Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Tercera Parte

18

El trabajo de cuidadora, en líneas generales, me satisfizo. Podría decirse incluso que me hizo dar lo mejor de mí misma. Pero alguna gente no está hecha para ese tipo de ocupación, y para ellos todo se convierte en una verdadera lucha. Puede que empiecen de un modo positivo, pero luego viene todo ese tiempo junto al dolor y la aflicción. Y tarde o temprano un donante no logra consumar la donación, aunque se trate tan sólo, pongamos, de la segunda donación y en absoluto se haya previsto que pudieran surgir complicaciones. Cuando un donante «completa» así, de forma totalmente imprevista, poco importa lo que te digan luego las enfermeras, o esa carta que te reitera que están seguros de que tú has hecho todo lo que estaba en tu mano y que esperan que sigas realizando bien tu trabajo. Durante un tiempo, al menos, te desmoralizas. Algunos de nosotros aprenden muy rápidamente a afrontarlo. Pero otros -como Laura, por ejemplo- jamás lo consiguen.

Luego está la soledad. Creces rodeado de una multitud de personas, y eso es, por tanto, lo que has conocido siempre, y de pronto te conviertes en cuidador. Y te pasas horas y horas solo, conduciendo a través del país, de centro en centro, de hospital en hospital, durmiendo cada día en un sitio, sin nadie con quien hablar de tus preocupaciones, sin nadie con quien reír. Sólo de cuando en cuando te topas con algún condiscípulo del pasado -un cuidador o un donante que reconoces de los viejos tiempos-, pero nunca dispones de mucho tiempo. Siempre estás con prisas, o estás demasiado exhausta para mantener una conversación como es debido. Y pronto las largas horas, el continuo viajar, el sueño interrumpido se han instalado en tu ser y han llegado a formar parte de tu persona. Y todo el mundo puede verlo, en tu manera de estar, en tu mirada, en el modo en que te mueves y hablas.

No pretendo afirmar que soy inmune a todo esto, pero he aprendido a vivir con ello. A algunos cuidadores, sin embargo, la mera actitud les traiciona. Muchos de ellos -lo sabes nada más verlos- no hacen sino cumplir el expediente, a la espera de que un día les digan que pueden parar y convertirse en donantes. Me irrita también la forma en que tantos de ellos «se encogen» en cuanto ponen un pie en un hospital. No saben qué decir a los médicos, son incapaces de hablar en favor de sus donantes. No es extraño que acaben frustrados y culpándose a sí mismos cuando las cosas salen mal. Yo trato de no ser un fastidio para nadie, pero me las he arreglado para hacerme oír cuando lo he juzgado necesario. Y cuando las cosas van mal, por supuesto que me disgusto, pero al menos puedo sentir que he hecho lo que he podido y sigo viendo la verdadera dimensión de las cosas.

Incluso he llegado a lograr que me guste la soledad. Eso no quiere decir que no desee tener un poco más de compañía cuando acabe el año y termine con todo esto. Pero me gusta la sensación de montar en mi pequeño coche, sabiendo que durante las dos horas siguientes estaré en la carretera con la sola compañía del asfalto, de ese gran cielo gris y de mis ensueños de vigilia. Y si me encuentro en una ciudad cualquiera y tengo unos minutos para mí, los disfrutaré deambulando por sus calles y mirando sus escaparates. Aquí, en mi cuarto amueblado, tengo estas cuatro lámparas de mesa, cada una de un color diferente pero las cuatro de diseño idéntico, y con el brazo flexible, de forma que puedes orientarlas hacia donde quieras. Así que quizá me ponga a buscar alguna tienda con una lámpara de ésas en el escaparate, no para comprarla, sino para compararla con las que tengo en casa.

A veces me siento tan inmersa en mi propia compañía que si de improviso me topo con alguien que conozco, es como una especie de conmoción y tengo que sobreponerme para actuar con normalidad. Y fue así la mañana en que, cruzando el aparcamiento azotado por el viento de una gasolinera, vi de pronto a Laura, sentada al volante de uno de los coches aparcados, con la mirada perdida en dirección a la autopista. Estaba aún un poco lejos, y durante un instante fugaz, aunque no nos habíamos visto desde las Cottages, siete años atrás, estuve tentada de hacer como si no la hubiera visto y seguir caminando. Una reacción extraña, lo sé, si se considera que era una de mis amigas más íntimas. Como digo, puede que fuera en parte porque no me gusta que se me saque bruscamente de mis ensoñaciones. Pero también, supongo, que al ver a Laura allí hundida en el asiento me di cuenta al instante de que se había convertido en uno de esos cuidadores de los que estaba hablando, y una parte de mí no quiso tener nada que ver con ella.

Pero por supuesto, fui a hablar con ella. El viento frío me golpeó con fuerza mientras me dirigía hacia su coche de cinco puertas, aparcado lejos de los demás vehículos. Laura llevaba un anorak azul demasiado holgado, y el pelo mucho más corto que el que solía llevar en el pasado, y pegado a la frente. Cuando di unos golpecitos a la ventanilla, ella no dio ningún respingo, ni pareció sorprendida al verme después de todos aquellos años. Era casi como si hubiera estado allí en su coche esperando precisamente a alguien del pasado, si no a mí precisamente, sí a cualquier otro ex alumno de Hailsham. Y ahora que me veía aparecer a mí su primer pensamiento pareció ser: «¡Al fin!», porque vi que sus hombros se movían como cuando uno deja escapar un suspiro, y luego, sin más, se inclinó hacia el asiento del acompañante para abrirme la portezuela.

Charlamos durante unos veinte minutos. Apuré el tiempo hasta que no me quedó más remedio que marcharme. Hablamos sobre todo de ella: de lo agotada que estaba, de lo difícil que era uno de sus donantes, de lo mucho que detestaba a este médico o a aquella enfermera. Esperaba ver algún destello de la antigua Laura, con su sonrisa traviesa y sus eternas chanzas, pero no logré atisbar en ella nada de eso. Hablaba más deprisa de lo que acostumbraba a hacerlo entonces, y aunque parecía contenta de verme, varias veces me dio la impresión de que, con tal de haber podido hablar, no le habría importado demasiado que no hubiera sido conmigo sino con cualquier otra persona.

Quizá las dos sentimos que había algo peligroso en hablar de los viejos tiempos, porque durante mucho rato evitamos abordar el tema. Al final, de todas formas, acabamos hablando de Ruth, con quien Laura había coincidido en una clínica hacía unos años, cuando Ruth todavía era cuidadora. Empecé a interrogarla acerca de cómo estaba Ruth, y la vi tan reacia a hablarme de ello que acabé por decirle:

– Pero Laura, seguro que hablasteis de algo…

Dejó escapar un largo suspiro antes de decir:

– Ya sabes lo que suele pasar. Las dos teníamos muchísima prisa. -Luego añadió-: De todas formas, allá en las Cottages no nos habíamos separado precisamente como las mejores amigas. Así que quizá no estábamos tan encantadas de volver a vernos.

– No sabía que hubierais reñido también vosotras -dije.

Se encogió de hombros.

– No fue nada tremendo. Ya sabes cómo era Ruth entonces. Y, después de que tú te fueras, se volvió aún peor. Ya sabes, siempre diciéndole a todo el mundo lo que tenía que hacer. Así que yo procuraba mantenerme fuera de su alcance, eso fue todo. Nunca tuvimos una gran pelea ni nada parecido. ¿Así que no la has visto desde entonces?

– No. Es extraño, pero no la he vuelto a ver.

– Sí, es extraño. Lo normal sería que hubiéramos coincidido unos con otros mucho más a menudo. Yo he visto a Hannah unas cuantas veces. Y también a Michael H. -Calló, y luego dijo-: He oído un rumor: que Ruth tuvo una primera donación verdaderamente horrible. Es sólo un rumor, pero lo he oído más de una vez.

– También yo lo he oído.

– Pobre Ruth.

Nos quedamos en silencio unos instantes. Y al final Laura preguntó:

– Está bien, ¿no? Que ahora te dejen escoger a tus donantes.

No me lo preguntó en el tono acusador que en ocasiones emplean algunos, así que asentí con la cabeza y dije:

– No siempre. Pero a mí me ha ido bien con unos cuantos. Así que sí, que me dejan decirles mis preferencias de vez en cuando.

– Pues si puedes elegir -dijo Laura-, ¿por qué no te haces cuidadora de Ruth?

Me encogí de hombros.

– Ya lo he pensado. Pero no estoy muy segura de que sea una buena idea.

Laura pareció desconcertada.

– Pero tú y Ruth… Fuisteis siempre tan buenas amigas.

– Sí, supongo que sí. Pero me pasó como a ti, Laura. Al final acabamos no siendo tan buenas amigas.

– Oh, pero eso fue hace mucho tiempo. Ruth ha tenido una racha pésima. Y he oído que también ha tenido problemas con sus cuidadores. Han tenido que cambiárselos muchas veces.

– No me sorprende, la verdad -dije-. ¿Te imaginas? ¿Ser la cuidadora de Ruth?

Laura se echó a reír, y durante unos segundos vi en sus ojos un destello que me hizo pensar que al fin iba a hacer uno de sus comentarios socarrones. Pero el destello cesó, y Laura siguió allí sentada frente al volante, con aire de gran cansancio.

Hablamos un poco más de sus problemas, en especial de cierta enfermera jefe que la tenía tomada con ella. Había llegado el momento de irme; abrí la puerta del coche y le dije que teníamos que seguir hablando la próxima vez que nos viéramos. Pero mientras lo decía las dos éramos profundamente conscientes de algo que aún no habíamos mencionado, y creo que las dos sentimos que no estaba bien en absoluto que nos despidiéramos de ese modo. De hecho, hoy tengo la certeza de que en aquel momento nuestras mentes discurrían por idénticos senderos, y le oí decir:

– Es muy extraño. Pensar que todo pertenece al pasado…

Me volví en el asiento para mirarla otra vez.

– Sí. Es realmente extraño -dije-. Me parece increíble que haya desaparecido para siempre.

– Tan extraño… -repitió Laura-. Supongo que ahora ya me tendría que dar igual. Pero no es así.

– Sé lo que quieres decir.

Fue este último intercambio, cuando finalmente mencionamos el cierre de Hailsham, lo que de pronto nos acercó como en otros tiempos, y nos abrazamos de forma absolutamente espontánea, no tanto para consolarnos como para afirmar Hailsham, el hecho de que aún pervivía en la memoria de ambas. Y acto seguido me apeé y me dirigí apresuradamente hacia mi coche.

Había empezado a oír rumores del cierre de Hailsham aproximadamente un año antes de mi encuentro con Laura en aquel aparcamiento. Estaba hablando con un cuidador o con un donante, por ejemplo, y en un momento dado éste lo mencionaba de pasada, como convencido de que yo tenía que saberlo con todo detalle. «Usted estuvo en Hailsham, ¿no? ¿Así que es cierto?» O algo parecido. Entonces, un día en que estaba saliendo de una clínica de Suffolk, me topé con Roger C, que había estado en un curso posterior al mío, y me contó lo que sin ningún género de dudas estaba a punto de pasar con Hailsham. Iban a cerrarlo en cualquier momento, y tenían planeado vender la casa y los terrenos a una cadena de hoteles. Recuerdo bien mi primera reacción al oírlo.

42
{"b":"92891","o":1}