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– Y ¿qué va a pasar con sus alumnos? -dije.

Roger, como es obvio, pensó que me refería a los alumnos que seguían en Hailsham, los pequeños que dependían de sus custodios, y puso cara de preocupación, y empezó a barajar posibilidades sobre cómo tendrían que trasladarlos a otras casas del país, pese a que algunas de ellas estuvieran muy lejos de Hailsham. Pero eso no era lo que yo había querido decir, por supuesto. Yo me refería a nosotros, a todos los alumnos que habían crecido conmigo y se hallaban ahora diseminados por el país, a cuidadores y donantes, separados hoy pero aún vinculados de algún modo al lugar de donde todos proveníamos.

Aquella misma noche, tratando de dormir en un hostal de paso, no podía dejar de pensar en algo que me había sucedido unos días antes. Había estado en una ciudad de la costa norte de Gales. Aunque no había dejado de llover con fuerza durante toda la mañana, después del almuerzo había escampado y había salido un poco el sol. Volvía paseando hacia donde había dejado el coche por una de esas largas carreteras rectas que bordean el mar, y no había casi gente, así que veía ante mí una línea ininterrumpida de adoquines mojados. Al rato, como a unos treinta metros frente a mí, se paró una furgoneta, y bajó de ella un hombre vestido de payaso. Abrió la puerta trasera y sacó un montón de globos de helio, como una docena, y durante un momento estuvo sosteniéndolos en una mano mientras con la otra revolvía la trasera de la furgoneta en busca de algo. Cuando me acerqué pude apreciar que los globos tenían caras -con orejas bien moldeadas- que me miraban como una pequeña tribu y se bamboleaban en el aire, por encima de su dueño, esperándole.

Entonces el payaso se enderezó, cerró la puerta trasera de la furgoneta y echó a andar en mi misma dirección, varios pasos por delante, con una pequeña maleta en una mano y los globos en la otra. El paseo marítimo era largo y recto, y caminé detrás del payaso durante lo que me pareció una eternidad. A veces me sentía incómoda ante la situación, y llegué incluso a pensar que el hombre acabaría por darse la vuelta para decirme algo; pero como aquél era el camino que debía seguir, no podía hacer nada para remediarlo. El payaso y yo seguimos, pues, caminando por el empedrado desierto, aún mojado de la lluvia de la mañana, y los globos chocaban unos contra otros y me sonreían. De vez en cuando, veía la mano del payaso, donde convergían todos los cordeles, y me daba cuenta de que los llevaba bien entrelazados y sujetos en el puño cerrado. Aun así, temía que uno de los cordeles pudiera soltarse y el globo libre escapase hacia lo alto y se perdiera en el cielo encapotado.

Acostada y en vela, pues, la noche siguiente a mi encuentro con Roger, no podía dejar de ver aquellos globos de días antes. Pensé en el cierre de Hailsham, y en qué pasaría si alguien se hubiera acercado al hombre de los globos con unas tijeras y hubiera cortado el manojo de cordeles justo donde se entrelazaban, un poco por encima del puño del payaso. En cuanto esto sucediera, los globos se alzarían por separado y dejarían de pertenecer al mismo grupo para siempre. Cuando me estaba contando lo del cierre de Hailsham, Roger había hecho un comentario: imaginaba que para nosotros tal cierre no habría de suponer gran cosa. Y, en cierto modo, tal vez no le faltaba razón. Pero resultaba turbador el pensamiento de que las cosas allí no continuaban como de costumbre; de que custodios como la señorita Geraldine, por ejemplo, no estuvieran dando instrucciones a los grupos de alumnos de secundaria en el Campo de Deportes Norte.

En los meses que siguieron a mi conversación con Roger, no podía dejar de pensar en ello, en el cierre de Hailsham y en todas sus consecuencias. Y supongo que empecé a tomar conciencia de que todas aquellas cosas que siempre había querido hacer y que jamás dudé que llegaría a hacer tarde o temprano, debía hacerlas pronto o me quedaría definitivamente sin hacerlas. No es que me entrara el pánico o algo semejante. Pero sin duda era como si la desaparición de Hailsham lo hubiera sacudido todo a mi alrededor. Por eso, lo que Laura me había dicho aquel día -sobre convertirme en la cuidadora de Ruth- me había causado un gran impacto, por mucho que me hubiera mostrado tan evasiva con ella en aquel momento. Era casi como si una parte de mí ya hubiera tomado esa decisión, y las palabras de Laura no hubieran hecho sino destapar un velo que la hubiera estado cubriendo.

Me presenté por primera vez en el centro de recuperación de Ruth en Dover -una institución moderna, con paredes de azulejos blancos- unas semanas después de mi conversación con Laura. Habían transcurrido unos dos meses desde la primera donación de Ruth, que, como Laura había dicho, no había tenido ningún éxito. Cuando entré en su habitación, la vi sentada en el borde de la cama, en camisón, y me dirigió una gran sonrisa. Se levantó para darme un abrazo, pero se sentó casi de inmediato. Me dijo que me veía mejor que nunca, y que el pelo me quedaba de maravilla. Yo también le dije cosas bonitas a ella, y durante la media hora siguiente creo que estuvimos verdaderamente encantadas de volver a vernos. Charlamos de todo tipo de cosas -de Hailsham, de las Cottages, de lo que habíamos hecho desde entonces-, y era como si pudiéramos seguir charlando y charlando eternamente. Dicho de otro modo, fue un comienzo muy esperanzador (mucho más, en cualquier caso, de lo yo que me había atrevido a imaginar). Aun así, aquella primera vez no dijimos nada del modo en que nos habíamos separado. Quizá si hubiéramos hablado de ello desde el comienzo las cosas habrían sido diferentes, quién sabe. El caso es que orillamos el asunto, y cuando llevábamos hablando un buen rato parecíamos de acuerdo en fingir que nada había sucedido entre nosotras.

No habría sido un gran error si aquella entrevista hubiera sido la única. Pero en cuanto me convertí oficialmente en su cuidadora y empecé a verla con regularidad, la sensación de que algo no iba bien se hizo cada día más intensa. Di en el hábito de ir a verla tres o cuatro veces a la semana, al caer la tarde, con agua mineral y un paquete de sus galletas preferidas, y todo tendría que haber sido maravilloso, pero al principio fue cualquier cosa salvo eso. Empezábamos a hablar de algo -de algo completamente inocuo-, y sin ninguna razón aparente acabábamos callándonos. O, si lográbamos seguir con una conversación el tiempo suficiente, cuanto más duraba más cautelosa y forzada se volvía.

Y una tarde en que iba yo por el pasillo de su planta a visitarla oí a alguien en las duchas que había frente a su cuarto. Imaginé que era Ruth, y entré en su cuarto para esperarla, y me quedé contemplando la vista que se disfrutaba desde la ventana, que dominaba todos los tejados cercanos. Al cabo de unos cinco minutos entró Ruth envuelta en una toalla. Si he de ser justa -no me esperaba hasta una hora más tarde-, diré que inmediatamente después de una ducha, sin más ropa que una toalla, todos nos sentimos un poco vulnerables. La expresión de alarma que se dibujó en su cara, sin embargo, me dejó absolutamente desconcertada. Creo que debo explicar un poco esto. Por supuesto, ya había imaginado que se sorprendería al verme. Pero el caso es que, después de haberme visto, y de decirse a sí misma que era yo, hubo un nítido segundo, quizá dos, en que siguió mirándome si no con miedo sí con auténtica cautela. Era como si hubiera estado esperando y esperando mi llegada para que le hiciera algo, y pensara que el momento había llegado.

La expresión se borró de su semblante un instante después, y seguimos comportándonos como de costumbre, pero aquel incidente supuso para nosotras una verdadera sacudida. A mí me hizo darme cuenta de que Ruth no confiaba en mí, y entraba dentro de lo probable incluso que ni ella misma hubiera sido cabalmente consciente de ello hasta ese instante. En cualquier caso, a partir de aquel día las cosas empeoraron entre nosotras. Era como si hubiéramos rociado el aire con algo que, en lugar de despejarlo, nos hubiera hecho más conscientes que nunca de todo lo que nos separaba. La cosa llegó al punto de que, antes de subir a verla, me quedaba unos minutos en el coche haciendo acopio de fuerzas para afrontar la dura prueba que me esperaba. Después de una revisión, cuando terminamos todos sus chequeos en un silencio sepulcral, nos sentamos y soportamos otro largo tramo de silencio, y yo ya estaba a punto de decidirme a informar de que no había resultado, y que debía dejar de ser su cuidadora. Pero todo volvió a cambiar de nuevo, y la causa de ello fue el barco.

Sólo Dios sabe cómo funcionan estas cosas. A veces es una broma en particular, a veces un rumor. Viaja de centro en centro, y se propaga por todo el país en cuestión de días, y de pronto todo donante habla de ello. Bien, en esta ocasión se refería a un barco. La primera vez que oí hablar de ello fue a un par de donantes míos en el norte de Gales. Luego, unos días después, también Ruth me habló de ello. Me sentía aliviada de que hubiéramos dado con algo de que hablar, y le animé a que continuara.

– El cuidador del chico de la planta siguiente -dijo- acaba de venir de verlo. Dice que no está lejos de la carretera, así que cualquiera puede llegar hasta él sin demasiados problemas. Es un barco plantado ahí mismo, varado en medio de las marismas.

– ¿Cómo ha llegado ahí? -pregunté.

– ¿Cómo voy a saberlo? Quizá querían deshacerse de él, sea quien sea su propietario. O puede que en algún momento, cuando todo estaba inundado, se deslizara hasta aquí y luego quedara encallado. Quién sabe. Parece que es un viejo barco de pesca. Con una pequeña cabina en la que podrían caber, apretados, un par de pescadores en días de tormenta.

Las veces siguientes que fui a verla, siempre se las arreglaba para volver a tocar el tema del barco. Y una tarde, cuando empezó a contarme cómo a uno de los donantes internados en el centro lo había llevado su cuidador a ver el barco, le dije:

– Mira, no está lo que se dice cerca, ¿sabes? Se tarda como una hora en coche, puede que una hora y media.

– No estaba sugiriendo nada. Sé que tienes otros donantes de los que ocuparte.

– Pero a ti te gustaría verlo. Te encantaría ver ese barco, ¿verdad, Ruth?

– Supongo que sí. Supongo que me gustaría. Te pasas día tras día aquí metida. Sí, sería estupendo ver algo así.

– ¿Y no piensas -dije con voz suave, sin un ápice de sarcasmo- que, ya que tendríamos que hacer todo ese viaje, deberíamos pensar en la posibilidad de visitar a Tommy? ¿No está su centro en la misma carretera donde se supone que está el barco?

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