Philip
El día de San Valentín Philip llevó a Mary a la estación de autobuses. Tomaron el autobús 33, que hacía el trayecto entre Manhattan y Montclair en una hora. Se bajaron en el cruce de Grove Street y Alexander Avenue y atravesaron la ciudad a pie; él le iba descubriendo los lugares de su adolescencia. Cuando pasaron delante de su antigua casa ella le preguntó si echaba de menos a sus padres, que ahora vivían en California. Philip no respondió. Sobre la fachada vecina, advirtió que en la ventana que en otros tiempos fuera la de Susan había una luz encendida.
Quizás ahora otra muchacha estaría revisando sus apuntes escolares.
– ¿Era su casa? -pregunto Mary.
– Sí, ¿cómo lo has adivinado?
– Bastaba con seguir tu mirada. Estabas muy lejos de aquí.
– Sucedió hace mucho tiempo.
– Tal vez no tanto, Philip.
– Estamos en el presente…
– Vuestro pasado es tan denso que a veces me resulta difícil concebir un futuro para nosotros dos. No sueño con un amor perfecto, pero no me gustaría vivir en el condicional, y menos aún en el imperfecto.
Para poner fin a la conversación, él le preguntó si le gustaría vivir allí un día. Ella le respondió con una gran risotada, añadiendo que a cambio de dos niños como mínimo aceptaría vivir en cualquier parte. Desde lo alto de las colinas, replicó Philip, se veía Manhattan, que sólo estaba a media hora en coche. Para Mary ver la ciudad y vivir en ella eran dos cosas muy diferentes. No había estudiado periodismo para instalarse en un pequeño pueblo del interior de Estados Unidos, por muy cerca que estuviese de la Gran Manzana. De todos modos, ninguno de los dos había llegado a la edad de la jubilación.
– Pero aquí, por el mismo alquiler, uno puede vivir en una casa con jardín. Se respira aire puro y se puede trabajar en Nueva York. Se tienen todas las ventajas.
– ¿De qué me hablas exactamente, Philip? ¿Ahora haces proyectos, tú, el que sólo piensa en el día de hoy?
– Deja de burlarte de mí.
– No tienes sentido del humor. Me sorprendes, eso es todo. Nunca puedes decirme si cenaremos juntos o no y ahora me preguntas si me gustaría venir a vivir contigo lejos de la ciudad. ¡Discúlpame, pero lo tuyo es un salto en el vacío!
– ¡Sólo los imbéciles nunca cambian de opinión!
Volvieron al centro de la ciudad, donde él la llevó a cenar. Cuando estuvo sentada delante de él, le tomó la mano.
– ¿Así que puedes cambiar de opinión?
– Hoy es un día un poco especial. Se supone que es festivo. ¿No podríamos cambiar de tema?
– Tienes razón, Philip. Es un día muy especial y por esa razón me llevas a ver la ventana que enmarca la obsesión de tu vida.
– ¿Qué piensas?
– ¡No, Philip! ¡Qué piensas tú!
– Ahora estoy contigo y no con ella.
– Pero yo pienso en el día de mañana.
A los quince días y a varios miles de kilómetros de allí, otro hombre, otra mujer, compartían otra cena. El robo del almacén todavía no se había resuelto. Ahora las puertas del mismo permanecían cerradas con una cadena y un candado, cuya llave sólo tenía Susan. Esto había causado cierto malestar en el equipo. Sandra cada vez le resultaba más hostil y desafiaba su autoridad, hasta el punto de que Susan había tenido que amenazarla con enviar un informe a Washington y hacerla repatriar. Melanie, una doctora que trabajaba en Puerto Cortés, había logrado calmar los ánimos de unos y otros, y la vida de la unidad hondureña del Peace Corps había recuperado su curso normal. Excepto para Susan. Thomas, el responsable del dispensario, con el que había mantenido una corta relación, le había pedido que fuera a verle, aduciendo motivos profesionales.
Ella se había desplazado a la ciudad al final del día y lo esperaba en el exterior del edificio.
Él al fin salió y se quitó la bata blanca, que arrojó en la parte trasera del 4x4. Había reservado sitio en una terraza de un pequeño restaurante del puerto. Se sentaron a la mesa y, antes de consultar la carta, pidieron unas cervezas.
– ¿Cómo va por aquí? -preguntó ella.
– Como de costumbre: falta de materiales, falta de medios humanos, demasiado trabajo, el equipo está agotado, la rutina. ¿Y por allí?
– Por allí tenemos el inconveniente adicional de que somos pocos.
– ¿Quieres que te envíe a alguien?
– Eso es algo poco compatible con lo que me acabas de contar.
– Tienes derecho a estar harta, Susan. Tienes derecho a estar cansada y también a dejarlo todo.
– ¿Me has invitado a cenar sólo para soltarme esa tontería?
– En primer lugar, no te he dicho que te invitara… La gente cree que desde hace algunas semanas no te encuentras del todo bien. Te muestras agresiva y lo que llega a mis oídos no dice mucho en tu favor. No estamos aquí para hacernos impopulares. Debes aprender a controlarte.
El camarero trajo dos platos de tamales. Ella retiró la hoja de plátano y cortó la masa que contenía carne de cerdo. Al mismo tiempo que se echaba salsa picante sobre el plato, Thomas pidió dos botellas más de Salva Vida, una cerveza del país.
Hacía dos horas que el sol se había puesto y la luz que reflejaba la luna era increíble. Ella se dio la vuelta para contemplar los reflejos ondulantes de las grandes grúas sobre las aguas.
– Con vosotros, los tíos, una nunca tiene derecho a equivocarse.
– ¡No más que los médicos, sean hombres o mujeres! Aunque seas la que manda, eres un eslabón más de la cadena. ¡Si te rompes, toda la maquinaria se detiene!
– Hubo un robo y eso me sacó de mis casillas. No podemos admitir que estemos aquí para ayudarles y que se roben la comida entre ellos.
– Susan, no me gusta tu manera de decir «ellos». En nuestros hospitales también se roba. ¿Acaso crees que no sucede lo mismo en mi dispensario?
Tomó su servilleta para limpiarse los dedos. Ella le cogió el índice, se lo llevó a la boca y lo apretó delicadamente entre sus dientes al tiempo que le dirigía una mirada maliciosa. Cuando el dedo de Thomas estuvo limpio, ella lo soltó.
– ¡Acaba ya con tu lección de moral! -dijo ella sonriendo.
– Estás cambiando, Susan.
– Déjame dormir esta noche en tu casa. No me gusta volver cuando ya ha oscurecido.
Él pagó la cuenta y la invitó a levantarse. Mientras caminaban por el muelle, pasó su brazo en torno a la cintura de él y apoyó la cabeza sobre su hombro.
– Estoy a punto de dejarme vencer por la soledad y, por primera vez en mi vida, tengo la impresión de no poder superarlo.
– Vuelve a casa.
– ¿No quieres que me quede?
– No hablo de esta noche, sino de tu vida. Deberías regresar a Estados Unidos.
– No me rendiré.
– Volver a casa no siempre es una rendición. Es una manera de conservar lo que se ha vivido, si uno sabe retirarse antes de que sea demasiado tarde. Déjame el volante, conduciré yo.
El motor se puso en marcha y arrojó una nube de humo negro. Thomas encendió los faros, que barrieron los muros con un haz de luz blanca.
– Deberías cambiar el aceite. Se te va a despedazar entre las manos.
– No te preocupes. Tengo la costumbre de que las cosas se me despedacen entre las manos.
Susan se repantigó en el asiento y, sacando las piernas por la ventanilla, apoyó los pies en el espejo retrovisor externo. Aparte de los ruidos mecánicos, el interior del coche permanecía en silencio. Cuando Thomas estacionó el coche delante de su casa, Susan permaneció inmóvil.
– ¿Te acuerdas de los sueños que tenías cuando eras niño? -preguntó ella.
– Me basta con recordar los que tuve anoche -respondió Thomas.
– No. Me refiero a lo que soñabas con llegar a ser cuando fueses mayor.
– Sí, me acuerdo. Quería ser médico, y me he convertido en administrador de un dispensario. ¡Di en el blanco, pero no en la diana!
– Yo quería ser pintora, para pintar el mundo de colores. Y Philip quería ser bombero para salvar a la gente. Ahora él es creativo en una agencia de publicidad y yo trabajo en el ámbito de la ayuda humanitaria. En algún punto ambos nos equivocamos.
– No es el único terreno en el que ambos os habéis equivocado.
– ¿Qué quieres decir con eso?
– Hablas mucho de él. Y cada vez que pronuncias su nombre, tu voz tiene un tono nostálgico, y eso deja poco espacio a la duda.
– ¿A qué duda?
– ¡A las tuyas! Creo que amas a ese hombre y que esa realidad te da un miedo terrible.
– Vamos, entremos en casa. Empiezo a tener frío.
– ¿Cómo te las arreglas para tener tanto valor respecto a los demás y tan poco para ti?
Por la mañana, ella abandonó la cama sin hacer ruido y desapareció de puntillas.
El mes de marzo pasó a la velocidad de un relámpago. Todas las tardes, cuando salía del trabajo, Philip se veía con Mary. Puesto que dormía en casa de ella, ahorraba diez preciosos minutos cada mañana. Al llegar el fin de semana cambiaban de cama y pasaban los dos días en el apartamento del Soho, al que habían bautizado con el nombre de «casa de campo». Los primeros días del mes de abril temblaban bajo los vientos del norte, que soplaban sin cesar sobre la ciudad. Los brotes de los árboles aún no habían salido y sólo el calendario anunciaba el inicio de la primavera.
Pronto Mary obtuvo el cargo de periodista en la revista en la que trabajaba y consideró que para ellos ya había llegado el momento de encontrar un nuevo lugar donde instalar sus respectivos muebles y su vida.
Comenzó a estudiar los anuncios en busca de un apartamento en Midtown. Ahí, los alquileres serían menos caros. También sería más práctico para ir al trabajo.
Susan pasaba la mayor parte de su tiempo detrás del volante del Jeep. De pueblo en pueblo, garantizaba la distribución de semillas y alimentos de primera necesidad. La carretera a veces la llevaba demasiado lejos para regresar a casa cuando se hacía de noche y adquirió la costumbre de emprender viajes de varios días, recorriendo las pistas hasta los enclaves más profundos del valle. En dos ocasiones se cruzó con las tropas sandinistas que se escondían en las montañas. Jamás los había visto adentrarse tanto en el país. Su cuerpo traicionaba la fatiga que le producía ese tipo de vida. La ausencia de sueño la empujaba a salir todas las noches, y cada mañana le resultaba más difícil ponerse en pie. Un día, después de cargar el 4 X 4 con diez sacos de harina de maíz tomó la carretera cuando el sol se hallaba en el cénit y se dirigió hacia donde vivía Álvarez. Llegó a media tarde. Después de haber descargado el coche, cenaron juntos en su casa. Él la encontró desmejorada y le propuso que se quedara a descansar unos días en las montañas. Ella le prometió pensárselo, y cogió el camino de regreso después de cenar, declinando la invitación de pasar la noche en el pueblo. Incapaz de irse a dormir, pasó por delante de su casa y se dirigió a la taberna, que todavía estaba abierta a esas horas.