En Washington, Susan entraba en la habitación del hotel. En ese mismo momento, en la suya, Philip contemplaba la cama. Rozó con la mano la almohada de la derecha y regresó a la desierta sala de estar. No quitó la mesa, que miró largo rato en silencio. Después se echó a dormir en el sofá. A la mañana siguiente entregaría el paquete.
10 de octubre de 1976
Susan:
Debería haberte escrito mucho antes, pero no se me ocurrían las palabras adecuadas. Además, tengo la impresión de que he consumido la cuota de tonterías que puedo decirte este año. Así que he preferido esperar. Eso es todo. ¿El huracán que ha asolado México os ha afectado? La prensa dice que ha habido cerca de dos mil quinientos muertos y catorce mil heridos. México no está tan lejos de Honduras, y cualquier mala noticia de los países que están por allí me asusta. En verdad quisiera que olvidases la discusión que tuvimos. No tenía ningún derecho a decirte lo que te dije. No quería juzgarte, lo siento mucho. Sé que a veces te provoco. Es mi testarudez. Soy imbécil y pierdo el control. ¡Como si mis palabras pudiesen hacer que volvieses! ¡Como si lo que yo pensase o sintiese pudiese cambiar el curso de tu vida! Pero parece que algunas grandes historias de amor comienzan por un desencuentro. Escríbeme pronto. Dame noticias tuyas.
Cariños.
Philip
11 de noviembre
Philip:
He recibido tu carta, y… sí tenías derecho. Estabas equivocado, pero aun así tenías derecho. Sin embargo, aunque no fuese tu intención, tus palabras adquirieron la forma de un juicio. No las he olvidado. Al contrario, he reflexionado a menudo sobre ellas. De otro modo ¿de qué habría servido pronunciarlas? Lisa, el nombre del huracán que te inquietaba, no nos ha tocado. Las cosas ya son bastante difíciles sin necesidad de huracanes. Si hubiese llegado aquí, creo que ya habría abandonado. Sabes, este país es tan especial. La sangre de los muertos ya se ha secado. Sobre estos coágulos de miseria, los supervivientes han reconstruido sus casas, rehecho lo que quedaba de sus familias y de sus vidas. Vine aquí convencida de todas mis certezas, que me hacían creer que yo era la más inteligente, la más educada, la más segura en todo. Cada día que paso junto a ellos los veo más fuertes que yo, y a mí más débil que ellos.
¿Es su dignidad lo que les da tanta belleza? No es como llevar ayuda a una población destrozada por la guerra. Aquí el combate se libra contra el viento y la lluvia. No hay ni buenos ni malos, ni partido ni causa. Sólo hay una humanidad inmensa en una desolación increíble. Y únicamente su valor hace renacer la vida en medio de las cenizas de la esperanza imposible. Creo que es por eso que los amo, también sé que es por eso que los admiro.
Vine aquí creyéndoles víctimas, y me muestran a cada instante que son una cosa muy diferente y me aportan más de lo que yo les entrego. En Montclair mi vida no tendría sentido, no sabría qué hacer. La soledad vuelve impaciente, es la impaciencia la que mata al niño. No tomes a mal lo que te voy a decir, pero en aquella adolescencia que compartimos lo mejor que pudimos estuve siempre sola.
Es cierto, he sido muy impetuosa. Y todavía lo soy. Esta necesidad de quemar etapas me hace vivir a un ritmo que tú no puedes comprender, porque es un ritmo diferente del tuyo.
Me fui sin decirte algo tan esencial como todo lo anterior: te echo mucho de menos, Philip. A menudo hojeo las páginas de nuestro álbum de fotos. Todas esas imágenes de nosotros dos son preciosas. Esas señales del tiempo son nuestra infancia. Perdona que sea como soy, imposible para vivir para otro.
Susan
Times Square. En el tumulto de la muchedumbre que se aglomeraba en la plaza, como cada Nochevieja, Philip se encontró con un grupo de amigos; todos estudiantes, como él. Cuatro grandes números acaban de iluminar la fachada del edificio del New York Times. Es medianoche: el año 1977 acaba de nacer. Una lluvia de confeti se mezcla con los besos que se da la gente. Philip se siente solo en medio de la multitud. ¡Qué extraños son esos días en los que la alegría de vivir viene establecida en los calendarios! Una muchacha recorre una barrera, intentando abrirse camino en aquella marea humana. Ella le da un empujón, lo rebasa, se da la vuelta y le sonríe. El levanta el brazo y agita la mano; ella le responde con una señal de la cabeza, como disculpándose de no poder avanzar más deprisa. Tres personas los separan ya; ella parece avanzar arrastrada por la cresta de una ola, que la conduce hacia la costa. Él se cuela entre dos turistas despistados. Durante unos breves instantes su rostro desaparece para volver a la superficie al cabo de unos segundos, como para coger un poco de aire.
Él intenta no perderla de vista. La distancia se reduce. Ella casi le puede oír en medio de la muchedumbre ruidosa. Un último golpe de hombro, él está cerca de ella y la coge de la mano. Ella se da la vuelta, sorprendida, al tiempo que él sonríe y le grita más que le habla:
– ¡Feliz año nuevo, Mary! Si prometes no arañarme el brazo, te llevaré a tomar una copa. Esperaremos a que la marea baje.
Ella le sonríe y también chilla:
– ¡Para ser alguien que se creía tímido, has hecho grandes progresos!
– Eso fue hace más de un año, ¡ya he tenido tiempo!
– ¿Has practicado mucho?
– ¡Dos preguntas más en medio de este gentío y me quedo sin voz! ¿Te importaría que fuéramos a un lugar más tranquilo?
– Estaba con mis amigos, pero creo que los he perdido definitivamente. Debíamos encontrarnos en Downtown. ¿Por qué no vienes con nosotros?
Philip asiente con la cabeza, y los dos náufragos se dejan llevar hacia la parte baja de la ciudad. Al final de la Séptima Avenida llegan a Bleecker Street. Un último afluente les conduce a la calle Tercera. En el Blue Note, donde los amigos de Mary están esperando, un pianista arrastra a su público a ritmo de jazz, una música que ninguna epifanía hará que pase de moda.
En las horas glaciales del amanecer, sobre los adoquines desiertos del Soho, las botellas de alcohol que sobresalen de las papeleras testimonian los delirios de una noche ya consumida. Toda la ciudad duerme la resaca. Sólo los ruidos de unos cuantos coches rompen el silencio del barrio, todavía oculto tras un velo de ebriedad. Mary empuja la puerta del edificio de Philip. Un viento frío le da en el cuello, siente un escalofrío y se acurruca en su abrigo. Sube por la calle y levanta el brazo en el cruce. Un taxi amarillo se detiene junto a la acera. Se mete en él y el coche desaparece en Broadway. El 2 de enero de ese año, Errol Gardner bajó la tapa del teclado de su piano para siempre. Philip reanudó sus clases.
Principios de febrero. Susan acaba de recibir una carta de Washington. Tardías palabras de felicitación de sus superiores que la invitan a estudiar la posibilidad de establecer un nuevo campamento de refugiados, en las montañas. Deberá elaborar un presupuesto e ir a presentar la viabili-
dad del proyecto en cuanto le sea posible. Todavía no ha dejado de llover. Sentada bajo el tejadillo de su casa, contempla el agua que corre y abre riachuelos en el suelo.
No deja de pensar en las personas que en la montaña asisten impotentes, como cada invierno, a la violencia de una naturaleza que se burla del trabajo realizado a comienzos del verano. En algunas semanas recomenzarán todo sin quejarse, un poco más pobres aún que en las estaciones anteriores.
Juan está silencioso, enciende un cigarrillo. Ella lo coge con los dedos y se lo lleva a los labios. La incandescencia ilumina la parte inferior de su rostro. Echa una profunda bocanada.
– ¿Es un billete de primera clase en Air Ganja eso que fumas?
Juan sonríe de forma maliciosa.
– Sólo es una mezcla de tabaco rubio y negro. Es lo que le da ese sabor.
– Parece ámbar -dice ella.
– No sé qué es eso.
– Una cosa que me recuerda mi niñez, el olor de mi madre. Ella olía a ámbar.
– ¿Añoras tu infancia?
– Sólo algunas caras: mis padres, Philip…
– ¿Por qué no te quedaste con él?
– ¿Te ha pagado para que me hagas esa pregunta?
– No le conozco y tú no me has respondido.
– Porque no me da la gana.
– Eres extraña, Doña Blanca. ¿De qué huyes? ¿Por qué has venido a perderte aquí?
– Se trata de todo lo contrario, cipote [4] , es aquí donde me he encontrado. Además, me molestan tus preguntas. ¿Crees que la tormenta durará?
Juan señaló con el dedo la luz tan particular que aparecía en el horizonte cuando el aguacero se alejaba. En poco más de una hora, como mucho, habría dejado de llover y un olor a tierra mojada y a pinos invadiría los más pequeños rincones de su modesta cabaña. Ella abriría el único armario para que su ropa se impregnase del aroma. Una oleada de sensualidad le recorría la piel cuando se ponía una blusa bañada en aquel perfume.
Susan tiró la colilla al otro lado de la balaustrada, se levantó de golpe y sonrió abiertamente a Juan.
– ¡Súbete al camión, nos vamos!
– ¿Adonde?
– Deja ya de hacer preguntas.
El Dodge tosió dos veces antes de arrancar. Los gruesos neumáticos patinaron en el barro antes de lograr agarrarse a algunas piedras. Las ruedas traseras tardaron en alinearse con la pista. Chorros de barro mancharon los laterales del camión. Susan continuaba acelerando mientras el viento le golpeaba el rostro. Estaba feliz y lanzó un largo grito al que se unió Juan. Subían hacia las montañas.
– ¿Adonde vamos?
– A ver a la pequeña. ¡La echo de menos!
– La carretera está inundada, no conseguiremos subir.
– ¿Sabes lo que decía nuestro presidente? Hay quienes ven las cosas como son y se preguntan por qué son así. Yo las veo como podrían ser y me pregunto a mí misma por qué no. Esta noche cenaremos con el señor Rolando Álvarez.
Si Kennedy hubiese conocido las carreteras hondureñas en invierno posiblemente habría esperado a que llegase la primavera para pronunciar su aforismo. Seis horas más tarde, cuando estaban a medio camino de la cima, los ejes se bloquearon y fueron incapaces de encontrar las fuerzas necesarias para propulsar el camión. El embrague patinaba y el olor acre que se desprendía obligó a Susan a rendirse a la evidencia. Inmovilizados en aquella carretera de montaña, no podrían recorrer los diez últimos zigzags que los separaba del pueblo donde vivía la niña que había ocupado un lugar tan importante en el corazón de Susan. Juan pasó a la trasera y sacó cuatro mantas de un saco de yute.