Al entrar en el bar, sacudió enérgicamente sus pantalones y el jersey para quitarse la capa de polvo y de tierra seca que los cubría. Pidió un vaso doble de alcohol de caña.
El hombre que estaba detrás del mostrador cogió la botella y la colocó delante de ella, la miró de hito en hito y le ofreció un vaso de estaño.
– Sírvete tú misma. Por suerte todavía tienes pechos y el cabello largo, si no creería que te habías vuelto hombre.
– ¿Qué quieres decir con esa observación tan profunda?
Él se inclinó hacia ella para hablarle en voz baja, como para contarle un secreto.
– Con demasiada frecuencia estás en compañía de hombres y con demasiada poca con el mismo. La gente empieza a hablar de ti.
– ¿Y qué dice la gente?
– ¡No me hables con ese tono, Señora Blanca! ¡Es por tu bien por lo que digo en voz alta lo que otros cuentan en voz baja!
– Claro, porque cuando vosotros os paseáis mostrando el paquete sois unos ligones y cuando nosotras enseñamos una teta somos unas putas. Sabes, para que un hombre se acueste con una mujer hace falta precisamente que haya una mujer.
– ¡No hieras a las de este pueblo, es todo lo que te digo!
– Si el corazón de muchas todavía late es, en parte, gracias a mí. Por eso las molesto.
– Ninguno de nosotros te ha pedido limosna, nadie te ha llamado para que vinieses a ayudarnos. Si no te gusta esto, vuelve a tu casa. Mírate, cuando te veo y pienso que eres la maestra de nuestros niños, no puedo dejar de preguntarme qué pueden aprender de ti.
El anciano que estaba acodado sobre el mostrador de plomo hizo una señal con la mano para que el hombre se callase.
Los ojos de Susan indicaban que aquello había ido demasiado lejos. El camarero recogió la botella con un gesto enérgico para devolverla a la estantería. Una vez que estuvo de espaldas dijo que la copa era un obsequio de la casa. El viejo esbozó una sonrisa, descubriendo sus dientes carcomidos, pero ella ya se había dado media vuelta y salía del local. Cuando estuvo fuera se apoyó en la balaustrada y vomitó todo lo que tenía en el estómago. Se puso de cuclillas para recuperar el aliento. Más tarde, en el camino que la conducía a casa, levantó la mirada hacia el cielo, como si quisiera contar las estrellas, pero la cabeza le daba vueltas y tuvo que detenerse. Agotada, siguió a sus propios pies hasta la escalinata de la casa.
10 de mayo
Philip:
Este invierno no nos hemos escrito mucho. Hay períodos más difíciles que otros. Quisiera tener noticias tuyas, saber cómo va tu vida, si eres feliz. He colocado tu cartel sobre mi cama. He reconocido la vista de Manhattan que íbamos a contemplar desde la cima de las colinas de Montclair. A veces miro atentamente e imagino que una de las pequeñas luces que veo es la ventana de tu habitación. Tú estás trabajando en un dibujo. Pasas la mano por tus pelos desgreñados, como sueles hacerlo, y muerdes el lápiz. Nunca cambias. Me emociona ver una imagen de nuestra infancia. Realmente soy bastante rara. Te echo de menos y me cuesta mucho admitirlo. ¿Crees que amar puede dar tanto miedo como para hacer que una salga huyendo? Tengo la impresión de haber envejecido.
Los ruidos de mi casa me despiertan por la noche y me impiden dormir, tengo frío, tengo calor y me levanto cada mañana angustiada por lo que no he hecho la víspera.
La estación es agradable. Podría describirte todos los paisajes que me rodean, contarte cada minuto de mis días, lo necesario para continuar hablándote de mí. Este año iré a verte antes. Estaré allí a mediados de junio, impaciente por estar a tu lado. Tendré que decirte algo realmente muy importante, que me gustaría compartir contigo hoy y mañana. A la espera de verte, te envío besos. Cuídate mucho.
Susan
2 de junio
Susan:
Lo que yo echo de menos es tu voz. ¿Todavía cantas a menudo? La música de tu carta estaba compuesta de notas un poco tristes. El verano ya está aquí y las terrazas se llenan de gente. Pronto me mudaré. Me he trasladado a la parte alta de la ciudad. Cada vez el tráfico está peor y así estaré más cerca de la oficina. Aquí una media hora vale lo que una piedra preciosa. Todo el mundo tiene tanta prisa que resulta casi imposible detenerse en una acera sin correr el riesgo de morir aplastado por la multitud. A menudo me pregunto hacia dónde va esa gente a la que nada parece poder detener y si no serás tú la que tenga razón de vivir allí donde el aire todavía huele bien. Tu vida debe de ser hermosa, y me muero de ganas de saber algo de ti. Yo estoy desbordado por el trabajo, pero tengo buenas noticias que comunicarte. ¿Qué es esa cosa muy importante de la que me hablas? Te esperaré como de costumbre. Hasta pronto.
Besos.
Philip
El Boeing 727 de la Eastern Airlines abandonó el aeropuerto de Tegucigalpa a las diez de la mañana, con dos horas de retraso sobre el horario previsto a causa de una climatología adversa. En la terminal, Susan, inquieta, miraba el cielo negro que avanzaba hacia ellos. Cuando la azafata abrió la puerta de vidrio que daba acceso a la pista, ella siguió bajo la lluvia a los pasajeros que se dirigían hacia la escalerilla. Listo para el despegue, el comandante del aparato puso los motores a toda potencia a fin de contrarrestar el viento de través que cruzaba la pista. Las ruedas abandonaron el suelo y el avión dio un salto, intentando elevarse para atravesar lo más rápidamente posible la capa de nubes. Sentada y con el cinturón abrochado, Susan era sacudida por las violentas turbulencias; ni siquiera cuando se lanzaba en su 4 X 4 a toda velocidad por la pista se movía tanto. Sobrevolaron las montañas del nordeste y la tempestad redobló su fuerza. Un rayo alcanzó el fuselaje y a las diez y veintitrés minutos la caja negra grabó la voz del copiloto, comunicando a la torre de control que el motor número dos se había parado y que perdían altura. Además del vértigo, Susan sintió una náusea indescriptible. Se colocó ambas manos en el bajo vientre. El avión continuaba descendiendo. La tripulación necesitó tres minutos para poner en marcha el reactor y recuperar altura. El resto del viaje transcurrió en el silencio que con frecuencia se instala después de un momento de miedo.
En la escala de Miami tuvo que correr para no perder su conexión. La carrera por los pasillos era agotadora, su bolsa le pesaba y un nuevo vértigo la detuvo brutalmente. Recuperó el aliento y reanudó su marcha hacia la puerta de embarque, pero era demasiado tarde. Tuvo que conformarse con ver cómo despegaba su avión.
Philip miraba por la ventanilla del autobús que lo condujo al aeropuerto de Newark. Había colocado sobre sus rodillas el cuaderno de espiral. La muchacha que se sentaba a su lado observaba cómo esbozaba con un lápiz negro el rostro de una mujer.
Ella tomó el siguiente vuelo dos horas más tarde. Sólo subsistía el mareo por encima de las nubes. Empujó la bandeja e intentó dormir.
La sala estaba desierta como casi siempre al final de la mañana, salvo cuando había un congreso o era el comienzo de las vacaciones. Se instaló en su mesa. Después del almuerzo, el lugar quedó de nuevo vacío y el camarero de la tarde sustituyó al de la mañana. El hombre lo reconoció enseguida y le saludó. Philip se levantó, se sentó delante de él y al mismo tiempo que escuchaba lo que decía trazó un nuevo esbozo del lugar: el sexto que figuraba en su cuaderno, sin contar el que había pegado en la pared de su taller de Manhattan, sobre la mesa de trabajo. Cuando el dibujo estuvo terminado, se lo mostró al camarero, que se quitó la chaqueta blanca y se la entregó. Philip se la puso con aire de complicidad. Intercambiaron los sitios y el camarero se sentó en el taburete, fumando con placer un cigarrillo mientras Philip le contaba el año que había pasado.
Durante todas esas horas, dos sillas invertidas prohibían el acceso a una mesa, la que estaba junto al ventanal. Susan llegó en el avión de las nueve de la noche.
– ¿Cómo te las arreglas para ocupar siempre la misma mesa?
– Primeramente, me lo pediste el día de tu primer viaje y, en segundo lugar, ¡tengo talento! Te esperaba en el vuelo anterior. Dicho esto, por muy extraño que parezca, jamás la he encontrado ocupada.
– La gente sabe que es nuestra.
– ¿Comenzamos por la revisión física o por la moral?
– ¿He cambiado tanto en este año?
– No, tienes la cara de alguien que acaba de viajar. Eso es todo.
El camarero puso la copa de rigor sobre la mesa. Susan sonrió y la apartó con gesto discreto.
– Tú tienes buen aspecto, habláme de ti.
– ¿No te lo comes?
– Tengo el estómago revuelto. El vuelo ha sido infernal y he pasado algo de miedo. Uno de los motores se paró.
– ¿Y qué sucedió? -preguntó él, inquieto.
– Ya ves, estoy aquí. Al final se puso otra vez en marcha.
– ¿Quieres otra cosa?
– No, nada. No tengo apetito. No me has escrito mucho este año.
– Tú tampoco.
– Pero yo tengo excusas.
– ¿Cuáles?
– No lo sé. Eres tú quien siempre ha dicho que las cultivaba. Está bien que de tanto en tanto me sirva de ellas.
– ¡Pretextos! La palabra que utilicé fue «pretextos». ¿Qué es lo que pasa? ¿Acaso ahora tengo que medir mis palabras?
– Nada, todo va bien. ¿Y tu trabajo?
– Al ritmo que van las cosas, seré director asociado en un año como mucho. Este año hemos hecho campañas muy interesantes y es posible que me den un premio. En este momento tres de mis creaciones aparecen en la prensa femenina. Incluso he recibido una oferta de una casa francesa de modas. Sólo quieren hablar conmigo, y eso hace que en la agencia me tengan en mayor consideración.
– Bien, muy bien. Estoy orgullosa de ti. En cualquier caso tienes aspecto de felicidad.
– Tú tienes pinta de estar muy cansada, Susan. ¿Estás enferma?
– No, te lo juro, Philip. Ni siquiera una diminuta ameba. A propósito, ¿no tendrás tú una «amiga»?
– ¡No comiences de nuevo! Sí. La tengo. Se llama Mary.
– ¡Ah! Sí, había olvidado su nombre.
– No pongas esa cara de desprecio. Estoy bien con ella. Tenemos los mismos gustos en materia de libros, comida, películas. Comenzamos a tener amigos comunes.
Susan asintió con una sonrisa socarrona.
– Parece práctico y suena a una auténtica relación, socialmente consolidada. ¡Qué excitante!
Ella levantó las cejas y acercó su rostro al de él, como para prestar una mayor atención a sus palabras, no sin cierta carga de ironía.