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– Creo que tendremos que dormir aquí -dijo en tono lacónico.

– A veces soy tan testaruda que me resulta difícil soportarme a mí misma.

– No te inquietes, no eres la única que tiene un carácter difícil.

– No exagero. Aún no ha llegado el día de mi santo. Así que no me adules.

– ¿Por qué querías ver a la niña?

– ¿Qué hay para comer ahí atrás? Tengo hambre. ¿Tú no?

Juan miró en otro saco y sacó una gran lata de frijoles. Le hubiese gustado preparar un casamiento, ese plato típico hondureño, pero habría tenido que preparar un poco de arroz y llovía demasiado para encender un fuego. Susan mojó casi todo un paquete de galletas en una lata de leche condensada, y dejó que se le deshiciesen en la boca. El agua inundaba el parabrisas, así que cortó el baile de los limpiaparabrisas con el fin de ahorrar batería. Allí afuera no había nada que ver.

– Parece como si te interesases más en ella que en el resto de los niños del valle.

– No me gusta lo que dices. No tiene nada que ver con eso. No la veo todos los días, y por eso la echo de menos.

– ¿También echas de menos a Philip?

– ¡Me cansas con lo de Philip! ¿Qué te pasa?

– Nada, sólo trato de comprenderte un poco.

– Pero si no hay nada que comprender. Sí, echo de menos a Philip.

– ¿Por qué no estás con él?

– Porque he decidido estar aquí.

– ¡El lugar de una señora es estar junto al hombre al que ama!

– Tu frase es estúpida.

– No veo en qué. Un hombre también debe estar cerca de la mujer a la que ama.

– No siempre es tan fácil.

– ¿Por qué sois tan complicados los gringos?

– Porque hemos perdido el gusto por las cosas sencillas. Es lo que me gusta de vosotros. No sólo basta con amar, también hay que ser compatible.

– ¿Qué significa eso?

– Que hace falta amar la vida que uno va a llevar con el otro, compartir las aspiraciones, las esperanzas; tener los mismos objetivos, idénticos deseos.

– ¿Cómo se puede saber eso por adelantado? ¡Es imposible! No se puede conocer al otro de antemano. Para amar hay que tener paciencia.

– ¿Me has mentido sobre tu edad?

– Entre nosotros casarse con alguien al que amamos ya es una razón para ser feliz.

– Entre nosotros amar no siempre es suficiente, aunque pueda parecer absurdo. De acuerdo, a veces somo raros, yo soy el perfecto ejemplo de ello.

Un rayo blanco desgarró el cielo y una brutal explosión interrumpió su conversación. El huracán volvía hacia ellos. Había duplicado su potencia, intensificando las precipitaciones que se abatían sobre las frágiles laderas del monte Cabeceras de Naco. Muy pronto la tierra, anegada de agua, fue incapaz de absorber las lluvias torrenciales que descendían por las laderas, arrastrando consigo secciones enteras de la montaña. Juan ya no escuchaba a Susan y su cara acabó por traicionar una creciente inquietud.

Intentó abrir la ventana, pero tuvo que renunciar a ello debido a un violento golpe de viento. Entonces comenzó a hacer pequeños movimientos con la cabeza, como si estuviera al acecho de algo.

– ¿Qué te pasa? -preguntó ella.

– ¡Cállate!

Con la oreja derecha pegada a la ventanilla, parecía observar atentamente alguna cosa. Mientras tanto, la mirada de Susan no cesaba de interrogarlo. Con un dedo que llevó a sus labios, él le hizo comprender que debía guardar silencio. Ella no le hizo caso.

– ¿Qué haces, Juan?

– ¡Por amor de Dios, déjame escuchar!

– Pero ¿qué diablos sucede?

– No es en verdad el momento de decir groserías. Oigo que la tierra se mueve.

– ¿Qué?

– ¡Cállate!

Un crujido sordo rompió el silencio. Juan entreabrió la puerta con dificultad y un viento violento cargado de pesadas gotas se coló al instante en la cabina. Miró bajo las ruedas: una fractura justo en medio de la carretera dejaba prever lo peor. Dio a Susan la orden de encender los faros. Ella obedeció al instante. El rayo de luz rasgó la cortina de lluvia. Hasta allí donde llegaba la luz, la carretera estaba hendida por una grieta.

– Pasa a la parte de atrás. Tenemos que salir inmediatamente de aquí.

– Estás loco, ¿has visto lo que está cayendo?

– ¡Somos nosotros los que nos vamos a caer! ¡Date prisa! No salgas por tu lado. Haz lo que te digo.

Apenas hubo pronunciado estas palabras cuando el camión dio un bandazo, como un barco que empezara a hundirse por el lado de babor. Él la cogió por el brazo y la empujó hacia la plataforma de la parte trasera.

Buscando el equilibrio, ella se colocó sobre los sacos de víveres. Él se adelantó, retiró el toldo de la puerta, la cogió de la mano y la estiró bruscamente, acompañándola en la caída. En cuanto rodaron por el suelo, él la arrastró contra la roca y la obligó a agacharse. Con los ojos completamente abiertos, ella vio cómo el camión se deslizaba hacia atrás y caía por el barranco. La parte delantera se levantó en un último esfuerzo, las luces de los faros apuntaron hacia el cielo y el viejo Dodge desapareció por el precipicio. El ruido de la lluvia era ensordecedor. Paralizada, Susan no oía nada a su alrededor y Juan tuvo que llamarla tres veces antes de que reaccionase. Tenían que subir con la mayor rapidez posible, puesto que el terraplén que les servía de refugio daba señales de debilidad. Ella se apretó contra él y juntos escalaron unos metros. Como en las peores pesadillas, a pesar de que ordenaba a su cuerpo seguir hacia delante, le parecía que a cada paso que daba iba para atrás. No era una sensación: en efecto, la tierra se hundía bajo sus pies, arrastrándolos hacia el abismo. Él gritó para que aguantase, para que se agarrara a sus piernas, pero los dedos entumecidos de Susan no lograban retener la tela del pantalón de Juan, que se le escapaba de las manos.

Estaba pegada a la pared y los ríos de lodo comenzaban a cubrirla. Tenía que escupir con todas sus fuerzas y le faltaba el aire. La penumbra se iluminó con un vivo resplandor de estrellas en sus ojos y perdió el conocimiento. Juan se dejó deslizar sobre sus espaldas hasta ponerse a su lado y levantó la cabeza inerte de Susan, que descansó sobre su pecho. Sacó la tierra que se había metido en la boca de la joven, la colocó de lado y metió dos dedos hasta el fondo de la garganta. Al instante, sacudida por un espasmo violento, comenzó a vomitar. Juan la sujetó contra su cuerpo al tiempo que se aferraba con todas sus fuerzas a una raíz.

No sabía cuánto tiempo la podría sostener así, pero sabía que era exactamente el que les quedaba de vida.

10 de febrero de1977

Susan:

¿Dónde estás? Estoy inquieto. Las noticias que llegan de El Salvador informan que bandas armadas de guerrilleros se están agrupando a lo largo de las fronteras. El New York Times habla de incursiones en territorio hondureño y de combates esporádicos. Envíame aunque sólo sean unas letras para decirme que estás bien y que no corres peligro. Te ruego que te cuides y que me escribas pronto.

Philip

Resistían desde hacía dos horas. Un momento de calma les había permitido ganar unos cuantos centímetros, encontrando un punto de apoyo más estable. Susan había recuperado el conocimiento.

– Por poco me ahogo en una montaña. ¡Creo que jamás me creerá nadie!

– Conserva tus fuerzas.

– Eso de hacerme callar se va a convertir en una costumbre.

– Aún no estamos a salvo.

– Si tu Dios lo hubiese querido, ya todo habría acabado.

– No es de Dios de quien viene el peligro, sino de la montaña y del aguacero. Y tienen peor carácter que tú.

– Estoy cansada, Juan.

– Lo sé, yo también.

– Gracias, Juan, gracias por lo que acabas de hacer.

– Si toda la gente a la que tú has salvado tuviese que darte las gracias, desde hace varios meses no se oiría otra palabra en el valle.

– Creo que la lluvia está parando.

– Entonces habrá que rogar a Dios para que la cosa siga así.

– Vale más que lo hagas tú, creo que tengo algunas cuentas pendientes con él.

– Aún queda mucha noche por delante. Descansa.

Las horas silenciosas pasaron lentamente, animadas tan sólo por los caprichos de la tormenta, que todavía se negaba a retirarse. Hacia las cuatro de la mañana Juan se adormeció, soltó a su presa y Susan resbaló y dio un grito. Sobresaltado, el muchacho la apretó entre sus brazos y la izó de nuevo hacia él.

– ¡Perdóname, me he quedado dormido!

– Juan, tienes que guardar tus fuerzas para ti. No puedes ocuparte de los dos. Si me dejas, podrás salvarte.

– ¡Si es para decir tonterías, más vale que te calles!

– Estás verdaderamente obsesionado con eso de que cierre el pico.

Ella se contuvo algunos minutos y luego rompió el silencio impuesto por Juan para hablarle del miedo que había pasado. Él también pensó que su último momento había llegado. De nuevo se hizo el silencio, y ella le preguntó en qué pensaba. El muchacho había rezado a sus padres. Ella se calló. Se produjo otro instante de calma, en el que ella se puso a reír nerviosamente.

– ¿De qué te ríes?

– ¡Philip debe de estar delante de la tele!

– ¿Piensas en él?

– Olvida lo que te acabo de decir. ¿Qué te parece si pasamos de él y lo enterramos?

– ¿Es importante para ti?

– No lo sé -dudó unos instantes-, puede ser -reflexionó de nuevo-. No, definitivamente no lo creo. A falta de una buena boda, creo que me gustaría contar con un bonito entierro.

Aún tenían que subir unos cuantos metros. A pesar de que el diluvio había cesado, la tierra que los sostenía podía deshacerse en cualquier momento y arrastrarlos hacia el barranco. Él le suplicó que hiciese un último esfuerzo, y comenzó una peligrosa ascensión. Ella tuvo que gritar para que se detuviese, pues tenía la pierna atrapada. Juan, al mismo tiempo que la sostenía, se colocó a su lado y le liberó con cuidado el pie, que se había enganchado en algo que la penumbra no le dejaba identificar. Al término de una escalada agotadora llegaron a un saliente situado en la parte superior de la carretera. Lo atravesaron y ambos se pegaron contra la pared. La tormenta, imprevisible y majestuosa, cambió un poco más tarde de rumbo y se fue a morir a las alturas de monte Ignacio, que se hallaba a cien kilómetros de allí. El cortejo de lluvias torrenciales le seguía.

– Lo siento -dijo Juan.

– ¿Por qué?

– Porque te voy a privar de tu bonito entierro. ¡Nos hemos salvado!

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