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– ¡Oh!, no es grave, no te inquietes. Tengo dos o tres amigas que cuando tengan treinta años aún no estarán casadas. De modo que nadie me considerará una solterona. Aún puedo esperar unos años a que me hagan los funerales.

Juan no apreciaba particularmente el humor de Susan y se incorporó para poner fin a la conversación. El día aún no había comenzado y habría que esperar para continuar la ascensión y alcanzar la carretera que conducía al pueblo.

En la oscuridad cada paso era muy peligroso. Ambos estaban empapados y ella se puso a tiritar, no sólo de frío, sino porque el hecho de haber escapado a la propia muerte le producía temblores legítimos. Él la friccionó con energía.

Sus miradas se cruzaron. Los dientes de Susan castañeteaban y su voz temblaba. Juan se acercó, pero ella apartó su rostro.

– Juan, eres un buen muchacho, pero eres un poco joven para tocarme las tetas.Tal vez tú no lo consideres así, lo puedo comprender. Pero desde mi punto de vista, aún tendrás que esperar unos cuantos años.

Él no soportó el tono del comentario. Ella se dio cuenta enseguida por la manera en que sus ojos se fruncieron. Si no hubiese conocido la legendaria serenidad de su compañero de ruta, habría tenido miedo de que le diese una bofetada. Juan no hizo nada y se limitó a alejarse de ella. Su silueta desapareció súbitamente y ella lo llamó en aquella noche que tocaba su fin.

– ¡Juan, no he querido ofenderte!

Algunos grillos, para secar sus cuerpos, habían reanudado su chirrido monótono.

El amanecer no tardaría en llegar. Susan se apoyó contra el tronco de un árbol, a la espera de la luz del día.

Estaba medio dormida. Cuando el hombre la sacudió por el hombro, en un primer momento creyó que era Juan. Sin embargo, el campesino que estaba agachado delante de ella no se parecía en nada al muchacho. El hombre sonrió. Su piel estaba surcada de arrugas; las lluvias habían marcado su vida. Atónita, Susan contempló el paisaje desolado. Hacia abajo pudo identificar, emergiendo de tierra, el tocón que la había sostenido y, un poco más allá, el borde del terraplén en el que se habían refugiado. En el fondo del precipicio descansaba semihundido el radiador del Dodge.

– ¿Ha visto a Juan? -preguntó con una voz débil.

– Todavía no hemos encontrado al muchacho, pero sólo somos dos los que hemos salido a buscarles.

Habían oído el camión. Rolando estaba seguro de haber visto cómo los faros se precipitaban en el barranco, pero la locura de la tormenta había impedido cualquier tentativa de ayuda. No había podido convencer a nadie para que le acompañase. En cuanto despejó, envió a dos campesinos a buscarlos con el carro que arrastraba el asno del pueblo, convencido de que en el mejor de los casos los traerían heridos. El más viejo le dijo a Doña Blanca que si había sobrevivido a semejante tempestad era porque contaba con la protección del ángel de la guarda.

– ¡Hay que buscar a Juan!

– ¡No hay nada que buscar, basta con abrir los ojos! La montaña está completamente pelada, no hay un alma con vida hasta el valle. Mire a la derecha, es la carrocería de su camión lo que sobresale del suelo. Si no ha subido por sus propios medios al pueblo, seguramente estará sepultado bajo el barro en alguna parte. Haremos una cruz y la colocaremos allí donde se salieron de la carretera.

– Es la carretera la que se salió, no nosotros. El más joven de los hombres hizo restallar una correa de cuero y el animal se puso en marcha. Mientras el asno trazaba dificultosamente las curvas del camino, Susan se inquietaba por la suerte que hubiera corrido su protegido, convertido, pensaba ella, en su protector.

Llegaron a la entrada de la aldea una hora más tarde. Susan saltó del carro y gritó el nombre de Juan. No obtuvo ninguna respuesta. Fue entonces cuando advirtió el extraño silencio que reinaba en la única calle del poblado.

No había nadie recostado en las fachadas de las casas fumando un cigarrillo. Tampoco ninguna mujer recorría el camino que llevaba a la fuente. Al instante pensó en los incidentes que a veces degeneraban en combates armados entre los habitantes de la montaña y los guerrilleros que huían de El Salvador. Sin embargo la frontera estaba lejos y todavía no se había informado de incursiones en aquella región del país. El pánico empezaba a apoderarse de ella. Gritó una vez más el nombre de su amigo, pero la única respuesta fue el eco de su propia voz.

Juan apareció bajo el porche de la última casa, en lo alto de la calle. Su rostro estaba manchado de barro seco y sus rasgos cansados traslucían tristeza. Se acercó a ella a paso lento. Susan estaba furiosa.

– Fue estúpido que me dejaras sola. He estado angustiada por ti. No lo vuelvas a hacer. ¡Que yo sepa, no tienes diez años!

Él la cogió por el brazo y la condujo por al camino.

– Sigúeme y calla.

Negándose a avanzar, ella lo miró con fijeza a los ojos.

– ¡Deja ya de decir que me calle!

– Te lo ruego, no hagas ruido. No tenemos tiempo que perder.

Él la condujo hacia la casa de la que había salido, y ambos penetraron en la única estancia de la construcción. Telas de color tapaban las ventanas para impedir que el sol entrase. Hicieron falta unos segundos para que los ojos de Susan se acostumbrasen a la penumbra. Reconoció entonces la espalda de Rolando Álvarez. El hombre estaba de rodillas, se levantó y se dio la vuelta hacia ella, con los ojos enrojecidos.

– Es un milagro que haya usted venido, Doña Blanca. No ha dejado de pronunciar su nombre.

– ¿Qué está pasando? ¿Por qué está desierto el pueblo?

El hombre la empujó hacia el fondo de la sala y apartó una cortina que ocultaba una cama pegada a la pared.

Susan descubrió a la niña por la que había emprendido el imprudente viaje. La pequeña estaba sobre la cama, inconsciente. Su cara pálida y empapada de sudor revelaba el origen de la fiebre que la consumía. Susan levantó bruscamente la sábana: el resto de pierna que le quedaba estaba amoratado, tumefacto a causa de la gangrena. Levantó la camisa de la niña y constató que había llegado a la ingle. La infección se había extendido por todo el cuerpo. A sus espaldas, la voz temblorosa de Rolando explicó que a causa de la tempestad que descargaba desde hacía tres días no había podido bajar a la niña. Tras rezar para que apareciese un camión, al llegar la noche creyó que su ruego había sido escuchado. Luego había visto cómo los faros iluminaban el abismo. Había que dar las gracias a Dios de que la Doña se hubiese salvado. Sin embargo, para su hija era demasiado tarde. Lo presentía desde hacía dos días. La niña ya no tenía fuerzas. Las mujeres del pueblo se habían turnado a la cabecera de la cama, pero desde la víspera la pequeña no había vuelto a abrir los ojos y ya no podía alimentarse. Él quería salvarla una vez más. Habría dado su propia pierna por ella, si hubiese sido posible. Susan se agachó junto al pequeño cuerpo inerte, cogió el trapo que había en una palangana de agua, lo escurrió y lo pasó suavemente por la frente perlada de sudor. Luego le dio un beso en los labios y le susurró al oído:

– Soy yo, he venido para curarte, todo irá bien ahora. Yo estaba abajo, en el valle, y tenía ganas de verte, y aquí estoy. Cuando estés mejor te contaré todo lo que nos ha pasado al venir aquí. -Se recostó junto a la niña, pasó los dedos por sus largos cabellos negros para desenredarlos y besó la mejilla ardiente-. Quería decirte que te quiero y que me haces falta. Mucho. Allá abajo pensaba en ti todo el tiempo. Me hubiera gustado venir antes, pero no pude a causa de la lluvia. Juan está aquí, también él tenía ganas de verte. He venido a buscarte para que pases unos días conmigo en el valle. Tengo muchas cosas que enseñarte. Te llevaré a la playa y aprenderás a nadar y saltaremos juntas las olas. Nunca las has visto. ¡Es tan bonito! Cuando el sol está sobre el agua, el océano es como un espejo. Y luego iremos a la selva que se extiende a los lejos. Allí hay animales maravillosos.

La apretó contra su pecho y fue así como sintió los últimos latidos del corazón de la niña, que se extinguían contra el suyo. Tomó la pesada cabeza de la pequeña, la colocó junto a su seno y se puso a tararear. La estuvo meciendo hasta que oscureció. Al llegar la noche, Juan se acercó y se arrodilló a su lado.

– Ahora hay que dejarla y recubrir su rostro para que pueda subir al cielo.

Susan ya no hablaba. Con los ojos vacíos, miraba con fijeza el techo. Juan tuvo que levantarla y sostenerla por los hombros. La llevó afuera. Al llegar a la puerta, ella se dio la vuelta: una mujer ya había tapado el cuerpo de la niña. Susan se dejó resbalar contra la pared. Juan se sentó a su lado, encendió un cigarrillo y lo colocó en los labios de Susan, que empezó a toser al dar la primera bocanada. Permanecieron así, mirando las estrellas del cielo.

– ¿Crees que ya estará arriba?

– Sí.

– Debería haber venido antes.

– ¿Crees que habría servido de algo? No comprendes la voluntad de Dios. En dos ocasiones él la llamó a su lado y por dos veces el ser humano desafió su voluntad: Alvarez la sacó del torrente de lodo y después tú la llevaste para que la operasen. Pero su mano siempre es más fuerte. Él la quería a su lado.

Grandes lágrimas corrían por las mejillas de Susan. La cólera y el dolor le oprimían el estómago. Rolando Alvarez salió de la casa, se dirigió hacia ellos y se sentó junto a Susan. Ella ocultó su rostro entre las rodillas y dio rienda suelta a su ira:

– ¿En qué iglesia habrá que rezar para que termine el sufrimiento de los niños? ¿Acaso no son ellos los únicos inocentes en este planeta de locos?

Álvarez se incorporó de un salto y miró de arriba abajo a aquella mujer. Con una voz feroz y despiadada le dijo que Dios no podía estar en todas partes, que no podía salvar a todo el mundo. A Susan le parecía que desde hacía tiempo ese Dios había dejado de preocuparse de Honduras.

– Levántese y deje de apiadarse de sí misma -añadió el hombre-. Hay centenares de cuerpos de niños enterrados en estos valles. No era más que una huérfana que había perdido la pierna. Está mejor con sus padres que aquí. Esta pena no es la suya y nuestras tierras están demasiado inundadas como para que usted añada sus lágrimas. ¡Si no puede soportarlo, vuélvase a su país!

El hombre, de estatura imponente, se dio media vuelta y desapareció en una esquina de la calle. Juan dejó a Susan con su silencio. Tomó el mismo camino que Álvarez y encontró al hombre junto a una pared de tierra. Estaba llorando.

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