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Cuando por fin nos separamos, Tommy dijo entre dientes:

– Lo siento de veras, Kath. -Luego lanzó una risa temblorosa y añadió-: Menos mal que ahora no hay vacas. Se habrían llevado un buen susto.

Vi que estaba haciendo todo lo posible por tranquilizarme, por asegurarme que todo había pasado, pero el pecho seguía palpitándole con fuerza y las piernas le temblaban. Volvimos juntos hacia el coche tratando de no resbalar.

– Apestas a caca de vaca -dije, al rato.

– Oh, Dios, Kath, ¿cómo voy a explicar esto? Tendremos que entrar por la parte de atrás.

– Tienes que dar cuenta de tu llegada.

– Oh, Dios -dijo.

Y volvió a reírse.

Encontré unos trapos en el coche, y nos limpiamos como pudimos la bosta de vaca. Pero cuando revolvía el maletero en busca de los trapos, saqué la bolsa de deportes con sus dibujos de animales, y al subir al coche vi que Tommy la metía en la trasera y la ponía sobre el asiento.

Recorrimos un trecho sin hablar mucho. Tommy se había puesto la bolsa sobre el regazo, y yo aguardaba a que dijera algo acerca de los dibujos, e incluso se me ocurrió que estaba incubando otro arrebato, y que iba a tirarlos todos por la ventanilla. Pero siguió con la bolsa bien sujeta con las dos manos mientras miraba fijamente la carretera oscura que se extendía ante nosotros. Después de un largo silencio, dijo:

– Siento lo de antes, Kath. De veras que lo siento. Soy un verdadero idiota. -Y luego añadió-: ¿En qué piensas, Kath?

– Estaba pensando -dije- en el pasado, en Hailsham, cuando te ponías como loco, como ahora, y no podíamos entenderte. No podíamos comprender cómo cogías aquellas rabietas. Y me ha venido a la cabeza la idea, bueno, una especie de pensamiento. Que quizá la razón de que te pusieras como te ponías era que, de una manera o de otra, tú siempre lo supiste.

Tommy se quedó pensativo ante esto, y sacudió la cabeza.

– No lo creo, Kath. No, siempre se trató sólo de mí, de mi persona. Era un idiota. Eso es todo. -Luego dejó escapar una débil risa, y dijo-: Pero es una idea curiosa. Quizá sí, quizá lo sabía, en lo más hondo de mi ser. Y el resto de vosotros no.

23

Nada pareció cambiar mucho en la semana siguiente a nuestro viaje. Aunque yo nunca pensé que las cosas fueran a seguir siendo las mismas y, sin ningún género de dudas, a principios de octubre, empecé a detectar pequeños cambios. Como botón de muestra, y aunque siguió haciendo sus dibujos de animales, Tommy se cuidaba muy mucho de dibujarlos en mi presencia. Nunca volvimos a ser del todo los mismos que cuando empecé a ser su cuidadora, y el pasado de las Cottages seguía gravitando sobre ambos. Pero era como si hubiera reflexionado sobre ello y hubiera tomado una decisión: seguir con sus animales cuando le viniera en gana, pero si yo entraba en su cuarto dejar de dibujarlos y guardarlos de inmediato. Y a mí no me dolía que lo hiciera. De hecho, en cierto modo, era un alivio: aquellos animales que nos miraban fijamente a la cara cuando estábamos juntos sólo nos habrían incomodado aún más.

Pero además hubo otros cambios menos fáciles de asimilar. No quiero decir que a veces no nos lo pasáramos bien en su habitación. Incluso practicábamos el sexo de cuando en cuando. Pero lo que no podía dejar de advertir era que Tommy se sentía cada día más y más identificado con los demás donantes del centro. Si, por ejemplo, estábamos recordando cosas de Hailsham, él, tarde o temprano, acababa sacando a colación el hecho de que alguno de sus compañeros del centro había dicho o hecho algo parecido a lo que estábamos evocando. Recuerdo una vez en que llegué a Kingsfield después de un largo viaje. Me bajé del coche, y la Plaza tenía un aire similar al del día en que Ruth y yo llegamos para recoger a Tommy e ir a ver el barco. Era una tarde nublada de otoño, y no había nadie a la vista salvo un grupo de donantes apiñados bajo el tejado saliente del edificio de recreo. Tommy estaba entre ellos -de pie, con un hombro apoyado contra un poste- y escuchaba a un donante que estaba en cuclillas en las escaleras de la entrada. Me dirigí hacia ellos, pero de pronto me detuve y me quedé esperando en medio de la Plaza, bajo el cielo gris. Pero Tommy, a pesar de haberme visto, siguió escuchando a su amigo, hasta que al final todos estallaron en carcajadas. Incluso entonces siguió escuchando y sonriendo. Luego aseguraría que me había hecho una seña para que me acercara pero, en caso de ser cierto, su gesto no había sido en absoluto claro. Lo único que yo vi fue que se reía señalando vagamente en mi dirección, y que volvía a prestar atención a lo que su compañero estaba diciendo. Muy bien, estaba ocupado, es cierto, y al cabo de un par de minutos vino hacia donde yo estaba y los dos subimos a su cuarto. Pero todo había sido muy distinto de como solía ser al principio. No era sólo que me había tenido esperándole en medio de la Plaza. Eso no me habría importado tanto. Era más bien que aquel día, por primera vez, había percibido en él algo muy parecido al resentimiento -sólo por el hecho de tener que venir conmigo-, y una vez que estuvimos solos en su habitación el ambiente que se respiraba entre nosotros no era lo que se dice festivo.

Si he de ser justa, también yo tuve parte de culpa. Porque al quedarme allí mirando cómo charlaban y reían, sentí una inopinada punzada interna; porque en el modo en que los donantes se habían agrupado en semicírculo, en sus posturas -de pie o sentados-, casi estudiadamente relajados, como en ademán de anunciar al mundo lo mucho que cada uno de ellos disfrutaba de la compañía de los otros, me recordaban en cierto modo cómo nuestro pequeño grupo de amigas solía sentarse cerca del pabellón haciendo corro. La comparación, como digo, hizo que sintiera algo en mi interior, y tal vez a causa de ello, una vez en su habitación, también yo sentía dentro la comezón del resentimiento.

Y sentía algo parecido cada vez que Tommy me decía que yo no entendía esto o lo otro porque aún no era donante. Pero excepto una ocasión en concreto, a la que me referiré dentro de un momento, no se trataba más que de una comezón muy leve. Normalmente Tommy me decía esas cosas medio en broma, casi cariñosamente. E incluso cuando lo hacía de forma más desabrida, como cuando me dijo que dejara de llevar su ropa sucia a la lavandería porque podía hacerlo él mismo, la cosa nunca degeneraba en pelea. Esa vez le había preguntado:

– ¿Qué más da quién baje las toallas a la lavandería? A mí me pilla de camino.

A lo que él, sacudiendo la cabeza, había respondido:

– Mira, Kath, de mis cosas me ocuparé yo. Si fueras donante, lo entenderías.

Muy bien, me molestaba oírlo, pero era algo que podía olvidar fácilmente. En cambio, como he dicho, hubo una vez en la que el hecho de decirme que no era donante me sacó de mis casillas.

Sucedió aproximadamente una semana después de que llegara el aviso para su cuarta donación. Estábamos esperándolo, y habíamos hablado de ello largo y tendido. De hecho, hablando de su cuarta donación habíamos tenido algunas de nuestras conversaciones más íntimas desde nuestro viaje a Littlehampton. Hay donantes que quieren hablar de ello todo el tiempo, de un modo absurdo e incesante. Y hay quienes bromean sobre ello, y quienes ni siquiera quieren mencionarlo. Y luego está esa curiosa tendencia de los donantes a tratar la cuarta donación como algo merecedor de enhorabuenas. A un donante en «su cuarta», aun cuando se trate de alguien que hasta el momento no haya gozado de excesivas simpatías, se le trata con especial respeto. Hasta el personal médico lo halaga: cuando un donante en «su cuarta» va a hacerse los análisis, es acogido con sonrisas y apretones de manos por médicos y enfermeras. Bien, Tommy y yo charlamos de todo esto, a veces en tono jocoso y otras seria y concienzudamente. Abordamos los diferentes modos que había de enfrentarse a ello, y cuáles eran los más sensatos. Una vez, tendidos el uno junto al otro en la cama mientras la oscuridad iba cerniéndose sobre la habitación, Tommy dijo:

– ¿Sabes por qué es, Kath? ¿Sabes por qué todos nos preocupamos tanto por la cuarta? Porque no estamos seguros de que vayamos realmente a «completar». Si uno tuviera la certeza de que iba a «completar», todo se le haría mucho más fácil. Pero nadie puede darte esa certeza.

Yo llevaba ya un tiempo preguntándome si esto saldría a relucir algún día, y había pensado en cómo responderle. Pero cuando llegó el momento apenas supe qué decir. Así que dije:

– Son un montón de bobadas, Tommy. Pura palabrería. Ni siquiera merece la pena pensar en ello.

Pero Tommy sabía que no tenía nada en que apoyar mis protestas. Sabía, también, que eran interrogantes para los que ni siquiera los médicos tenían respuestas ciertas. Se ha hablado mucho de ello. De cómo quizá, después de la cuarta donación, aun cuando técnicamente hayas «completado», en cierta medida sigues conservando la conciencia; de cómo descubres que luego hay más donaciones, muchas más, al otro lado de esa línea divisoria; de cómo ya no hay más centros de recuperación, no más cuidadores, no más amigos; de cómo ya no hay nada que hacer más que estar atento a las donaciones que aún te esperan, hasta que éstas te extingan. Es una película de terror, y la mayoría de las veces la gente no quiere pensar en ello. Ni el personal médico, ni los cuidadores, ni, normalmente, los donantes mismos. Pero de cuando en cuando alguno de ellos lo saca a colación, como Tommy aquella tarde (hoy miro hacia atrás y me gustaría haber hablado de todo ello). El caso es que, después de que le pidiera que dejara de pensar en ello, que no era más que pura palabrería, los dos dejamos por completo el tema y hablamos de otras cosas. Tommy al menos me había hablado de lo que pensaba al respecto, y me alegraba que hubiera confiado en mí hasta tal punto. Lo que estoy queriendo decir es que, en general, tenía la impresión de que nos estábamos enfrentando a su cuarta donación muy bien juntos, y de que por eso me dejó tan anonadada lo que me había dicho aquel día en que paseamos por el campo.

Kingsfield no tiene mucho terreno. La Plaza es el obligado punto de reunión, y los espacios vacíos que hay detrás de los edificios tienen un aire de tierra baldía. El retazo más grande, que los donantes llaman «el campo», es un rectángulo lleno de maleza y cardos cercado por una alambrada. Siempre se ha hablado de convertirlo en una pradera de césped para disfrute de los donantes, pero hasta el día de hoy no se ha hecho nada al respecto. Pasear por él puede no resultar tan apacible a causa de la gran carretera de las cercanías. Pero cuando los donantes están inquietos y necesitan estirar las piernas tienden de todas formas a aventurarse a través de las zarzas y ortigas que lo pueblan. La mañana de que hablo había una niebla espesa, y yo sabía que el campo estaría empapado, pero Tommy había insistido en que saliéramos a dar un paseo. No es extraño, pues, que fuéramos los únicos paseantes en «el campo» (lo cual pareció complacer a Tommy). Después de bregar contra los matorrales durante un rato, se detuvo junto a la alambrada y se quedó mirando hacia la niebla vacía del otro lado. Y dijo:

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