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– Haz que la aplique la enfermera, se pondrá loca de contento. Los médicos nunca las dejan hacerlo -dijo Lauren antes de que el externo respondiera.

– No he aplicado nunca ninguna -dijo el externo.

– Señorita, usted aplicará la vía central.

– No, doctor. Me encantaría, pero no tenemos tiempo. Yo se la preparo y usted la aplica. De todas formas, gracias por la confianza, es todo un detalle.

La enfermera se fue al otro extremo de la habitación para preparar la aguja y el tubo.

– ¿Qué hago ahora? -preguntó en voz baja Arthur, presa del pánico.

– Nos vamos de aquí -contestó Paul-. Tú no vas a aplicar ni vía central, ni lateral, ni nada de nada. ¡Nos abrimos ahora mismo, tío!

– Sitúate delante de él -dijo Lauren- y apunta a una altura de dos dedos por debajo del esternón. Sabes qué es el esternón, ¿no? Yo te guiaré si no vas bien encaminado. Coloca la aguja con una inclinación de quince grados y clávala poco a poco pero con firmeza. Si has acertado, fluirá un líquido blancuzco; si has fallado, será sangre. Y reza para tener la suerte del principiante, porque si no, entonces sí que la hemos pringado, nosotros y el tipo que está ahí tendido.

– ¡No puedo hacer eso! -murmuró Arthur.

– No tienes elección, y él tampoco. Morirá si no lo haces.

– Me has llamado antes «corazón» o lo he soñado?

Lauren sonrió.

– Adelante, y respira hondo antes de clavar la aguja.

La enfermera se acercó a ellos y le tendió la vía central a Arthur.

– Tómala por el extremo de plástico. ¡Buena suerte!

Arthur colocó la aguja a la altura que Lauren le había indicado. La enfermera lo miraba atentamente.

– Perfecto -murmuró Lauren-. Inclínala un poco menos…, clávala ya con decisión.

La aguja se introdujo en el tórax del paciente.

– ¡Para ya! Haz girar la llave que hay en el tubo.

Arthur obedeció. Un líquido opaco comenzó a fluir por el tubo.

– ¡Muy bien! Lo has hecho con mano maestra -dijo Lauren-. Acabas de salvarlo.

Paul, que había estado dos veces a punto de perder el conocimiento, no paraba de repetir en voz baja: «No puedo creerlo.» El corazón del diabético, liberado ya del líquido que lo aplastaba, recuperó un ritmo normal. La enfermera le dio las gracias a Arthur.

– Ahora ya me ocupo yo -dijo.

Arthur y Paul se despidieron y salieron al pasillo. Paul asomó la cabeza por la puerta, sin poder evitarlo, y le espetó al externo:

– ¡Es usted una nulidad!

Y mientras caminaban, le dijo a Arthur:

– ¡Me has hecho pasar un miedo horroroso!

– Ella me ha ayudado, me ha dicho todo lo que tenía que hacer.

Paul meneó la cabeza.

– Voy a despertarme, y cuando te llame por teléfono para contarte la pesadilla que estoy teniendo, te echarás a reír. ¡No te puedes ni imaginar lo que vas a reírte y burlarte de mí!

– Vamos, Paul, no tenemos tiempo que perder.

Entraron los tres en la habitación 505. Arthur pulsó el interruptor y los tubos de neón empezaron a vibrar. Se acercó a la cama.

– Ayúdame -le dijo a Paul.

– ¿Es ella?

– No, es el tipo de al lado… ¡Pues claro que es ella! Acerca la camilla a la cama.

– ¿Es que te has pasado la vida haciendo esto?

– Eso es, pasa las manos por debajo de las rodillas, y ten cuidado con la perfusión. A la de tres la levantamos. Uno, dos… ¡tres!

El cuerpo de Lauren fue trasladado a la camilla con ruedas. Arthur lo arropó, descolgó el frasco de la perfusión y lo colgó del gancho que quedaba encima de su cabeza.

– Fase 1 finalizada. Ahora bajamos deprisa pero sin precipitarnos.

– ¡Sí, doctor! -contestó Paul en tono malhumorado.

– Os desenvolvéis muy bien -murmuró Lauren.

Regresaron hacia el ascensor. Desde el otro extremo del pasillo, la enfermera llamó a Arthur, que se volvió lentamente.

– ¿Sí?

– Todo va ya perfectamente. ¿Quiere que le eche una mano?

– No, aquí también va todo bien.

– Gracias otra vez.

– De nada.

Se abrieron las puertas y entraron en la cabina. Arthur y Paul suspiraron al unísono.

– ¡Tres top-models, quince días en Hawai, un Testa-rossa y un velero!

– ¿Cómo dices?

– Mis honorarios por esta noche.

El vestíbulo estaba vacío cuando salieron del ascensor. Lo cruzaron a paso rápido. Cargaron el cuerpo de Lauren en la parte trasera de la ambulancia y después ocuparon sus respectivos asientos.

Encima del de Arthur estaban los documentos de traslado acompañados de una nota: «Llámeme mañana. Faltan dos datos en el formulario de traslado. Karen (415) 725 00 00-extensión 2154. P.D.: Buen seguimiento.»

La ambulancia salió del Memorial Hospital.

– Pues es bastante fácil llevarse a un enfermo -comentó Paul.

– Porque no es una cosa que le interese hacer a mucha gente -contestó Arthur.

– Me parece muy comprensible. ¿Adonde vamos?

– Primero a mi casa, y después a un sitio que también está en coma y que vamos a despertar entre los tres.

La ambulancia subió por Market Street y giró en Van Ness. En su interior reinaba el silencio.

Según el plan trazado por Arthur, deberían volver a su casa y trasladar el cuerpo a su coche. A continuación, mientras Paul llevaba el vehículo al garaje de su padre, Arthur bajaría todas las cosas preparadas para el viaje y la estancia en Carmel. El material farmacéutico había sido cuidadosamente empaquetado y almacenado en el gran frigorífico General Electric.

Al llegar ante el garaje, Paul accionó el mando a distancia de la puerta deslizante, pero ésta no se movió.

– En las noveluchas policíacas siempre pasan cosas así-dijo.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Arthur.

– No, en las noveluchas policíacas, el compinche adopta una actitud menos afectada y más chulesca y dice: «¿Qué cabronada es ésta?» En este caso, se trata de la puerta teledirigida de tu aparcamiento, que no se abre, y estamos en una ambulancia del garaje de mi padre, con un cuerpo dentro, delante de tu casa a la hora en que todos tus vecinos van a sacar al perro a hacer pipí.

– ¡Mierda!

– Eso es más o menos lo que yo decía, Arthur.

– Pásame el mando.

Paul se lo entregó, encogiéndose de hombros. Arthur, nervioso, pulsó el botón, pero la puerta siguió sin abrirse.

– Y encima me toma por un inútil.

– Se ha acabado la pila -dijo Arthur.

– Claro, es la pila -repuso Paul, sarcástico-. A todos los genios acaban echándoles el guante por culpa de un detalle como ése.

– Voy a buscar una. Tú da la vuelta a la manzana mientras tanto.

– ¡Reza para encontrar una en algún cajón, genio!

– No contestes y sube a casa -intervino Lauren.

Arthur bajó de la ambulancia y subió corriendo la escalera, entró precipitadamente en el apartamento y empezó a registrar todos los cajones. Ninguna pila a la vista. Vació el del secreter, los de la cómoda, los de la cocina… Mientras tanto, Paul daba la quinta vuelta a la manzana.

– Si consigo no llamar la atención de una patrulla es que soy el tipo con más suerte de toda la ciudad -masculló Paul al iniciar la sexta vuelta, justo un momento antes de que apareciera un coche de policía-. Pues no, no he tenido suerte, con lo bien que me hubiera ido…

El coche se detuvo a su altura y el policía le indicó que bajara la ventanilla. Paul obedeció.

– ¿Se ha perdido?

– No. Estoy esperando a un compañero que ha subido a buscar unas cosas. Vamos a llevar a Daisy al garaje.

– ¿Quién es Daisy? -preguntó el policía.

– La ambulancia. Es su último día, le ha llegado la hora… Llevamos diez años juntos ella y yo, y resulta duro separarse, ¿sabe? Montones de recuerdos, toda una vida…

El policía asintió con la cabeza. Lo entendía, sí, pero le pidió que no se entretuviera mucho. De lo contrario, en la central empezarían a recibir llamadas. En aquel barrio, la gente era curiosa e inquieta.

– Lo sé, agente, vivo aquí. En cuanto baje mi compañero nos vamos. Buenas noches.

El agente le dio también las buenas noches y el coche de policía se alejó. En el interior, el conductor se apostó diez dólares con su compañero a que no estaba esperando a nadie.

– Seguramente no se decide a entregar el cacharro. La verdad es que debe de dar pena, después de llevar diez años conduciéndolo.

– Sí, pero ésos son los mismos que se manifiestan porque el ayuntamiento no les da pasta para renovar el material.

– Ya, pero diez años unen mucho.

– Unen mucho, sí…

El apartamento estaba casi tan revuelto como Arthur. De pronto, éste se quedó inmóvil en medio del salón, intentando pensar algo que los salvara.

– El mando del televisor -murmuró Lauren.

Se volvió hacia ella, estupefacto, y se abalanzó sobre la pequeña caja negra. Arrancó literalmente la tapa, sacó la pila cuadrada y la puso rápidamente en el mando del garaje. Corrió hacia la ventana y pulsó el botón.

Paul, furioso, se disponía a dar la novena vuelta cuando vio que la puerta se abría. Se metió, rezando para que se cerrara más deprisa de lo que se había abierto. «Era realmente la pila. ¡Será tonto!»

Entretanto, Arthur bajó por la escalera hasta el garaje.

– Encontré una.

– ¡Voy a matarte!

– En vez de acabar conmigo, será mejor que me ayudes. Todavía tenemos trabajo.

– ¡Pero si no hago otra cosa que ayudarte!

Trasladaron el cuerpo de Lauren con gran delicadeza. Lo sentaron detrás, con el recipiente de la perfusión colocado entre los dos brazos, y lo arroparon con una manta. La cabeza reposaba en la portezuela; desde fuera, todo el mundo hubiera creído que estaba dormida.

– Tengo la impresión de estar en una película de Tarantino -dijo Paul-, con un gángster que quita de en medio…

– ¡Cállate, no digas idioteces!

– ¿Y qué? ¿Estamos sensibles a las idioteces esta noche? ¿Eres tú el que va a devolver la ambulancia?

– No, lo que pasa es que ella se encuentra a tu lado y estabas a punto de decir algo que iba a resultarle hiriente.

Lauren apoyó una mano en su hombro.

– No discutáis. Los dos habéis tenido un día duro -dijo en un tono apaciguador.

– Tienes razón. Continuemos.

– ¿Tengo razón cuando no digo nada? -masculló Paul.

– Ve al garaje de tu padre -prosiguió Arthur-. Yo pasaré a buscarte dentro de diez minutos. Voy a subir a buscar el resto de las cosas.

Paul subió en la ambulancia y salió sin decir nada. Esta vez, la puerta del garaje se había abierto a la primera. En el cruce de Union Street estaba el coche de policía ocupado por los agentes que se habían dirigido antes a él, pero Paul no lo vio.

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