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Entramos en el bosque, y aunque la senda no era en absoluto accidentada reparé en que Ruth iba perdiendo poco a poco el resuello. Tommy, por el contrario, parecía caminar sin dificultad, aunque en su modo de andar creí percibir una levísima cojera. Llegamos a una valla de alambre de espino, ladeada y herrumbrosa, y con el alambre caído y deformado en multitud de puntos. Cuando Ruth lo vio, se detuvo bruscamente.

– Oh, no -dijo, con ansiedad; se volvió hacia mí y añadió-: No dijiste nada de esto. ¡No dijiste que tuviéramos que pasar por encima de una alambrada de espino!

– No es tan difícil -dije-. Podemos pasar por debajo, si quieres. No tenemos más que levantarla: uno la sostiene mientras los otros dos pasan por debajo.

Pero Ruth parecía realmente descompuesta, y no se movió. Y fue entonces, al verla allí de pie, al ver cómo sus hombros subían y bajaban con la respiración, cuando Tommy pareció al fin caer en la cuenta de lo débil que estaba Ruth. Tal vez lo había notado antes y no había querido asumirlo. Pero ahora se quedó mirándola fijamente durante largo rato. Y creo que lo que sucedió después -es obvio que no puedo tener la certeza- fue que Tommy y yo recordamos a un tiempo lo que acababa de pasar en el coche, cuando él y yo, en cierto modo, nos habíamos aliado en contra de ella. Y lo que hicimos, casi instintivamente, fue ir de inmediato hasta Ruth para ayudarla; yo la cogí por un brazo, y Tommy, en el otro costado, la sostuvo por el codo, y la fuimos llevando con suavidad hacia la valla.

Sólo la solté cuando tuve que pasar al otro lado. Luego levanté el alambre de espino todo lo que pude, y entre Tommy y yo ayudamos a Ruth a pasar por debajo de la alambrada. Al final no le costó demasiado hacerlo; era más bien una cuestión de seguridad en uno mismo, y con nuestra ayuda pareció perderle el miedo a aquel obstáculo. Ya en mi lado, incluso hizo ademán de ayudarme a mantener la valla levantada para que pasara Tommy. A él no le costó en absoluto hacerlo.

– Sólo hay que agacharse lo suficiente. A veces me falta destreza para ciertas cosas -le dijo Ruth.

Tommy parecía avergonzado, y me pregunté si se sentiría un poco violento por lo que acababa de pasar, o si acaso seguiría acordándose de nuestra pequeña confabulación contra Ruth en el coche. Hizo un gesto con la cabeza en dirección a los árboles que había un poco más adelante y dijo:

– Supongo que será por allí. ¿No es eso, Kath?

Miré en el croquis y eché a andar, y Ruth y Tommy me siguieron. Nos adentramos entre los árboles; todo se oscureció de pronto, y a medida que avanzábamos el terreno se volvía cada vez más pantanoso.

– Espero que no nos perdamos -oí que Ruth le decía a Tommy riendo, pero alcancé a ver un claro no lejos de donde estábamos.

Entonces, con tiempo para reflexionar, caí en la cuenta de por qué estaba tan preocupada por lo que había pasado en el coche. No se trataba simplemente de que Tommy y yo nos hubiéramos aliado contra Ruth, sino que había que tener también en cuenta cómo se lo había tomado ella. En los viejos tiempos habría sido impensable que nuestra amiga hubiera permitido que algo así pasara sin ningún contraataque por su parte. En este punto de mis cavilaciones, me detuve en el sendero y esperé a que Ruth y Tommy me alcanzaran, y cuando Ruth estuvo a mi lado le pasé un brazo por los hombros.

Mi gesto no pareció demasiado sensiblero; pareció más bien algo propio de un cuidador, porque entonces yo ya había advertido cierta inestabilidad en su modo de andar, y me preguntaba si no me habría hecho una falsa idea sobre lo débil que estaba. Le costaba respirar, y a medida que caminábamos juntas iba dando bandazos y cargándome todo su peso en el costado. Pero ya habíamos cruzado la zona de árboles y estábamos en el claro. Entonces vimos el barco.

En realidad no habíamos llegado a ningún claro: era más bien que el bosque breve que acabábamos de atravesar se había acabado, y ahora nos encontrábamos en una marisma abierta que se extendía hasta donde la vista se perdía. El cielo blanquecino parecía inmenso, y se veía reflejado de cuando en cuando en los retazos de agua que salpicaban el terreno. No mucho tiempo atrás, sin duda los bosques habían ocupado una extensión más vasta, porque aquí y allá podían verse fantasmales troncos muertos que se alzaban en el fango, la mayoría de ellos meros tocones de un metro o poco más. Y, más allá de los troncos muertos, quizá a unos cincuenta o sesenta metros, estaba el barco, encallado en la marisma, bajo un sol tenue.

– Oh, es idéntico a como me contó mi amigo -dijo Ruth-. Es bello de verdad.

Nos envolvía el silencio, y cuando echamos a andar hacia el barco empezamos a oír el chapoteo bajo nuestras suelas. Y al poco me di cuenta de que mis pies se hundían bajo las matas de hierba.

– Muy bien, ya no vamos a ir más allá -dije en voz alta.

Ruth y Tommy, que estaban a mi espalda, no pusieron objeción alguna, y cuando miré por encima del hombro vi que Tommy volvía a tener a Ruth cogida del brazo. Pero era obvio que lo hacía para que pudiera apoyarse en él. Di unas cuantas zancadas hacia el tronco más cercano, donde el terreno era más firme, y me agarré a él para mantener el equilibrio. Siguiendo mi ejemplo, Tommy y Ruth fueron hasta otro tronco muerto, hueco y más consumido que el mío, situado detrás de mí, a unos pasos a mi izquierda. Y desde allí contemplamos el barco encallado. Vi que la pintura del casco se estaba desconchando, y que la pequeña cabina de madera se estaba viniendo abajo. La pintura había sido un día azul celeste, pero ahora, por efecto del sol, parecía casi blanca.

– ¿Cómo habrá llegado hasta aquí? -dije.

Había alzado la voz para que Ruth y Tommy me oyeran, e imaginaba que al poco me llegaría el eco. Pero mi voz sonó sorprendentemente cercana, como si estuviéramos en un recinto alfombrado.

Entonces oí que Tommy decía a mi espalda:

– Puede que ahora Hailsham tenga un aspecto parecido, ¿no os parece?

– ¿Por qué iba a ser como esto? -dijo Ruth, en tono de verdadera turbación-. No tiene por qué convertirse en una ciénaga sólo porque lo hayan cerrado.

– Supongo que no -dijo Tommy-. No tiene por qué. Pero ahora siempre me imagino así Hailsham. No tiene lógica, lo sé. El caso es que esto es bastante parecido a la imagen de Hailsham que tengo en la cabeza. Sólo que allí no hay barco, claro. Y, bien pensado, tampoco estaría tan mal si ahora estuviera como esto.

– Qué extraño -dijo Ruth-, porque la otra mañana tuve un sueño. Soñé que estaba en el Aula Catorce. Sabía que habían cerrado Hailsham, pero allí estaba yo, en el Aula Catorce, y miraba por la ventana y todo lo que alcanzaba mi vista estaba inundado. Era como un lago gigante. Y veía desperdicios flotando bajo la ventana, envases vacíos, todo tipo de cosas. Pero no tenía ninguna sensación de pánico ni nada parecido. Todo era bonito y estaba tranquilo, como esto. Sabía que no estaba en peligro, que Hailsham estaba así sólo porque lo habían cerrado.

– ¿Sabéis? -dijo Tommy-. Meg B. estuvo un tiempo en nuestro centro. Ahora ya no está, se fue al norte, a no sé qué sitio. Para su tercera donación. No me he enterado de cómo le ha ido. ¿Alguna de vosotras lo sabe?

Negué con la cabeza, y cuando vi que Ruth no decía nada me volví para mirarla. Al principio me pareció que seguía mirando el barco, pero luego vi que tenía la mirada fija en la estela vaporosa de un avión que, a lo lejos, surcaba el cielo lentamente hacia lo alto. Y le oí decir:

– Os diré algo que he oído. De Chrissie. He oído que Chrissie ha «completado». En la segunda donación.

– Yo he oído lo mismo -dijo Tommy-. Debe de ser verdad. He oído exactamente lo mismo. Una lástima. También para ella era sólo la segunda. Me alegro de que no me haya pasado a mí.

– Creo que sucede muchas más veces de lo que nos dicen -dijo Ruth-. Mi cuidadora en el centro probablemente sabe que esto es cierto. Pero no lo dirá nunca.

– No existe esa gran conspiración sobre el asunto -dije, volviéndome hacia el barco-. A veces sucede. Ha sido muy triste lo de Chrissie. Pero eso no es lo normal. Hoy día son muy cuidadosos.

– Apuesto a que pasa muchas más veces de las que nos dicen -insistió Ruth-. Es una de las razones por las que no paran de trasladarnos de un sitio a otro entre donaciones.

– Un día me encontré con Rodney -dije-. No mucho después de que Chrissie «completara». Lo vi en esa clínica del norte de Gales. Le estaba yendo muy bien.

– Pero apuesto a que se sentía fatal por lo de Chrissie -dijo Ruth. Luego, volviéndose hacia Tommy, dijo-: No nos cuentan ni la mitad de la mitad, ¿sabes?

– La verdad -dije- es que no se lo había tomado demasiado mal. Estaba triste, como es lógico. Pero estaba bien. Llevaban un par de años sin verse, de todas formas. Me dijo que pensaba que a Chrissie eso no le habría quitado demasiado el sueño. Y supongo que él la conocía de sobra para saberlo.

– ¿Por qué iba a saberlo? -dijo Ruth-. ¿Cómo iba a saber él lo que sentía Chrissie? ¿Lo que Chrissie habría querido? No era él quien estaba en esa mesa de operaciones, tratando de aferrarse a la vida. ¿Cómo diablos iba a saberlo?

Aquel estallido de ira casaba mucho mejor con la Ruth de los viejos tiempos, y me hizo volverme de nuevo hacia ella. Puede que fuera sólo el fulgor airado de sus ojos, pero creí ver que su expresión para conmigo era adusta, dura.

– No puede ser bueno -dijo Tommy-. «Completar» a la segunda donación. No puede ser nada bueno.

– No creo que Rodney se sintiera bien -dijo Ruth-. No hablaste con él más que unos minutos. ¿Cómo puedes estar segura de nada si apenas cruzaste con él unas palabras?

– Ya -dijo Tommy-, pero si, como dice Kath, habían roto hacía…

– Eso no cambia las cosas -le cortó Ruth-. En cierto modo, podría haberlo hecho peor todavía.

– He visto mucha gente en la situación de Rodney -dije yo-. Acaban aceptándolo.

– ¿Cómo lo sabes? -dijo Ruth-. ¿Cómo diablos puedes saberlo? Sigues siendo cuidadora.

– Veo muchas cosas como cuidadora. Montones de cosas.

– No puede saberlo, ¿verdad, Tommy? No puede saber lo que es esto.

Durante un momento las dos miramos a Tommy, pero él siguió con la mirada fija en el barco. Y luego dijo:

– Había un tipo en mi centro. Siempre preocupado porque no lograría pasar de la segunda. Solía decir que lo sentía en los huesos. Pero todo salió bien. Acaba de superar la tercera, y está estupendamente. -Se llevó una mano a los ojos para protegérselos-. No fui un buen cuidador. Ni siquiera aprendí a conducir. Creo que por eso me llegó tan pronto el aviso para mi primera donación. Sé que no es como debería funcionar la cosa, pero así es como fue en mi caso. Y la verdad es que no me importa. Soy un donante bastante bueno, pero como cuidador era pésimo.

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