Литмир - Электронная Библиотека
A
A

La cara de Ruth no dejó traslucir nada al principio.

– Supongo que sí, que podríamos pensarlo -dijo. Luego se echó a reír, y añadió-: De verdad, Kathy, no es ésa la única razón por la que no hago más que hablar del barco. Quiero ver el barco, por el barco mismo. Últimamente me he pasado el tiempo entrando y saliendo de hospitales, y ahora estoy aquí encerrada. Las cosas como ésta importan mucho más que en otro tiempo. Pero de acuerdo, lo sabía. Sabía que Tommy estaba en ese centro de Kingsfield.

– ¿Estás segura de que quieres verle?

– Sí -dijo Ruth, sin la menor vacilación, mirándome de frente-. Sí, quiero verle. -Luego, en voz baja, dijo-: No he visto a ese chico desde hace muchísimo tiempo. Desde que estuvimos en las Cottages.

Al fin, pues, hablamos de Tommy. No entramos a fondo en el asunto y no me enteré de mucho más de lo que ya sabía. Pero creo que las dos nos sentimos mejor al haber hablado finalmente de Tommy. Ruth me contó que, cuando dejó las Cottages el otoño siguiente a mi partida, Tommy y ella hacían la vida más o menos por su cuenta.

– Como de todas formas íbamos a tener el adiestramiento en sitios diferentes -dijo-, no merecía la pena que hubiera una ruptura en toda regla. Así que seguimos juntos hasta que me marché.

Y, al llegar a este punto, ya no dijimos mucho más sobre el asunto.

En cuanto al viaje para ver el barco, la primera vez que hablamos de ello ni accedí ni me negué a llevarla. Pero en las dos semanas siguientes Ruth siguió insistiendo e insistiendo, y al final envié un mensaje al cuidador de Tommy a través de un contacto, diciendo que a menos que Tommy nos comunicara lo contrario, nos presentaríamos en Kingsfield un día determinado de la semana siguiente, por la tarde.

19

En aquellos días yo apenas conocía Kingsfield, así que Ruth y yo tuvimos que consultar el mapa varias veces, lo cual nos hizo llegar varios minutos tarde. No está bien equipado, en lo que a centros de recuperación se refiere, y si no fuera por las resonancias que hoy día despierta en mí no sería un sitio que estuviera deseando volver a visitar. Es un centro situado en un lugar apartado y de difícil acceso, y, pese a ello, cuando llegas a él no sientes una paz ni una quietud especiales. Sigues oyendo el tráfico de las grandes carreteras de más allá de las vallas, y tienes la sensación de que nunca han conseguido acondicionar el lugar como es debido. A muchas de las habitaciones de los donantes no se puede acceder con silla de ruedas, o hace mucho calor o hay demasiadas corrientes en ellas. No hay suficientes cuartos de baño, y los que hay no se pueden mantener limpios fácilmente, y en invierno son heladores y normalmente están demasiado lejos de los cuartos de los donantes. Kingsfield, en suma, deja mucho que desear y no puede ni compararse con el centro de Ruth en Dover, con sus relucientes azulejos y sus dobles ventanas que se cierran herméticamente con sólo girar la manilla.

Más tarde, cuando Kingsfield era ya el lugar familiar e inestimable en que llegaría a convertirse, en uno de los edificios de la administración vi un día una fotografía en blanco y negro enmarcada de Kingsfield antes de su remodelación, cuando aún era un campamento para familias en vacaciones. La fotografía probablemente se había tomado a finales de la década de los años cincuenta o principios de la de los sesenta, y muestra una gran piscina rectangular con un montón de gente feliz -padres, niños- chapoteando y pasándolo en grande. Alrededor de la piscina todo es cemento, pero la gente ha instalado hamacas y tumbonas, y grandes sombrillas para protegerse del sol. Cuando vi esto por primera vez, me resultó difícil darme cuenta de que se trataba de lo que los donantes hoy llaman «la Plaza», el sitio donde te paras cuando llegas en coche al centro. Por supuesto, el hueco de la piscina ya no existe, pero aún se distingue la línea del perímetro, y a un extremo de ese cuadrilátero han dejado en pie -como ejemplo de esa aura de cosa inacabada del lugar- la estructura de metal del trampolín más alto. Sólo cuando vi la fotografía entendí lo que era aquella estructura y por qué estaba allí, y hoy, cada vez que la veo, no puedo evitar imaginarme a un bañista lanzándose desde lo alto del trampolín y estrellándose contra el cemento.

Tal vez no habría reconocido fácilmente la Plaza en la fotografía de no haber sido por los edificios blancos de dos plantas y aspecto de bunker situados en los tres lados visibles de la zona de la piscina. Las familias debían de alojarse en ellos en las vacaciones, y aunque supongo que el interior habrá cambiado mucho, el exterior sigue siendo bastante parecido. Pienso que, en cierto modo, la Plaza actual no es tan diferente de lo que entonces fue la piscina. Es el núcleo social del centro, el lugar adonde los donantes salen a tomar un poco el aire y a charlar un rato. Alrededor de la Plaza hay unos cuantos bancos de madera tipo picnic, pero los donantes -sobre todo cuando el sol es muy fuerte, o llueve- prefieren reunirse bajo el tejado plano y saliente de la sala de recreo situada al fondo, detrás del viejo armazón del trampolín.

La tarde en que Ruth y yo fuimos a Kingsfield, el cielo estaba nublado y hacia frío, y cuando llegamos la Plaza estaba desierta (sólo se divisaban unas seis o siete figuras desvaídas bajo el tejado saliente). Cuando detuve el coche, junto a la vieja piscina -cuya existencia desconocía entonces, obviamente-, una de las figuras se separó del grupo y vino hacia nosotras. Era Tommy. Llevaba una chaqueta de chándal verde y descolorida, y parecía haber engordado unos cinco kilos desde la última vez que lo había visto.

A mi lado, Ruth, durante un instante, pareció presa del pánico.

– ¿Qué hacemos? -dijo-. ¿Nos bajamos? No, no. No te muevas, no te muevas.

No sé qué estaría yo a punto de hacer, pero cuando Ruth me dijo esto -quién sabe por qué, y sin pensarlo realmente-, me bajé del coche. Ruth se quedó en su asiento, y ésa fue la razón por la que, al llegar Tommy al coche, su mirada se posó en mí en primer lugar, y fui la primera a quien dio un abrazo. Pude percibir en él el olor de alguna sustancia médica que no supe identificar. Luego, aunque aún no nos habíamos dicho nada, ambos sentimos que Ruth nos estaba mirando desde el interior del coche, y nos separamos.

El cielo se reflejaba con fuerza en el parabrisas, y no podía ver bien a Ruth. Pero me dio la impresión de que tenía una expresión seria, casi impávida, como si Tommy y yo fuéramos personajes de una obra de teatro que estuviera viendo. Había algo extraño en su expresión, y me sentí incómoda. Tommy, entonces, me dejó a un lado y se dirigió hacia el coche. Abrió una de las puertas traseras y se sentó en un asiento; y ahora era yo quien les miraba: se dijeron unas palabras, se dieron unos besos corteses en la mejilla.

Al otro extremo de la Plaza, los donantes que seguían bajo el tejado miraban también, y, aunque no sentía la menor animosidad contra ellos, de pronto deseé marcharme de allí cuanto antes. Pero no me monté en el coche de inmediato, porque quería que Tommy y Ruth tuvieran un poco más de tiempo a solas.

Avanzamos a través de senderos estrechos y serpeantes. Y llegamos a una campiña abierta y monótona y enfilamos una carretera casi vacía. Lo que recuerdo de aquella parte de nuestra excursión para ver el barco es que, por primera vez en una larga temporada, el sol se puso a brillar débilmente a través de la grisura de las nubes, y que cada vez que miraba a Ruth, que iba a mi lado, la veía con una sonrisa apacible. En cuanto a los temas de los que hablamos, lo que recuerdo es que nos comportábamos en gran medida como si nos hubiéramos estado viendo con regularidad y no tuviéramos la menor necesidad de hablar de nada que no fuera lo que nos esperaba en los minutos inmediatamente siguientes. Le pregunté a Tommy si ya había visto el barco, y él me respondió que no, que aún no había ido a verlo, pero que muchos otros donantes del centro sí lo habían visto (también a él se le habían presentado varias oportunidades de hacerlo, pero no las había aprovechado).

– No es que no quisiera ir a verlo -dijo, inclinándose hacia delante desde el asiento trasero-. Pero no me apetecía mucho, la verdad. Estuve a punto de ir una vez, con un par de compañeros y sus cuidadores, pero tuve unas hemorragias y no pude.

Luego, un poco más adelante -seguíamos surcando la campiña desierta-, Ruth se volvió todo lo que pudo en el asiento, hasta encarar directamente a Tommy, y se quedó así, mirándole. Seguía con su tenue sonrisa en el semblante, pero no dijo nada, y yo, por el retrovisor, veía a Tommy con aire claramente incómodo. Miraba por la ventanilla de su lado, y luego miraba a Ruth, y luego otra vez por la ventanilla. Al cabo de un rato, sin dejar de mirar fijamente a Tommy, Ruth empezó a contar una complicada anécdota sobre no sé qué donante de su centro, alguien de quien Tommy y yo no habíamos oído hablar nunca, y durante su relato no dejó de mirar a su antiguo novio ni un instante, sin que la sonrisa amable se le borrara en ningún momento del semblante. Bien porque la anécdota en cuestión me empezaba a aburrir sobremanera, bien porque lo que quería era ayudar al pobre Tommy, al cabo de un par de minutos la interrumpí diciendo:

– Sí, vale, vale… No necesitamos saber hasta los mínimos detalles de esa mujer…

Lo dije sin malicia, sin segundas intenciones. Pero antes de que hubiera acabado de decirlo, antes incluso de que Ruth llegara a callarse por completo, Tommy dejó escapar una risa repentina, una especie de explosión, un ruido que jamás le había oído antes. Y dijo:

– Eso es exactamente lo que estaba a punto de decir. Hace rato que he dejado de seguir lo de la mujer esa.

Mis ojos estaban fijos en la carretera, de forma que no estoy segura de a quién de nosotras dos se dirigía. En cualquier caso, Ruth dejó de hablar y fue volviéndose despacio hasta quedar en su postura normal en el asiento, de nuevo con la cara frente al asfalto. No parecía particularmente molesta, pero su sonrisa se había esfumado y sus ojos miraban fijamente hacia la lejanía, hacia algún punto del cielo que teníamos enfrente. Pero tengo que ser sincera: en aquel momento yo no estaba pensando en Ruth. Mi corazón había dado un pequeño brinco, porque fue como si -con aquella especie de risa de connivencia-, de un plumazo, Tommy y yo hubiéramos vuelto a estar muy unidos después de tantos años.

Encontré el desvío que teníamos que tomar unos veinte minutos después de nuestra salida de Kingsfield. Avanzamos por una carretera curva bordeada de tupidos setos, y aparcamos junto a un grupo de sicómoros. Eché a andar hacia el comienzo del bosque seguida de Ruth y Tommy pero, enfrentada a tres senderos bien visibles que se internaban entre los árboles, hube de pararme para consultar el croquis que había traído para no perdernos. Mientras estaba allí quieta, tratando de descifrar la letra de la persona que había trazado aquel plano esquemático, advertí de pronto que Ruth y Tommy estaban a mi espalda, sin hablar, esperando, casi como niños a quienes se les ha de decir qué hacer a continuación.

44
{"b":"92891","o":1}