Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Segunda Parte

10

A veces voy conduciendo por una larga y sinuosa carretera que atraviesa los pantanos, o a través de hileras de campos llenos de surcos, bajo un cielo grande y gris y sin el menor cambio en kilómetros y kilómetros, y me sorprendo pensando en el texto de mi trabajo, en el que se suponía que tenía que escribir entonces, cuando estábamos en las Cottages. Los custodios nos habían hablado de estos trabajos a lo largo de aquel último verano, tratando de ayudarnos a cada uno de nosotros a elegir el tema que habría de absorbernos provechosamente durante quizá dos años. Y aunque no sabría decir por qué -quizá veíamos algo en la actitud de los custodios-, nadie creía realmente que estos trabajos fueran tan importantes, y entre nosotros apenas hablábamos del asunto. Recuerdo cuando entré en el aula para decirle a la señorita Emily que el tema que había elegido era «la novela victoriana»; en realidad no había pensado demasiado en ello, y vi que ella se daba perfecta cuenta de mi escaso entusiasmo; se limitó a dirigirme una de sus miradas inquisitivas, y no dijo nada más.

Pero en cuanto llegamos a las Cottages estos trabajos cobraron una nueva importancia. En los primeros días -y, en el caso de algunos de nosotros, durante mucho más tiempo- fue como si cada cual se aferrara a su propio trabajo, la última tarea de Hailsham, una especie de obsequio de despedida de los custodios. Con los años llegarían a borrarse de nuestra mente, pero durante un tiempo aquellos trabajos nos ayudaron a mantenernos a flote en nuestro nuevo entorno.

Cuando hoy pienso en el mío, no hago sino evocarlo con cierto detenimiento: puedo dar con un enfoque absolutamente nuevo que no consideré entonces, o con diferentes escritores y obras que podría haber abordado. Estoy tomando café en una gasolinera, por ejemplo, mirando la autopista a través de los grandes ventanales, y ese trabajo acude a mi cabeza sin motivo alguno. Entonces disfruto allí sentada, repasándolo de nuevo de principio a fin. Sólo últimamente he barajado la idea de retomarlo y volver a trabajar en él, ahora que voy a dejar de ser cuidadora y voy a disponer de tiempo para hacerlo. Pero supongo que en el fondo no lo pienso en serio. Es una pizca de nostalgia que me ayuda a pasar el tiempo. Pienso en aquel trabajo del mismo modo en que podría pensar en un partido de rounders de Hailsham en el que hubiera jugado particularmente bien, o en una discusión ya remota para la que ahora se me ocurren montones de argumentos inteligentes que podría haber esgrimido entonces. Es en ese nivel en el que tiene lugar lo que digo, en el de los sueños de vigilia. Pero como ya he dicho, no era así cuando por primera vez llegamos a las Cottages.

Ocho de los que habíamos dejado Hailsham aquel verano fuimos a parar a las Cottages. Otros fueron a la Mansión Blanca, en las colinas galesas, o a la Granja de los Álamos, en Dorset. Entonces no sabíamos que todos estos lugares no tenían sino unos nexos muy lejanos con Hailsham. Al llegar a las Cottages esperábamos encontrar una versión de Hailsham para alumnos mayores, y supongo que así seguimos considerándolas durante un tiempo. Ciertamente no pensábamos mucho sobre nuestras vidas más allá de los límites de las Cottages, o sobre quiénes las regentaban, o de qué forma casaban con el mundo exterior. En aquellos días ninguno de nosotros pensaba mucho en esas cosas.

Las Cottages eran lo que quedaba de una granja que había dejado de funcionar unos años antes. Constaba de una vieja casa de labranza, y de graneros, anexos y establos diseminados a su alrededor que habían sido reformados para alojarnos. Había otras edificaciones más distantes, en la periferia, que prácticamente se estaban derrumbando, de las que apenas podíamos hacer uso pero de las que nos sentíamos vagamente responsables, sobre todo a causa de Keffers. Éste era un viejo gruñón que aparecía dos o tres veces por semana en su furgoneta embarrada para supervisar las Cottages. No le gustaba mucho hablar con nosotros, y su modo de hacer la ronda -siempre suspirando y sacudiendo la cabeza con expresión asqueada- dejaba bien claro que a su juicio ni por asomo estábamos cuidando bien el lugar. Pero jamás quedaba claro qué más quería que hiciéramos. A los recién llegados nos había entregado una lista de tareas, y los alumnos que ya estaban allí -«los veteranos», como Hannah los llamaba- habían fijado desde hacía tiempo unos turnos de trabajo que los ex alumnos de Hailsham acatamos con escrupulosidad. En realidad no había mucho más que hacer que dar parte de los canalones con goteras y limpiar con la fregona después de las inundaciones.

La vieja casa de labranza -el corazón de las Cottages- tenía varias chimeneas donde quemábamos los troncos cortados que se apilaban en los graneros. Si no encendíamos las chimeneas teníamos que arreglarnos con unas grandes estufas cuadradas (lo malo es que funcionaban con bombonas de gas, y a menos de que hiciera verdadero frío, Keffers no solía traer suficientes). Siempre le pedíamos que nos dejara las que necesitábamos, pero él sacudía la cabeza con aire sombrío, como si fuéramos a utilizarlas frívolamente o a hacerlas explotar. Así, recuerdo que la mayor parte del tiempo, salvo los meses de verano, hacía mucho frío. Te ponías dos, tres jerséis, y los vaqueros se te quedaban tiesos y fríos. A veces no nos quitábamos las botas de agua en todo el día, e íbamos dejando rastros de barro y de humedad por todas las habitaciones. Keffers, al ver esto, volvía a sacudir la cabeza, pero cuando le preguntábamos qué otra cosa podíamos hacer, en el estado en que estaba el piso, no respondía ni media palabra.

Puede que la forma en que lo cuento pueda dar a entender que allí todo era horrible, pero a ninguno de nosotros nos importaba en absoluto la falta de confort; formaba parte del encanto de vivir en las Cottages. A fuer de ser sinceros, sin embargo, la mayoría de nosotros habríamos admitido de buen grado -sobre todo al principio- que echábamos en falta a los custodios. Durante un tiempo, unos cuantos de nosotros incluso intentamos considerar a Keffers como a una especie de custodio, pero él se negó en redondo a entrar en el juego. Te acercabas a saludarle cuando le veías llegar en su furgoneta, y él se quedaba mirándote como si estuvieras loco. En realidad, era algo que se nos había repetido una y otra vez: después de Hailsham ya no habría más custodios, y tendríamos que cuidarnos los unos de los otros. Y he de decir que, en general, Hailsham nos preparó muy bien en tal sentido.

La mayoría de los compañeros con los que había tenido cierta intimidad en Hailsham vinieron también a las Cottages aquel verano. No me habría importado que viniera Cynthia E., la chica que aquella vez en el Aula de Arte había dicho que yo era la «sucesora natural» de Ruth, pero fue a Dorset con el resto de su grupo. Y oí que Harry, el chico con quien por poco me inicio en el sexo, había ido a Gales. Pero todos los de nuestro grupo habíamos seguido juntos. Y si alguna vez echábamos de menos a los demás, siempre podíamos decirnos que nada nos impedía que fuéramos a visitarles. A pesar de todas las clases de la señorita Emily, a la sazón aún no teníamos una idea cabal de las distancias, ni de lo fácil o difícil que era llegar a este o aquel sitio. Hablábamos de pedirles a los veteranos que nos llevaran con ellos cuando fueran de viaje, o de que con el tiempo aprenderíamos a conducir y podríamos ir a ver a nuestros compañeros del pasado siempre que quisiéramos.

Claro que en la práctica, sobre todo durante los primeros meses, raras veces salíamos de los confines de las Cottages. Ni siquiera paseábamos por los campos de los alrededores ni nos aventurábamos hasta el pueblo más cercano. Pero no creo que tuviéramos miedo exactamente. Sabíamos que nadie nos prohibiría salir de los límites de las Cottages, siempre que estuviéramos de vuelta el día y a la hora en que Keffers debía anotarnos en su libro de registro. El verano de nuestra llegada, veíamos constantemente cómo los veteranos hacían sus bolsas y mochilas y se iban para dos o tres días, lo que a nosotros nos parecía un relajo temerario. Los observábamos con asombro, y nos preguntábamos si al año siguiente nosotros haríamos lo mismo. Lo haríamos, por supuesto, pero durante nuestra primera etapa fue algo sencillamente inimaginable. No hay que olvidar que hasta entonces jamás habíamos salido de los terrenos de Hailsham, y estábamos un tanto desconcertados. Si alguien me hubiera dicho entonces que antes de que pasara un año no sólo iba a acostumbrarme a dar largos paseos sola, sino que empezaría también a aprender a conducir un coche, habría pensado que estaba loco.

Hasta Ruth se había sentido amilanada aquel día soleado en que el minibús nos dejó delante de la casa de labranza, rodeó el pequeño estanque y desapareció ladera arriba. A lo lejos veíamos colinas que nos recordaban a las también distantes colinas de Hailsham, pero se nos antojaban extrañamente tortuosas, como cuando dibujas a un amigo y te sale bien, pero no perfecto, y la cara que ves en la hoja te pone los pelos de punta. Pero al menos era verano, y en las Cottages las cosas aún no se habían puesto como se pondrían unos meses después, con la proliferación de charcos helados y la tierra congelada y áspera y dura como la piedra. El sitio era hermoso y acogedor, con hierba crecida por todas partes (una auténtica novedad para nosotros). Al llegar nos quedamos allí quietos, los ocho hechos una piña, mirando cómo Keffers entraba y salía de la casa, aguardando a que de un momento a otro nos dirigiera la palabra. Pero no lo hizo, y lo único que le pudimos oír fue las irritadas frases que masculló sobre los alumnos que ya vivían en la granja. Salió a coger algo de la furgoneta, nos echó una mirada lúgubre, volvió a entrar en la casa y cerró la puerta a su espalda.

No mucho después, sin embargo, los veteranos, que se habían estado divirtiendo un rato al ver nuestro aire patético -nosotros haríamos más o menos lo mismo el verano siguiente-, salieron y se hicieron cargo de nosotros. De hecho, al recordarlo, me doy cuenta de que tuvieron que dejar lo que estaban haciendo para ayudarnos a instalarnos. Pero las primeras semanas fueron muy extrañas, y nos sentíamos felices de tenernos unos a otros. Siempre íbamos juntos a todas partes, y pasábamos largos ratos fuera de la casa, de pie, sin saber muy bien qué hacer, con aire desmañado.

Es extraño recordar cómo fue todo al principio, porque cuando pienso en los dos años que pasamos en las Cottages, aquel aturdido y asustado comienzo no parece casar bien con todo lo demás. Si alguien menciona hoy las Cottages, lo que me viene a la cabeza es una serie de días sin complicaciones, en los que entrábamos y salíamos de los cuartos de unos y otros, y en la languidez con que la tarde entraba en la noche; y mi montón de viejos libros de bolsillo, con las hojas blandas y combadas, como si alguna vez hubieran pertenecido al mar. Pienso en cómo solía leerlos, tendida boca abajo en la hierba en las tardes cálidas, con el pelo -en aquellos días me lo estaba dejando largo- siempre cayéndome por la cara y entorpeciéndome la visión. Pienso en mi despertar por las mañanas en lo alto del Granero Negro, mientras me llegaban las voces de los alumnos que discutían de poesía o filosofía en el campo. O en los largos inviernos, en los desayunos en las cocinas humeantes, alrededor de la mesa, entre conversaciones sobre Kafka o Picasso llenas de meandros. En el desayuno siempre manteníamos este tipo de debates; nunca con quién había tenido sexo alguien la noche anterior, o por qué Larry y Helen habían dejado de hablarse.

25
{"b":"92891","o":1}