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– Deja pasar un coche y síguelo -dijo uno de ellos.

La ambulancia giró en Van Ness, seguida de cerca por el vehículo 627 de la policía municipal. Cuando diez minutos más tarde entró en el garaje, los policías aminoraron la marcha y reanudaron su ronda normal. Paul no supo nunca que lo habían seguido.

Arthur llegó un cuarto de hora más tarde. Paul salió a la calle y subió al coche.

– ¿Has hecho una visita turística por San Francisco?

– He conducido despacio por ella.

– ¿Has planeado llegar al amanecer?

– Exacto, y ahora relájate, Paul. Casi lo hemos logrado. Acabas de hacerme un favor inestimable, lo sé; lo que no sé es cómo decírtelo. Y te has arriesgado, también lo sé.

– Venga, conduce. No soporto los agradecimientos.

El coche salió de la ciudad por la carretera 280 sur. Enseguida se desviaron hacia Pacifica, antes de adentrarse en la carretera número 1, la que bordea los acantilados, la que conduce a la bahía de Monterrey, a Carmel, la que debería haber tomado Lauren una mañana de principios del verano anterior, al volante de su viejo Triumph.

El paisaje era espectacular. Los acantilados parecían recortarse en la oscuridad como un encaje negro. Una luna inacabada dibujaba los contornos de la carretera. Circulaban a los sones del concierto para violín de Samuel Barber.

Arthur había dejado a Paul al volante y miraba por la ventanilla. Al final de aquel viaje le esperaba otro despertar. El de muchos recuerdos dormidos durante mucho tiempo.

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