara con agua e intentó arreglarse un poco.
Él se cepilló los dientes delante del espejo, se lavó la cara y puso sus cabellos en orden, frotándose la cabeza.
Ella lanzó una última ojeada a su figura y abandonó el lugar haciendo un gesto dubitativo. Él salió de su habitación y se dirigió a los ascensores.
Ella se dirigió a la cafetería y pidió una café. Él se encontró con sus amigos en el bufé del hotel.
Ella eligió un bollo. Él colocó uno en su plato.
A media mañana él subió a su habitación para comenzar a prepararse. Susan entregó su carta de embarque a la azafata.
– ¿No hay peluquería a bordo?
– Discúlpeme, ¿decía?
– Míreme: ¡En cuanto baje del avión tengo que asistir a una boda y me harán entrar por la puerta de servicio!