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– ¡Dios mío, te estás convirtiendo en un filósofo!

Philip se levantó bruscamente y recorrió el pasillo entre las mesas hasta la puerta. Salió de la sala y regresó de inmediato, a paso rápido. Se inclinó y besó a Susan en el cuello.

– ¡Buenos días, me alegro mucho de verte!

– ¿Se puede saber a qué estás jugando?

– Precisamente, no estoy jugando. Te espero desde hace dos años. Me han salido callos en los dedos de tanto escribirte, puesto que era el único medio de compartir algo, aunque fuese lo mínimo, de tu vida, y descubro que nuestro encuentro comienza de una manera muy diferente a como me lo había imaginado. Así pues, prefiero comenzar todo desde el principio.

Ella clavó su mirada en él durante unos instantes y estalló en una carcajada.

– Sigues tan loco como de costumbre. ¡También yo te he echado de menos!

– Bien, ¿me lo cuentas todo ahora?

– No, tú primero. Háblame de tu vida aquí, en Nueva York. Quiero saberlo todo.

– ¿Qué quieres de caliente?

– ¿De qué me hablas?

– Has dicho que querías algo caliente, ¿que quieres comer?

– Eso era antes. El helado ha sido una idea muy buena.

Ambos experimentaban una extraña sensación, sin atreverse a confesárselo. El tiempo levantaba hitos de intensidad diferente en cada una de sus vidas, a ritmos que no tenían nada en común. Sin embargo el sentimiento que los unía permanecía intacto. Sólo les faltaban las palabras. Quizá se debiera también a que la profundidad y la sinceridad del vínculo que existía entre ellos ya acusaba excesivas ausencias, una distancia que no sólo se expresaba en kilómetros.

– Entonces come deprisa y vámonos, tengo una sorpresa para ti.

Ella bajó los ojos y permaneció un momento en silencio, unos segundos, antes de levantar la cabeza para mirarlo.

– No tendré tiempo… Quiero decir que no me quedo, he aceptado renovar el contrato. Sabes, allí me necesitan. Lo siento, Philip.

Él sintió que la tierra se abría bajo sus pies, y experimentó el extraño vértigo que se instala e impide que uno esté atento en el momento en que es más necesario estarlo.

– No pongas esa cara, te lo ruego.

Ella colocó su mano sobre la de Philip y él apartó al instante la mirada para que no pudiese ver la tristeza y el desconcierto que acababan de adueñarse de sus ojos. Un sentimiento de soledad oprimía su corazón. Acarició con el pulgar la mano de Susan; su piel había perdido parte de su tersura. Le habían salido pequeñas arrugas, y él no quiso mirarlas.

– Sé que es difícil -dijo ella-. Resulta imposible conservar las manos como las de una chica joven. Ya me has visto las uñas, y para qué quiero hablar de mis piernas. ¿Qué querías enseñarme?

Él quería mostrarle su estudio en Manhattan, pero eso no era lo importante. Lo dejarían para la próxima ocasión. La observó atentamente y su mirada cambió. Ella consultó su reloj.

– ¿Y cuánto tiempo te quedas?

– Dos horas.

– ¡Ah!

– No te puedes imaginar todo lo que he tenido que hacer para escaparme y poder verte. -Sacó un paquete envuelto en papel de embalar y lo colocó sobre la mesa-. Es absolutamente necesario que entregues este paquete en esta dirección. Son nuestras oficinas en Nueva York. Es parte de la excusa que me he inventado para verte.

Él no miró el paquete.

– Pensaba que trabajabas en una organización humanitaria. No sabía que estuvieses en un batallón de castigo.

– ¡Pues ahora lo sabes!

– ¡Cuéntame!

En dos años había trazado su camino. Es a ella a quien habían llamado a Washington para que justificase los créditos solicitados. También era ella quien debía regresar lo más rápidamente posible con cajas de medicinas, diversos materiales y alimentos no perecederos.

– ¿Y no puedes esperar aquí mientras ellos hacen los paquetes?

– He venido a prepararlos personalmente. Ése es también el objetivo de mi viaje. Debo llevar las cosas que realmente necesitamos, y no las toneladas de tonterías que amenazan con enviarnos.

– ¿Y qué es precisamente lo que necesitáis?

Susan hizo como si sacase una lista del bolsillo y la leyese:

– Tú tomas el pasillo de la izquierda. Yo iré hacia las estanterías refrigeradas del fondo del almacén y nos encontraremos en las cajas. ¿Te acordarás de todo? Nos hace falta material escolar, trescientos cuadernos, novecientos lápices, seis pizarras, cien cajas de tiza, manuales de español y todo lo que encuentres en esa sección, platos y cubiertos de plástico, alrededor de seiscientos platos, dos mil cuchillos, el mismo número de tenedores y el doble de cucharas, novecientas mantas, mil pañales, mil toallas, un centenar de trapos para el dispensario…

– Yo es a ti a quien necesito, Susan.

– … seis mil compresas, trescientos metros de hilo para sutura, equipos de esterilización, útiles dentales, agujas, cánulas estériles, separadores, quirófanos, pinzas quirúrgi- cas, penicilina, aspirinas, antibióticos de amplio espectro, anestésicos… Perdóname, no soy muy divertida.

– ¡No está mal! ¿Puedo al menos ir contigo a Wash- ngton?

– En el sitio al que voy no te dejarían entrar. No me da- rán ni la vigésima parte de lo que necesitamos.

– Ya empleas el «nosotros» cuando hablas de allí.

– No me había dado cuenta.

– ¿Cuándo volverás?

– No tengo la menor idea. Probablemente dentro de un año.

– ¿Te quedarás la próxima vez?

– Philip, no hagas un drama. Si uno de nosotros hubiese ido a una universidad del otro extremo del país, sería lo mismo, ¿no?

– No. Las vacaciones no durarían sólo dos horas. Bien, estoy hundido, estoy triste y no logro ocultártelo. Susan, ¿vas a encontrar todas las excusas imaginables del mundo para que jamás llegue el momento?

– ¿Para que no llegue el momento de qué?

– De arriesgarte a perderte a ti misma uniéndote a otra persona. ¡Deja ya de mirar el reloj!

– Hay que cambiar de tema, Philip.

– Te vas a detener, ¿cuándo?

Ella retiró su mano, sus ojos se fruncieron.

– ¿Y tú? -retomó ella.

– ¿Qué quieres que yo detenga?

– Tu gran carrera, tus dibujos mediocres, tu pequeña vida.

– ¡Eres muy dura!

– No, simplemente soy más directa que tú. Es una mera cuestión de vocabulario.

– Me haces falta, Susan, eso es todo. Tengo la debilidad de decírtelo. No tienes idea de cómo me enfado a veces.

– Quizá soy yo la que debería salir de la cafetería y volver a entrar. Lo siento de verdad, te juro que no pensaba lo que decía.

– Pero lo pensabas, quizá de otra manera. Eso viene a ser lo mismo.

– No quiero dejarlo, no ahora, Philip. Lo que yo vivo es duro, a veces muy duro, pero tengo la impresión de que ahora sirvo para algo.

– Es eso lo que me hace sentir celoso. Es eso lo que encuentro tan absurdo.

– ¿Celoso de qué?

– De que yo no logro provocar en ti ese mismo sentimiento. De decirme que sólo la miseria te atrae, la de los demás. Como si todo ello te ayudase a huir de tu propia desolación en lugar de enfrentarte a ella.

– ¡Me estás incomodando, Philip!

De repente, él levantó el tono. Ella se sorprendió y, cosa rara, no fue capaz de interrumpirle a pesar de que lo que le decía le disgustaba profundamente. Él rechazaba su discurso humanitario. En su opinión, Susan se ocultaba en una vida que ya no era la suya desde aquel triste verano de sus catorce años. Intentaba salvar la vida de sus padres a través de las vidas de la gente a la que socorría, porque se sentía culpable de no haber tenido aquel día una gripe de campeonato que habría impedido que sus padres la dejasen sola en casa.

– No intentes cortarme -prosiguió él con voz autoritaria-. Conozco todos tus estados de ánimo y cada una de tus exhibiciones, y puedo descifrar cada una de tus expresiones. La verdad es que tienes miedo a vivir. Y es para superar ese miedo por lo que te has marchado a ayudar a los demás. Pero no te enfrentas con nada, Susan. No es tu vida la que defiendes, sino la de ellos. ¡Qué extraño destino hacer caso omiso de los que te aman y entregar tu amor a gentes a las que jamás conocerás! ¡Sé que eso te hace sentirte bien, pero esa no es la solución!

– A veces me olvido de que me amas tanto, y me siento culpable de no saber amarte de la misma manera.

Las agujas del reloj avanzaban a una velocidad anormal, Philip se resignó, tenía tantas cosas que decirle… Se las escribiría. Había estado esperándola dos años y ahora sólo disponían de unos breves momentos. Susan acusaba un cierto cansancio. Encontraba que el rostro de Philip había cambiado, parecía más hombre, más «tío». Él tomó esta reflexión como un cumplido. Por su parte, él la encontraba aún más hermosa. Ambos sabían que este corto instante no sería suficiente. Cuando la voz metálica del altavoz anuncio el embarque de su vuelo, él prefirió quedarse sentado a la mesa. Ella lo observó.

– Sólo te acompañaré hasta la puerta cuando te quedes más de cuatro horas. Ya lo sabes para la próxima vez. -Se esforzó en dibujar una sonrisa.

– ¡Tus labios, Philip! ¡Parecen los de Charlie Brown!

– Me encanta. ¡Es mi cómic preferido!

– Me hago la mala, pero tú sabes que…

Ella se había levantado. Él le cogió la mano y la apretó entre las suyas.

– ¡Lo sé! ¡Cuídate!

Besó la palma de su mano y ella se inclinó para darle un beso en la comisura de los labios. Al retroceder, ella le acarició la mejilla.

– Veo que has envejecido, ¡picas!

– Al cabo de diez horas de haberme afeitado, siempre pico. ¡Vete ya, que vas a perder el avión!

Ella giró sobre sus talones y apretó el paso. Cuando estuvo casi al final del pasillo, él le gritó que se cuidase. Susan no se volvió, levantó el brazo en el aire y sacudió la mano. La puerta de madera oscura se volvió a cerrar lentamente, engullendo su silueta. Philip permaneció sentado a la mesa durante una hora, hasta mucho después de que el avión de Susan hubiese desaparecido en el cielo. Cogió un autobús para regresar a Manhattan. Ya era de noche y prefirió caminar por las calles del Soho.

Al llegar ante el escaparate de Fanelli's dudó entre si entrar o no. Los grandes globos que colgaban del techo difundían una luz amarilla sobre los muros recubiertos de una pátina. Las imágenes de Joe Frazier, Luis Rodríguez, Sugar Ray Robinson, Rocky Marciano y Muhammad Alí, en marcos de madera, dominaban la sala, donde había hombres que reían y engullían hamburguesas, y mujeres que picaban patatas fritas con la punta de los dedos. Se arrepintió de haber entrado, no tenía hambre, y se dirigió a su casa.

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