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En la puerta de embarque ella le explicó que no se daría la vuelta; no quería ver su cara triste y prefería llevarse el recuerdo de su sonrisa. Tampoco deseaba pensar en la ausencia de sus padres, razón por la que los de Philip no habían acudido al aeropuerto. Él la abrazó y le susurró: «Cuídate mucho». Ella estrechó su cabeza contra el pecho del joven, como si quisiera llevarse consigo un poco de su olor y dejarle parte del suyo. Entregó su billete a la azafata, besó a Philip una última vez, respiró a pleno pulmón e hinchó las mejillas para dejarle a modo de última imagen una mueca de payaso. Después bajó a toda velocidad los escalones que conducían a la pista, corrió por el camino balizado por los agentes, subió por la escalerilla y se metió en el aparato.

Philip regresó a la cafetería y se sentó a la misma mesa. Sobre el área de estacionamiento, los motores del Douglas comenzaron a toser, arrojando volutas de humo gris. Las palas de las dos hélices giraron en dirección contraria a las agujas del reloj, luego hicieron dos lentas rotaciones en sentido inverso, y finalmente se volvieron invisibles. El avión avanzó y recorrió la pista lentamente. En el extremo del asfalto se detuvo unos minutos y se alineó para el despegue. Las ruedas, situadas sobre las líneas blancas del suelo, se inmovilizaron de nuevo, haciendo que el tren de aterrizaje se balanceara hacia atrás y hacia delante. Las hierbas altas que había a los lados se inclinaron en una especie de saludo. El ventanal de la cafetería tembló cuando la potencia de los motores se incrementó; los alerones dieron un último adiós a los espectadores y el bimotor comenzó a rodar. Ganando velocidad, pronto pasó a su altura y Philip vio cómo la cola se levantaba y las ruedas dejaban el suelo. El DC3 se elevó rápidamente, giró sobre su ala derecha y desapareció a lo lejos tras una fina capa de nubes.

Philip permaneció unos instantes con los ojos fijos en el cielo, luego apartó la mirada para dirigirla a la silla que ella había ocupado hacía tan sólo unos instantes. Le invadió un inmenso sentimiento de soledad. Se levantó y se marchó con las manos hundidas en los bolsillos.

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25 de septiembre de 1974, a bordo del avión…

Querido Philip:

Creo que no he logrado ocultarte el miedo, que me hacía un nudo en el estómago. Acabo de ver cómo desaparecía el aeropuerto. He tenido vértigo hasta que las nubes han tapado el suelo. Ahora ya me siento mejor. Estoy decepcionada, no ha sido posible ver Manhattan, pero ahora el cielo se ha abierto por debajo y casi puedo contar las crestas de las olas, son muy pequeñas y parecen ovejas. Incluso he seguido con la mirada a un barco que se dirigía hacia donde tú estás. Pronto tendrás buen tiempo.

No sé si mi letra resultará legible, el avión se mueve mucho. El viaje que me espera será largo. Estaré en Miami dentro de seis horas, después de una escala en Washington. Luego cambiaremos de aparato para volar hacia Tegucigalpa. Este nombre ya parece mágico. Pienso en ti, debes de estar camino de casa. Da un beso muy fuerte a tus padres de mi parte. Te escribiré para contarte este periplo. Cuídate tú también, querido Philip…

Susan:

Acabo de regresar. Papá y mamá no me han preguntado nada; creo que al verme lo han comprendido todo. Siento lo que pasó hace un rato. Debería haber respetado tu alegría y tus ganas de alejarte de aquí. Tienes razón. Yo no sé si habría tenido el valor de acompañarte si me lo hubieses propuesto. Pero no lo has hecho y creo que ha sido mejor así. No sé muy bien qué significa esta última frase. Las noches serán largas sin ti. Te enviaré esta primera carta a la oficina del Peace Corps en Washington. Desde allí te la harán llegar. Ya te echo mucho de menos.

Philip

… vuelvo a coger lápiz y papel, hay una luz increíble. Algo que ni tú ni yo jamás hemos visto. Aquí, por encima de las nubes, estoy a punto de asistir a una auténtica puesta de sol. Desde aquí arriba es una verdadera gozada. Me da rabia que no estés a mi lado y que no puedas ver lo que yo veo. Hace un rato olvidé decirte algo muy importante: creo que te voy a echar mucho de menos.

Susan

15 de octubre de 1974

Susan:

Hace ya tres semanas que te fuiste y aún no he recibido ninguna carta tuya. Imagino que ahora debe de estar viajando por algún punto situado entre tú y yo. Mis padres a menudo me preguntan por ti. Si no recibo una carta tuya pronto, tendré que inventarme algo…

15 de octubre

Philip:

La llegada ha sido caótica. Hemos estado bloqueados cuatro días en la escala de Miami. Esperábamos dos contenedores con alimentos y la reapertura del aeropuerto de La Ceiba, donde teníamos que hacer un escala. Quería aprovechar para visitar un poco la ciudad, pero ha sido imposible. Junto con los otros miembros de la unidad hemos tenido que permanecer estacionados en un hangar. Tres comidas al día, dos duchas y una cama de campaña, cursos intensivos de español y de socorrismo; esto parece el ejército, pero sin sargentos. Finalmente el DC3 nos ha trasladado a Tegucigalpa y desde allí un helicóptero del Ejército nos ha transportado a Ramón Villesla Morales, el pequeño aeródromo de San Pedro Sula. Es increíble, Philip, desde el aire parece que el país haya sido bombardeado: kilómetros de tierras devastadas por completo, restos de casas, puentes rotos y cementerios improvisados por doquier. Volando a baja altura hemos visto manos tendidas hacia cielo que sobresalían del océano de barro, así como centenares de cadáveres de animales con las panzas hacia arriba. Por todas partes hay un olor pestilente, las carreteras están arrancadas; parecen cintas deshechas de cajas de cartón rotas. Los árboles desarraigados han caído unos sobre otros. Nada ha logrado sobrevivir bajo estos bosques de Mikado. Pedazos enteros de montañas se han hundido, borrando del mapa los pueblos que se levantaban sobre ellas. Nadie podrá contar los muertos, pero son miles. ¿Cómo es posible saber el número real de cadáveres sepultados? ¿Cómo encontrarán los supervivientes la fuerza necesaria para sobrevivir a tanta desesperación? Para ayudarlos de verdad deberíamos ser cientos, y en este helicóptero apenas somos dieciséis personas.

Dime, Philip, dime por qué nuestras grandes naciones pueden enviar legiones de soldados a la guerra, pero son incapaces de hacer lo mismo cuando se trata de salvar niños. ¿Cuánto tiempo habrá de pasar para que nos demos cuenta de esta evidencia? Philip, a ti te puedo confesar este extraño sentimiento: en medio de tanta muerte, siento como jamás lo había sentido que estoy viva. Alguna cosa ha cambiado. Para mí vivir ya no es un derecho, se ha convertido en un privilegio. Te quiero mucho, Philip.

25 de octubre

Susan:

Esta semana, en el momento en que recibía tu primera carta, han aparecido en la prensa varios reportajes que narran el horror en el que te encuentras. Los periódicos hablan de diez mil muertos. Pienso constantemente en ti e imagino lo que estás viviendo. Hablo de ti a todo el mundo y todos me hablan de ti. En el Montclair Times de ayer un periodista publicó un artículo sobre la ayuda humanitaria que nuestro país ha enviado a Honduras y termina su escrito nombrándote. Lo he recortado y te lo envío junto con la carta. Todo el mundo me pide noticias tuyas, lo cual no hace sino recordarme que no estás a mi lado. ¡Cómo te echo de menos! Han comenzado las clases, busco una vivienda que esté cerca de la facultad. He encontrado un pequeño taller de artista a reformar en un edificio de tres plantas que se encuentra en Broome Street. Les he dado mis referencias. El barrio también está en un estado lamentable, pero el estudio es grande y el alquiler es verdaderamente asequible. Además, imagínate: ¡Vivir en Manhattan! Cuando vuelvas estaremos tan sólo a unas pocas manzanas del Film Forum, ¿te acuerdas? ¡Casi no lo puedo creer!

En el escaparate del bar de enfrente hay una pequeña bandera de Honduras. Mientras espero a que vuelvas, pasaré todos los días por delante de ella. Es una señal. Cuídate mucho. Te añoro.

Philip

Las cartas de Susan le llegaban al ritmo de una por semana. Él respondía la misma noche. A veces sucedía que las dos correspondencias se cruzaban, y que algunas respuestas llegaban antes incluso de que se hubiesen formulado las preguntas. Por debajo del paralelo veinte los pueblos se habían armado de valor y los países intentaban reorganizarse en condiciones catastróficas. Susan y sus compañeros habían establecido un primer campo de refugiados. Se habían instalado en el valle de Sula, entre las montañas de San Ildefonso y de Cabeceras de Naco. El mes de enero preludiaba una vasta campaña de vacunación. Con ayuda de un viejo camión, Susan recorría las carreteras para distribuir alimentos, sacos de semillas y medicinas. Cuando no estaba al volante del viejo Dodge, dedicaba su tiempo a la organización del campamento base. El primer barracón que edificaron haría las veces de dispensario, y el siguiente, de oficina administrativa. Diez casas de tierra y ladrillos acogían ya a una treintena de familias. A finales del mes de febrero la aldea de Susan, distribuida en tres calles, se componía de dos edificios, veintiuna casuchas y doscientos habitantes, de los que dos tercios tenían de nuevo un techo sobre sus cabezas; el resto dormía en tiendas de campaña. Sobre lo que ya se había convertido en la plaza principal comenzaban a levantarse las bases de una escuela. Cada mañana, después de haber comido una galleta de maíz, Susan se dirigía al almacén, un hangar de madera acabado en Navidad, para cargar el camión y salir a hacer su recorrido. Cuando el motor tosía con las vueltas de manivela de Juan, toda la cabina temblaba. Ella tenía que soltar el volante, puesto que las vibraciones le hacían saltar las manos, y esperar a que los cilindros volviesen a animarse y los pistones se pusiesen en movimiento.

Juan todavía no había cumplido los dieciocho años. Había nacido en Puerto Cortés y ya no recordaba el rostro de sus padres. Cuando tenía nueve años trabajaba como descargador en el muelle, a los once y medio recogía redes en un barco de pesca y a los trece había llegado solo al valle, donde ahora todo el mundo le conocía. El adolescente con aires de hombre había visto a la que llamaba la «Señora Blanca» en cuanto ésta bajó del autobús de Sula. Le siguió los pasos. En un primer momento Susan lo tomó por un mendigo, pero él era demasiado orgulloso para pedir. Juan vivía del trueque, ofreciendo pequeños trabajos a cambio de un poco de alimento o un techo bajo en el que pasar la noche durante las lluvias torrenciales. Así había reparado tejados, pintado vallas, cepillado caballos, escoltado rebaños, transportado toda suerte de sacos sobre sus hombros, vaciado graneros. Ya se tratase de poner en marcha el Dodge azul pálido, cargar cajas en el camión, trepar a la trasera para ayudar en el reparto, ahí estaba Juan. El muchacho observaba e interpretaba los gestos de Susan, que significaban: «Necesito que alguien me eche una mano». Desde el mes de noviembre, ella preparaba cada mañana dos galletas de maíz, que a veces completaba con una barra de chocolate, y ambos compartían el alimento antes de emprender viaje. Incluso siendo optimistas, la tierra no daría fruto antes de una estación, y las carreteras cortadas impedían que los productos frescos circulasen por el país. Había que contentarse con víveres llamados «de subsistencia», que los habitantes de los pueblos consideraban los regalos de Dios. La presencia de Juan, tumbado bajo la lona de la trasera, tranquilizaba a Susan en aquellos caminos de un paisaje devastado. Si bien el silencio seguía reinando en su ruta, en los cruces siempre de luto.

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